Los turcos, que hegemonizaban el Imperio, pretenden hoy mirar para otro lado sobre aquella enorme matanza. Algunos atribuirán aquellos hechos criminales -que han sido reconocidos ahora desde el Vaticano a Washington, París y Moscú- al “atraso” o la “barbarie” que pudieran adscribirse a los pueblos del Sur de Europa, si se los compara con la próspera e ilustrada Europa del Centro y del Norte.
Pero también en estos días, la Europa más republicana e ilustrada nos muestra sus peores lacras. No sólo allí se procreó esa máquina de matar en que desembocó el nazismo, sino que también se prohijó el colonialismo, esa imposición sobre los pueblos pobres de América, África y Asia que, bajo el pretexto de “civilizar” a esos pueblos, sirvió para expoliar sus riquezas, disponer del dominio político y social sobre ellos y -no en último lugar en importancia- desproveerlos de sus costumbres, identidad e idiomas, para imponerles otros completamente ajenos.
“Todo documento de cultura, lo es a la vez de barbarie”, escribió alguna vez Walter Benjamin, estampando una enorme verdad. Ahora, en nombre de la seguridad europea, países robustos como Alemania, Francia e Italia llaman a la ONU para que se les autorice a bombardear las naves en que africanos pobres quieren viajar hacia Europa (según ellos, se atacaría las naves antes de que sean abordadas por los pasajeros). El pretexto es “luchar contra el tráfico de personas” del que serían víctimas los africanos, por parte de aquellos que les venden los precarios pasajes para cruzar el Mediterráneo. Pero todos saben de qué se trata: impedir que lleguen a Europa los pobres que vienen del África. Inhibir a esos verdaderos “condenados de la tierra” (como los llamara su teórico Franz Fanon hace más de medio siglo) para que no se atrevan a lanzarse a las aguas. Porque, cualquiera lo ve, están tan mal que prefieren arriesgarse a morir en el periplo, antes que seguir en el hambre extrema que les toca en los países de que son nativos.
Es que esos países se han vuelto “inviables”; el resultado del colonialismo no fue darles acceso a un trato internacional igualitario sino hundirlos en el atraso, la expoliación gradual de sus materias primas y la imposibilidad de industrialización. En tal condición, se hace difícil vivir allí para cualquiera. Hay enfermedades endémicas (ébola y SIDA son algunas de las más evidentes), guerras interétnicas y hambre generalizada. De tal modo, muchos salen desesperados, solos o con sus familias. Hablan el idioma del colonizador: por ello -y también por obvias razones geográficas- recalan especialmente en Italia, Francia y a veces España. Llegan sin papeles; la mayoría nunca los tuvo, pero se niegan incluso a decir su lugar de origen, para así evitar ser deportados.
Nadie puede ser irresponsable, y dejar de advertir que es un problema para cualquier país recibir inmigrantes que no son casi nunca mano de obra calificada, con la dificultad adicional que existe para integrarlos a una sociedad diferente de aquella de la que vienen. Más aún en tiempos que no son de abundancia, cuando Europa vive una crisis económica nada menor.
Pero Europa debiera responder con solidaridad humanitaria, no sosteniendo la amenaza de bombardeos que caerán seguro también sobre inocentes, y que quieren disuadir no sólo a los traficantes, sino principalmente a los que quieren emigrar desde el África. Además de la solidaridad humanitaria, hay que recordar a Europa su responsabilidad histórica: en nombre de la civilización y la cultura empobrecieron y dominaron a estos pueblos, en nombre de la ilustración los explotaron e incluso les hicieron una sangrienta guerra (por ej., la lucha contra los revolucionarios argelinos, dada por la Francia colonial, incluyó el método de desaparición, secuestro y tortura que se aplicó luego por la dictadura argentina). Europa ayudó a causar los problemas que ahora debe enfrentar, cuando hay millones de pobres que desde África (y el Asia, en menor medida) quieren llegar a sus fronteras.
El Vaticano lo ha dicho bien: hay que condenar la política de bombardeos planteada por Europa para lanzar sobre los africanos, una estrategia represiva brutal, guerrera e insolidaria. Otra vez en nombre de la civilización desatar la barbarie, es algo que resulta inadmisible. Busquemos salidas diplomáticas, humanitarias e inclusivas a esta crisis geopolítica actual, esa que deja en claro cuántas veces son hipócritas las voces lanzadas desde lo que se suele plantear como centros mundiales de la economía y la cultura.