Lo social y la encrucijada / Escribe:Juan Carlos Aguiló






Los colegas de la comisión de economía del colectivo Carta Abierta Buenos Aires en su documento “Sin Estado no hay Nación” nos plantean, entre numerosas y productivas ideas para el debate, una que quisiera tomar a los efectos de realizar algunos planteos respecto a la problemática de la cuestión social en la Argentina actual.



La operación de calificar a la situación actual con la noción de “encrucijada”, como una forma de describir “un escenario de intensas disputas por el rumbo que asumirá la política económica futura…” (Comisión de Economía de Carta Abierta, Página 12, Suplemento Cash, 4 de enero de 2009) cumple cabalmente su objetivo descriptivo dando a entender que existen al menos dos caminos a seguir en materia de desarrollo económico nacional. Nada más exacto, porque ésta es la primera acepción que le otorga al término encrucijada la Real Academia Española ( http://www.rae.es/rae.html). Lo interesante a los efectos de desplegar mis razonamientos es el efecto disparador que, a modo de metáfora, expresan las dos definiciones restantes que aparecen para “encrucijada”. Por un lado, la idea de emboscada o asechanza; y, por el otro, “situación difícil en que no se sabe que conducta seguir” (http://www.rae.es/rae.html).

Ambas definiciones me permiten adentrarme en el tema de la cuestión social aprovechando el efecto explicativo que sus imágenes nos entregan. En efecto, nada más correcto que expresar que a uno de los proyectos que se intenten construir lo “asechan” las fuerzas contrarias y destructivas de las otras opciones que se plantean. Y, adicional y específicamente en relación a la cuestión social, no parece observarse opciones de política social definidamente divergentes de las que han reinado hegemónicamente en los últimos decenios y especialmente en la década del noventa del siglo pasado. Dicho de manera más directa, no ha habido un correlato en términos de política social de lo que ha sido el proyecto político económico desarrollado en el último quinquenio. Es decir, que si bien las políticas económicas de la post-crisis de 2001-2002 se han basado – entre otras líneas - en una visión heterodoxa promotora de la producción local y consecuentemente de la generación de empleo, rompiendo con las visiones ortodoxas prevalecientes durante el ciclo de hegemonía neoliberal (Danani y Grassi, 2008); no es posible constatar este tipo de ruptura en cuanto al tratamiento de la cuestión social o su contracara positiva, las políticas sociales destinadas a garantizar ciudadanía social para todos los argentinos. Es decir, si bien pueden apreciarse avances en cuanto al mejoramiento presupuestario de servicios públicos universales como educación y salud; siguen vigente, a mi juicio, un menú de programas sociales focalizados que están basados en la concepción neoliberal de los sujetos en condición de pobreza.

En efecto, considero que, uno de los legados más perversos de este paradigma neoliberal es la concepción filosófica del hombre que éste tiene implícita: imaginar la sociedad formada por sujetos totalmente autónomos que solamente buscan maximizar la satisfacción de sus intereses particulares. Este reduccionismo antropológico que desconoce el resto de las dimensiones presentes en la vida social ha pasado a formar parte del sentido común imperante en nuestros días. Esta concepción “asocial” del sujeto humano nos recuerda los planteos utópicos de los padres fundadores del liberalismo que imaginaban una sociedad humana sin Estado, regida únicamente por las reglas “invisibles” del mercado. La superación de esta simplificación significó un proceso histórico político que fue materializándose en buena parte del Siglo XX con la construcción y consolidación de los Estados Sociales. La concepción filosófica sobre la que descansaron estos Estados de Bienestar fue la de la ciudadanía, la cual nos remite a sujetos portadores de derechos civiles, políticos y sociales que en un momento determinado pueden efectivamente reclamarlos y ejercerlos. Los Estados Sociales fueron los mecanismos colectivos que permitieron el reconocimiento, acceso y goce de la mayor parte de la población a estos derechos. La clave reside en que los dispositivos (legales e institucionales) que garantizan el ejercicio de los derechos (es decir la condición de ciudadanía) pertenecen a la esfera pública y consecuentemente son tutelados por el Estado. Esto implicó en el campo social, la superación del filantropismo que fundaba la ayuda social en la decisión y voluntad del “donante” y no en un derecho del necesitado. Para esto, fue reemplazada la explicación que consideraba a la pobreza basada en las características individuales del individuo, por la visión sistémica que entendía a las situaciones de privación social causadas por la disfunción del orden económico-social. Consecuentemente, surgirían y se consolidarían los derechos sociales. Dicho de otra manera, lo rescatable para la discusión de nuestros días no es el específico entramado institucional que conformaba a aquellos estados, sino la concepción filosófica que los sostenía: la condición de ejercicio efectivo de la ciudadanía para todos los miembros de la sociedad solo es posible de garantizar colectivamente.

Para esto es necesario superar el sentido común neoliberal que reina desde hace años en nuestro país. La condición de posibilidad del surgimiento y auge de los Programas Sociales focalizados en los más pobres, fue la naturalización de las concepciones que explican la pobreza a partir de ciertas características particulares de los individuos que la padecen. Estos relatos dejaron de lado explícitamente las explicaciones estructurales del fenómeno de la pobreza, que la muestran como la contracara de la concentración de la riqueza y la ausencia de mecanismos de integración social garantizados estatalmente; por aquellos que basan su explicación en la ausencia de capacidades y presencia de estados de ánimos y hasta vicios individuales en los sujetos en condición de pobreza. Esta individualización permitió la aparición y vigencia hasta nuestros días de los programas focalizados como respuesta “técnica” al problema, aggiornada en los últimos años con las ideas de “empoderamiento” y “capital social”. El último de estos conceptos que se encuentra a mi juicio en la misma línea y que se está intentando introducir en nuestros días es el de Responsabilidad Social Empresaria que, surgido hace algunos años en los países centrales, comienza a prevalecer en el nuestro. Más allá de la buena intencionalidad de empresarios, militantes de organizaciones de la sociedad civil (OSC) y ciudadanos comunes que adhieren a esta idea intento llamar la atención que esta forma de pretender resolver la cuestión social nos retrotrae a las nociones filantrópicas que hacen descansar en la voluntad de un sector o grupo de la sociedad (en este caso el empresario) la resolución de las problemáticas de integración social. Este “neo-filantropismo” basa sus intervenciones en, como ya he expresado, una individualización de la pobreza al hacer descansar parte de la solución del problema en los propios afectados. Programas de microcredito que apoyan la microempresa y exaltan el espíritu emprendedor son las alternativas esperables de una lógica que no logra superar la visión individualista de la sociedad instalada por el modelo neoliberal. Frente a las “conductas disfuncionales” de los hombres y mujeres que pueblan los territorios de la privación, la explicación siempre tiende a centrarse en sus características individuales desconociendo - o no queriendo reconocer - las condiciones sistémicas que los colocaron en estas situaciones.

El mecanismo discursivo adicional que refuerza lo explicado es el de dotar de entidad a la pobreza mediante la idea de su “combate” con el objeto de “derrotarla”. Esta fetichización coloca a un fenómeno social que padecen con específicas características millones de compatriotas, en el lugar de un fenómeno cuasi-natural, como si fuera un fenómeno de la naturaleza externo a las coordenadas que definen el modelo de acumulación económico y social dominante. De aquí se desprende la imperiosa necesidad de diferenciar y distinguir las explicaciones sobre la cuestión social del sentido común imperante nutrido de las concepciones pretendidamente neutrales del universo neoliberal.





Por esto es que considero, que si se acuerda con que la “encrucijada”, en todas sus acepciones, no sólo es el desafío que tienen por delante la política económica sino también la política social, pensando ambas integradas nuevamente para imaginarnos una sociedad con desarrollo económico y social inclusivo, debemos superar las recetas que depositan la responsabilidad de la situación en los propios afectados. Entiendo que luego de esto, se generarán los espacios para la instrumentación de un “nuevo universalismo social” (Andrenacci, L.; 2008) y, especialmente, para ir aún más allá e intentar definitivamente la aplicación de – al menos – un Ingreso Ciudadano a la niñez (es decir, transferencias monetarias no condicionales).

La respuesta es política. Si pretendemos vivir en una sociedad con niveles de igualdad social que sean conjugables con la vida democrática debemos retomar el sendero de la explicación estructural que de paso a nuevos mecanismos institucionales que garanticen la vigencia y ejercicio pleno de la ciudadanía social.

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