(viene de la edición de ayer) A la noticia de que el gobernador Dorrego reunía fuerzas en la campaña para sostener su autoridad, el general Lavalle delegó el mando en el almirante Brown, y al frente de 500 veteranos de caballería se dirigió en busca de aquel; siendo, por lo demás, infructuosa la conciliación propuesta los señores Guido y Anchorena, sobre la base de la renuncia de Dorrego y nombramiento de Alvear. No obstante que su fuerza se componía de grupos más o menos numerosos de milicianos sin organización, y de que el coronel Rosas opinaba que por el momento debía internarse en la campaña y reunir fuerzas respetables, el gobernador se propuso esperar al general revolucionario. He aquí cómo, después de muchos años, da cuenta de esto el mismo Rosas: “Al ponerme con esos grupos a sus órdenes y pedirme S.E. opinión, le dije que sin pérdida de tiempo me ordenara dirigirme al Sur, para formar allí un cuerpo de ejército que aumentaría cada día en número y organización; que S.E. tomara los grupos del Norte, y se dirigiera esa misma noche a esa campaña. Si el general enemigo, agregué, sigue a V.E., yo le llamaré la atención por la retaguardia, para obligarlo a volver sobre la fuerza de mi mando… Ni V.E. ni yo debemos admitir una batalla, en la seguridad de que a la larga las tropas de línea de que se compone el ejército enemigo, quedarían reducidas a nada. S.E. aprobó mi plan, y me dio sus órdenes de conformidad, delante de dos jefes de crédito. Pero me obligó a que lo acompañase esa noche hasta Navarro, para de allí irme al Sur y él al Norte. Tuve que obedecerle. Esa marcha fue un desorden. No pude encontrar esa noche a S.E. cerca de Navarro para despedirme y decirle no debíamos parar; porque si el enemigo había trasnochado como nosotros, nos atacaría, sin darnos tiempo para retirarnos en orden” 4.
Lo que preveía Rosas sucedió. El gobernador fue envuelto en la dispersión de sus tropas ante la carga que le llevó Lavalle el 9 de diciembre 5. “Mandé decir a S.E. con varios chasques, continúa Rosas, que el enemigo se aproximaba y que no perdiese tiempo: que se retirase, pues yo empezaba a hacer lo mismo. S.E. me mandó decir con repetidos enviados, no me fuese, pues que ya había formado la fuerza para cargar al enemigo, así que se acercara. Con profunda pena recibí estas órdenes. Ni tiempo tuve para formar y cargar de flanco con algunos indios de lanza, que era lo único que había con armas 6. El enemigo siguió, y los grupos mal formados por S.E. dispararon antes de ser cargados. Sabiendo que S.E. se había dirigido en fuga al Norte ordené a los indios y paisanos que tenía conmigo en el reconocimiento, se fuesen al Sur del Salado, y que allí esperasen mis órdenes, que les había de dirigir desde Santa Fe, por el desierto” 7.
En vez de seguir para el Norte, el gobernador prefirió buscar la incorporación de un regimiento de línea que, al mando del coronel Pacheco, se hallaba a inmediaciones de Areco. Este regimiento (el número 3) era el mismo que había mandado y educado el coronel Rauch, a quien Dorrego destituyó poco antes. Rauch conservaba su prestigio entre los oficiales de ese cuerpo; así fue que, lejos de prestarle obediencia, los comandantes Acha y Escribano se sublevaron contra el coronel Pacheco, redujeron a prisión a Dorrego y se pusieron con éste en marcha para la ciudad en la mañana del 11 de diciembre. El gobernador pudo dirigir dos cartas, una al gobernador delegado, en la que le decía que no dudaba de que haría valer su posición para que se le permitiera ir a los Estados Unidos por el tiempo que se le designase; y otra al ministro Díaz Vélez, en la que le pedía lo viese en el momento de su llegada a la capital, seguro de que sus adversarios aceptarían las indicaciones que él haría respecto de la cuestión que dividía a los partidos.
La noticia de estos sucesos cayó en Buenos Aires como el anuncio de la catástrofe; y así lo comprendieron la sociedad y el pueblo consternados. El cuerpo diplomático resolvió mediar a favor del desdichado gobernador; pero no tuvo eco. Los prohombres unitarios que acababan de decidir el gin del gobernador exigieron, y así lo ordenó el sustituto de Lavalle, que el comandante Escribano retrogradase hasta Navarro, donde se encontraba aquel general y que le entregase a éste el gobernador prisionero, juntamente con un pliego que contenía una carta del almirante Brown y otra del ministro Díaz Vélez, en las que ambos encarecían a Lavalle la necesidad y conveniencia de aceptar la proposición del gobernador Dorrego de salir del país y de no volver a él, bajo fianza segura 8.
Pero con anterioridad al pliego del gobernador delegado, el general Lavalle recibió cartas de los prohombres unitarios, en las que con cálculo que abruma y frialdad que aterra, le manifestaban que todo quedaría esterilizado si el gobernador Dorrego no era sacrificado inmediatamente 9. Esto mismo se sabía y se repetía en esos días tristísimos, a partir del en que el general Lavalle salió a batir al coronel Dorrego; por manera que puede decirse que el gobernador de la provincia, antes de ser tomado, ya estaba condenado a muerte por los revolucionarios unitarios del 1º de diciembre.
El criterio desprevenido se inclina a creer que fueron estos hombres quienes, haciendo pesar su autoridad sobre el ánimo impresionable del general Lavalle, decidieron con su condenación colectiva la muerte del gobernador Dorrego; por más que aquél se responsabilizase ante la historia de un hecho que debió evitar para no abrir la era de las tremendas represalias de la guerra civil. (…)
Así resulta de la nerviosa rapidez de los procedimientos con que el joven general quiere terminar de una vez la lucha ingrata que arde en su corazón, herido por dos corrientes opuestas: -la de la humanidad, que lo dilata; y la de la necesidad impuesta, que lo cierra por fin a todo otro sentimiento. Sabe que Escribano conduce a Dorrego. Pero éste no llega pronto. El 12 hace correr a Rauch para que aligere esa marcha del calvario político. (…) Rauch llega el día 12 a Navarro. Allí está Lavalle, envuelto en un delirio más cruez que la muerte, cuya tardanza es otra especie de muerte para él… La llegada del prisionero zumba en sus oídos como el eco de un lamento. Y, sin embargo, no quiere verlo. Su delirio toma vuelos entre vapores de sangre, a través de los cuales distingue una esposa desesperada, hijos huérfanos, amigos condolidos, pueblo vengador. Pero esto es un relámpago. Una montaña de plomo lo hace descender a la realidad. Al presentarse, monstruosa, la tormenta ruge en el fondo de su ser; y vacilar le parece un crimen… el cuadro se forma bajo un sol que cae perpendicular, y que fatiga a aquellos soldados que transmontaron los Andes. La campaña es corta, pero tremenda… Una hora después, el gobernador de Buenos Aires, encargado del Ejecutivo Nacional es conducido al patíbulo improvisado junto a un corral de vacas… Va sereno del brazo del padre Castañer… entrega al coronel Lamadrid una carta para su esposa, en la que estampa el último beso de su amor; una prenda para su hija, entre la última lágrima que su valor contiene, y se sienta, perdonando a sus enemigos y pensando en Dios. El capitán Páez adelanta un pelotón del 5º de línea… levanta su espada, y el gobernador Dorrego cae bañado en su sangre. Y como si el vértigo lo hubiese impelido a mojar la pluma en esa sangre, el general Lavalle escribe inmediatamente estas líneas, en las que palpita la monstruosidad de la escena: “Participo al gobierno delegado que el coronel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división. La historia dirá si el coronel Dorrego ha debido morir o no… su muerte es el sacrificio mayor que puedo hacer en obsequio del pueblo de Buenos Aires enlutado por él”. 10
En seguida del fusilamiento el general Lavalle llamó a los oficiales superiores en su división. Como si éstos hubiesen podido ser en algún momento jueces del primer magistrado de la provincia y de la Nación, Lavalle, paseándose precipitadamente y con alterada voz, les dijo: “Si los jefes hubiesen formado consejo de guerra para juzgar a Dorrego, todos habrían votado la muerte de éste, ¿no es verdad, señores?...Pero b asta con que yo solo sea el comprometido. Yo lo he fusilado por mi orden. La historia me juzgará.”. “Me parece que nadie contestó, agrega el entonces coronel Lamadrid, presente en ese momento; y si lo hizo alguno no lo advertí… ¿Qué razón había para fusilar a dicho magistrado, y mucho menos de aquella manera?”. 11 La excitación febril del general Lavalle no se calmó en los días siguientes, a pesar de las manifestaciones y fiestas con que sus amigos querían borrar de su ánimo y del ánimo de la población, la impresión ingrata del fusilamiento del 13 de diciembre. Uno de esos días se presentaba en el fuerte el vencedor de Ituzaingó. “Qué piensa usted de la situación, le preguntaba el general Lavalle”. –“Pienso que es insostenible, tal como está hoy.” –Es que yo no soy el hombre de 1815!” exclama furioso y dándole la espalda Lavalle, mientras Alvear se retiraba preguntándose por qué lo habría llamado para insultarle. Otro día se paseaba apresuradamente en el salón del fuerte, cuando entró Rivadavia acompañado del doctor Agüero. Conversando de la actualidad, preguntóle Rivadavia qué género de relaciones entablaría con las provincias. -“Las provincias, exclamó Lavalle, dando fuertemente con el pie en el suelo: a las provincias las voy a meter dentro de un zapato con 500 coraceros”. – “Vámonos, señor don Julián, dijo por lo bajo Rivadavia: este hombre está loco”. Tal fue la única participación que tuvo Rivadavia en la revolución de diciembre de 1828.
El general Lavalle apeló al juicio de la posteridad, como que habría sido estupendo de su parte pretender justificar el asesinato político del jefe del Estado, que él ordenó a título de militar sublevado. Este juicio no le alcanzó en vida. La pasión política o lo lapidó quince años consecutivos, o lo levantó a la altura de las personalidades heroicas. El llevó hasta la tumba el remordimiento de ese extravío de su patriotismo exacerbado por quienes tan incapaces fueron para fundar nada estable en lo sucesivo, como fieros se mostraron sus contrarios de las ventajas que obtuvieron cuando, en época luctuosa, unos y otros se buscaban para exterminarse en llanuras y montañas de la República ensangrentada. Hechos como el fusilamiento del gobernador Dorrego no se discuten: se condenan en nombre de la libertad, a la que insultan, y en homenaje a la patria, a quien enlutan.
Referencias:
1 Manuscrito original en mi archivo.
2 Manuscrito original en mi archivo. (Papeles de Rivera.)l
3 Biografía del general Lavalle, por el comandante don Pedro Lacaza.
4 Carta de 22 de septiembre de 1896. (Duplicado de letra de Rosas, en mi archivo)
5 Véase parte detallado del general Lavalle, fechado en Navarro a 10 de diciembre.
6 Esto lo corrobora el general Lamadrid en sus Memorias, tomo I, páginas 383 y 387.
7 Ídem ídem. La prensa oficial de Rosas llamó siempre al movimiento que encabezó el general Lavalle “Motín militar del 1º de diciembre”. Pero en carta de 25 de julio de 1869, decía desde Southampton, a ese respecto: “No estoy conforme en la parte que dice (la Historia de Rozas que comenzó a escribir el señor Bilbao) “Motín militar”. Así opino porque el señor general Lavalle y todos los militares a sus órdenes fueron solamente ejecutores. Los autores fueron todos de la lista civil. Así es más propio decir “la revolución de diciembre de 1828” (Duplicado de letra de Rosas, en mi archivo)
8 Véase Asesinato del gobernador de Buenos Aires y ejecutivo Nacional de la República Argentina, coronel don Manuel Dorrego. – Londres, 1829 – Contiene las cartas de don Luis Dorrego a los representantes diplomáticos acreditados en Buenos Aires y las protestas de los gobiernos de Provincia por tal fusilamiento.
9 Véase las cartas de los señores Del Carril, Juan Cruz Varela, etc., publicada por la primera vez por el doctor Ángel J. Carranza en su libre El general Lavalle ante la justicia póstuma, páginas 33 a 79 y siguientes.
Desde su retiro en Southampton, Rozas escribió a este respecto en 25 de julio de 1869: “El general Lavalle, quejándose irritado contra los hombres respetables de la lista civil que lo había impulsado a la ejecución del ilustre jefe supremo del Estado, como el paso más urgente e indispensable para la paz y la felicidad del país, me mostró en las conferencias en Cañuelas las cartas que tenía de aquéllos, entre ellas una del doctor don Julián Segundo de Agüero, en que estaba así aconsejado y escrito”. (Duplicado de letra de Rosas, en mi archivo).
10 Todos los detalles contenidos en este párrafo son fidedignos y están acordes con lo que acerca de este fusilamiento refiere el general Lamadrid testigo presencial en sus Memorias, tomo I, páginas 388 y t. 391.
El Tiempo, órgano oficial redactado por los señores Varela y gallardo, a raíz del fusilamiento insertó un largo artículo para aplaudirlo, que comenzaba así: “Ácaba de ejecutarse en Navarro un acto de rigurosísima justicia: el coronel don Manuel Dorrego ha sido fusilado…”.
Como dato ilustrativo, véase lo que en 2 de septiembre de 1869 escribía el ex ministro de Dorrego don José María Roxas y Patrón, al general Rosas: “También incluyo un artículo de La Tribuna de 2 de julio del presente, sobre los últimos momentos del desgraciado gobernador Dorrego. Diré algo para demostrar que ese documento es fraguado con el objeto de adulterar la historia. Luego que llegó a Buenos Aires la noticia cierta de tener Lavalle en su poder a Dorrego, se reunión un consejo de los miembros del gobierno y de otros de los principales de la camarilla, para determinar lo que debían de hacer con el prisionero. No sabían qué hacer con Dorrego. Tenerlo preso o echarlo del país era muy peligroso, siendo un hombre tan popular y de un carácter tan determinado. En tal extremo acordaron su muerte. Esta sola consideración basta para destruir lo que dice el coronel don Juan Elías, de la comunicación que mandó el gobernador delegado al general Lavalle pidiéndole la salida de Dorrego fuera del país. Lo que llevó el comisario de policía fue según se dijo el borrador del parte que dio Lavalle de haberlo fusilado. Se aseguró que ese borrador fue redactado en las sesión de la camarilla, por don Juan Andrés Gelly”.
Al fin de esta carta, Rosas agregó de su puño y letra la siguiente: “Pienso lo mismo. El señor general Lavalle, lamentando amargamente su gravísimo y funesto error, quejoso y enfurecido contra los hombres respetables de la lista civil que lo habían impulsado al motín de diciembre y aconsejado la ejecución del ilustre jefe supremo del Estado como el paso más urgente e indispensable para la paz, sosiego y felicidad perdurable del país, me mostró en las conferencias en Cañuelas (se refiere a las que celebró en el año siguiente de 1829) las cartas que tenía de aquéllos, relativas a esos hechos. Entre ellas y en una del señor doctor don Julián Segundo Agüero, estaba escrito ese borrador que piensa usted fue escrito por el señor Gelly”. (Manuscrito original en mi archivo).
11 Memorias del general Gregorio Aráoz de Lamadrid, tomo I, página 392.
(Fuente: www.elhistoriador.com.ar)