Lo que deseo resaltar es la altísima importancia de que no se hayan salido con la suya algunos grupos de poder que enaltecen valores profundamente antidemocráticos.
El Senado aprobó una modificación del Código Civil que establece plenitud de derechos y garantías a los contrayentes del matrimonio, sin distinción de su orientación sexual.
Mirado a la distancia, esto no sería más que una demostración democrática de igualdad, que, como da cuenta de una nueva realidad en términos de los roles de los sexos, del reconocimiento de la diversidad sexual, etcétera, escandaliza a los sectores más conservadores de la sociedad, así como otras conquistas arrancadas en otras épocas también escandalizaron a los pilares del statu quo de aquellos tiempos en todos los órdenes: desde la jornada laboral de ocho horas al matrimonio civil (en aquellos tiempos, heterosexual), pasando por la ley de enseñanza laica. Siempre hubo y seguirá habiendo expresiones de nuevas formas de relacionamiento social que motorizan cambios a los que los grupos más acomodados no están habituados ni quieren estarlo. En este marco se inscribe la última batalla.
Pero lo que además deseo resaltar es la altísima importancia de que no se hayan salido con la suya algunos grupos de poder. No porque no se deban respetar sus creencias, de las cuales son dueños y nadie puede invadirlas ni cercenarlas. Sino, más bien, por los componentes profundamente antidemocráticos que han demostrado con sus posturas y metodologías.
De haber triunfado los representantes de la jerarquía eclesiástica que amenazaron a los senadores con la difamación desde el púlpito si votaban contra la posición oficial de la Iglesia, hubiéramos acudido a una nueva muestra de dirigentes convertidos en dirigidos. Esto es, una jefatura política ejercida desde fuera de la política. Afortunadamente, muchos de los senadores amedrentados hicieron prevalecer sus propias convicciones, o en última instancia su percepción de cómo representar mejor a sus mandantes.
En segundo lugar, quienes más ostensiblemente venían denunciando la supuesta crispación de la sociedad apelando al diálogo y el consenso fueron precisamente quienes recurrieron a la figura de la “guerra de Dios” para encarar este último proceso. Es muy bueno, para una sociedad cuya evolución se encamina a mayores niveles de independencia de las instituciones civiles respecto de las religiosas, que no haya prevalecido la postura de un cardenal que aspira al papado, es decir, a convertirse en la autoridad mundial de la Iglesia, y que planteó que este proceso constituía una conspiración diabólica, una maniobra del “maligno”. ¿Cómo podría jactarse una sociedad como la nuestra de mirar al futuro si ese hubiese sido el voto mayoritario de sus legisladores?
Para lograrlo, intentaron hacer alarde de una marcha multitudinaria al Congreso, cayendo en una flagrante contradicción. Los derechos de las minorías se consagran, pero no se plebiscitan, precisamente por su condición minoritaria, aunque igualmente digna a los derechos de las mayorías.
Por último, la extorsión de incentivar a los alumnos y familias de las escuelas católicas que manejan con no cobrar inasistencia a quienes concurrieran a esa marcha: una presión insostenible para aquellos niños y familias que hubieran decidido no asistir a ella. Ese sector de la Iglesia utilizó extorsivamente la herramienta de la educación para obligar a los alumnos a tomar partido en una coyuntura política.
En definitiva, más allá del texto aprobado, al que adhiero y hubiera votado si todavía estuviera en mi banca, también es sumamente importante ponderar cómo queda el mapa político luego de esa votación, y cuánto hubiéramos tenido que padecer de haber triunfado la posición contraria, en términos de calidad democrática y plenitud de derechos ciudadanos.