El 10 de diciembre de 1983, con la asunción del presidente radical Raúl Alfonsín, nuestro país retomó la senda democrática. Ese día comenzó también, aunque zigzagueante, el camino hacia la desmilitarización de la sociedad.
El influyente rol de las fuerzas militares en la política argentina data de los mismos días de las guerras de la independencia. A pesar del optimismo que despertó hace casi un siglo, con el yrigoyenismo, el inicio de una era democrática sin precedentes, con participación masiva del pueblo argentino, pronto se sucedieron diversos golpes de estado y dictaduras militares.
Aunque con diferentes signos y objetivos, los militares irrumpieron en la escena política del país torciendo la voluntad popular en 1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976. Los golpes de Estado de la segunda mitad del siglo XX, se dieron en un contexto de escalada de la violencia social y política inédita.
En 1976 las Fuerzas Armadas tomaron el poder por última vez y pusieron todos los resortes del Estado al servicio de una represión sistemática y brutal contra todo lo que arbitrariamente definían como el “enemigo subversivo”. Los crímenes cometidos por los militares son hoy denominados en el derecho internacional como “delitos de lesa humanidad”.
Hacia fines de la década de 1970, el movimiento por los derechos humanos fue tomando un rol político sustancial. La crisis económica, la protesta social creciente y la derrota en la Guerra de Malvinas contribuyeron al desprestigio del gobierno militar. La dictadura estaba formalmente agrietada, aunque los efectos de su política represiva y de la liberalización económica perdurarían largamente.
Finalmente, se produjo el renacimiento democrático, con una movilización popular, especialmente juvenil, de gran envergadura. Las elecciones se fijaron para fines de 1983. En el radicalismo, emergió la figura de Raúl Alfonsín, desde una corriente interna rival del balbinismo. Bajo la denuncia de un pacto militar-sindical y la promesa de investigar los crímenes de la Dictadura, el 30 de octubre de 1983, Alfonsín triunfó en las elecciones con el 52% de los votos.
En el cierre de campaña, ante una multitud, el candidato radical clamó por la libertad, la democracia y la justicia social, llamando a terminar con la violencia en el país. Reproducimos algunos fragmentos de aquel recordado discurso del 27 de octubre, en la Plaza de la República.
(Fuente: Liliana Viola, Los discursos del poder, Buenos Aires, Editorial Norma, 2000, págs. 119-130).
ARGENTINOS:
Se acaba la dictadura militar. Se acaba la inmoralidad y la prepotencia. Se acaba el miedo y la represión. Se acaba el hambre obrero. Se acaban las fábricas muertas. Se acaba el imperio del dinero sobre el esfuerzo de la producción. Se terminó, basta de ser extranjeros en nuestra tierra.
Argentinos, vamos todos a volver a ser los dueños del país. La Argentina será de su pueblo. Nace la democracia y renacen los argentinos. Decidamos el país que queremos; estamos enfrentando el momento más decisivo del último siglo. Y ya no va a haber ningún iluminado que venga a explicarnos cómo se construye la República. Ya no habrá más sectas de “nenes de papá”, ni de adivinos, ni de uniformados, ni de matones para decirnos lo que tenemos que hacer con la Patria. Ahora somos nosotros, el conjunto del pueblo, quienes vamos a decir cómo se construye el país.
Y que nadie se equivoque, que la lucha electoral no confunda a nadie; no hay dos pueblos. Hay dos dirigencias, dos posibilidades. Pero hay un solo pueblo. Así, lo que vamos a decidir dentro de cuatro días es cuál de los dos proyectos populares de la Argentina va a tener la responsabilidad de conducir al país. Y aquí tampoco nadie debe confundirse. No son los objetivos nacionales los que nos diferencian, sino los métodos y los hombres para alcanzarlos.
(…)
Lo que vamos a decidir es cuál de los dos proyectos populares está en mejores condiciones de lograr la libertad y la justicia social sin retrocesos, para éstas y las próximas generaciones de argentinos.
Los más altos dirigentes justicialistas han dicho que las elecciones no las ganará ningún candidato, sino que las va a ganar Perón, así como el Cid Campeador venció muerto una batalla.
Me pregunto, como se preguntan millones de argentinos, entonces, ¿quién va a gobernar en la Argentina? Y me lo pregunto al igual que millones de argentinos, porque todos recordamos muy bien lo que ocurrió cuando murió Perón. En ese momento se produjo una crisis de autoridad que ocasionó grandes daños al país. En esos años hubo quienes tomaron decisiones desacertadas, hubo quienes actuaron irresponsablemente, hubo quienes procedieron con buena voluntad y hubo quienes lo hicieron de manera criminal. Pero lo cierto es que sucedía algo más importante: nadie sabía realmente quién gobernaba, en verdad, a la Argentina. La crisis de autoridad creada por la muerte de Perón, al no poder ser resuelta por el partido gobernante, colocó a la Nación más allá de la voluntad, e incluso de la buena voluntad de los que deseaban fervientemente consolidar un gobierno popular al servicio del pueblo. Asistimos entonces a un caos económico, al desorden social y a la escalada de la violencia. El llamado Rodrigazo inauguró la hiperinflación y la especulación más desenfrenada. Esta inflación galopante, desatada en junio de 1975, implicó un despojo cotidiano sobre todos los salarios. La reacción justa e inevitable de los trabajadores ahondó un creciente desorden social.
Entretanto, la acción de las 3 A, desplegada con toda intensidad e impunidad, había suscitado un clima de violencia generalizada. Sobre este telón de fondo, en medio del caos económico y el desorden social, nos vimos envueltos en un juego enloquecido de terrorismo y represión que se fue ampliando de manera incontenible. Nadie podrá reprochar jamás al radicalismo haber echado leña al fuego en esos años de desorientación y crisis. El radicalismo no intentó aprovecharlos en su favor, sino que puso todo su esfuerzo para que se mantuvieran las instituciones de la República. Pero la crisis de autoridad suscitada por la muerte de Perón resultó inmanejable y tuvo consecuencias trágicas.
La más evidente, que todos sufrimos, fue la de ofrecer el pretexto esperado por las minorías del privilegio para provocar el golpe de 1976 y sumir a la Nación Argentina en el régimen más oprobioso de toda su historia. Vinieron con el pretexto de terminar con la especulación y desencadenaron una especulación gigantesca que desmanteló el aparato productivo del país, empobreció a la inmensa mayoría de los argentinos y enriqueció desmesuradamente a un minúsculo grupo de parásitos. Vinieron con el pretexto de evitar la cesación de pagos ante el extranjero y endeudaron al país en forma que nadie hubiera podido imaginar y sin dejar nada a cambio de una deuda inmensa. Vinieron con el pretexto de eliminar la corrupción y terminaron corrompiendo todo, hasta las palabras más sagradas y los juramentos más solemnes. Vinieron con el pretexto de restaurar la tranquilidad y se ocuparon de imponer el temor a la inmensa mayoría de los argentinos. Vinieron con el pretexto de instaurar el orden y acabar con la violencia y desataron una represión masiva, atroz e ilegal acarreando un drama tremendo para el país, cavando un foso de sangre deliberadamente impulsado por algunos grupos privilegiados, con el designio de enfrentar definitivamente a las Fuerzas Armadas con el pueblo argentino, a fin de entorpecer o impedir la viabilidad de cualquier futuro gobierno popular. Vinieron con el pretexto de imponer la paz e incitaron a la guerra, hasta que, usando las aspiraciones más legítimas y sentidas por todos los argentinos, se embarcaron irresponsablemente en el conflicto de las Malvinas.
Nadie puede imaginar que sea responsable de estas tragedias la masa de hombres y mujeres argentinos que creían en Perón. Por el contrario, ellos, como la inmensa mayoría de los argentinos, han sido las víctimas de tales males. Pero sería irresponsable no reconocer que la crisis de autoridad que siguió a la muerte de Perón desembocó en una situación inmanejable para el partido entonces gobernante. Así cundieron el desconcierto y el descreimiento y se dejó el campo libre para la aventura del régimen militar y los intereses espurios, de adentro y de afuera, que se encaramaron en el poder.
Es una lección amarga que los argentinos no podemos ni debemos olvidar porque sino las desgracias volverán a repetirse. Detrás de esa lección hay otra más profunda que tampoco deberemos olvidar. La crisis de autoridad que se vivió al morir Perón abrió una disputa por el poder en la que predominaron la prepotencia y la violencia. Pero con la prepotencia y la violencia no hay gobierno posible para el pueblo argentino: con ellas sólo se benefician los pequeños grupos que las manejan mientras casi todos los argentinos se perjudican. Peor aún: por ese camino corremos el peligro de quedarnos sin país.
Porque la violencia y la prepotencia son las que nos impiden construir. Es la prepotencia y la violencia alternativamente ejercida por unos y otros grupos minoritarios, ya sea la violencia física, económica, social, o política, la que nos obliga a comenzar siempre de nuevo, la que viene a destruir lo que a duras penas levantamos un día y nos fuerza a empezarlo otra vez al día siguiente. ¿Qué industria vamos a tener si cada dos o tres o cuatro años las fábricas se cierran y pasan otros tantos años para abrirlas otra vez y recomenzar casi de cero? ¿Qué sindicatos vamos a tener si los trabajadores se ven entorpecidos desde afuera o desde adentro para construirlos y perfeccionarlos a través del tiempo por su libre decisión, ejerciendo con pasión pero con tranquilidad la crítica que permite corregir errores y mejorar las cosas? ¿Qué educación vamos a tener si la intolerancia y la prepotencia llevan periódicamente a echar maestros y profesores, a cerrar aulas y laboratorios, a destruir una y otra vez en pocos días los que tanto trabajo y tantos años cuesta levantar en cada ocasión? Y así podríamos seguir con cada tema, con cada actividad. ¿Cómo nos vamos a quedar inermes ante los intereses extranjeros si destruyéndonos una y otra vez a nosotros mismos somos incapaces de fortalecernos?
(…)
La crisis de autoridad sólo será resuelta restableciendo la autoridad, es decir la capacidad para conciliar, la aptitud para convencer y no para vencer. Tendremos autoridad porque seremos capaces de convencer, porque estamos proponiendo lo que todos los argentinos sabemos que necesitamos: la paz y la tranquilidad de una convivencia en la que se respeten las discrepancias y en la que los esfuerzos para construir que hagamos cada día no sean destruidos mañana por la intolerancia y la violencia. Proponerse convencer sólo tiene sentido si estamos dispuestos también a que otros nos puedan convencer a nosotros, si aseguramos la libertad y la tolerancia entre los argentinos. Proclamamos estas ideas no sólo porque nos parecen mejores sino -y sobre todo- porque sabemos que constituyen el único método para que los argentinos nos pongamos a construir de una vez por todas nuestro futuro. Esto es, simplemente, la democracia.
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Nunca más permitiremos que un pequeño grupo de iluminados, con o sin uniforme, pretenda erigirse en salvadores de la patria, mandándonos y pretendiendo que obedezcamos sin chistar. Porque sabemos que sólo podremos levantarnos de estas ruinas que nos oprimen mediante el esfuerzo libre y voluntario de todos, mediante el trabajo oscuro y cotidiano de cada uno. Ningún obstáculo será insuperable frente a la voluntad inmensa de un pueblo que se pone a trabajar si cerramos definitivamente el camino a la prepotencia y la violencia y la destrucción con la que nos amenazan.
Estas ideas constituyen nuestra primera propuesta básica: que sea claro el método con el que vamos a construir nuestro propio futuro, el método de la libertad y de la democracia.
Nuestra segunda propuesta fundamental, además del método con el que actuaremos, señala el punto de partida del camino que nos propondremos recorrer: el de la justicia social. Es innecesario reiterar la gravedad de la situación actual del país, la peor de toda su historia. Pero sí es un deber de todos entender que hay quienes sufren más que otros. Nuestro punto de partida, que sabemos compartido por la inmensa mayoría de los argentinos, apela a un formidable esfuerzo de solidaridad y fraternidad con los que están más desamparados, con los que más necesitan entre todos los que necesitan. Vamos a construir el futuro de la Argentina y comenzaremos por construirlo ya mismo para quienes menos tienen.
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Y ahí no habrá ninguna antinomia, porque es falso que las haya, como son falsas las acusaciones que imprudentemente algunos lanzaron. No habrá radicales ni antiradicales, ni peronistas ni antiperonistas cuando se trate de terminar con los manejos de la patria financiera, con la especulación de un grupo parasitario enriquecido a costa de la miseria de los que producen y trabajan. No habrá radicales ni antiradicales, ni peronistas ni antiperonistas cuando haya que impedir cualquier loca aventura militar que pretenda dar un nuevo golpe.
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Una nación es una voluntad viviente y, al igual que los hombres, se templa con las desgracias. Las desgracias que sufrimos nos han templado y ese temple es indispensable para sobrellevar las dificultades que deberemos superar. ¡Y las vamos a superar!
Tenemos el inmenso privilegio, entre los países del mundo, de disponer de un territorio extenso y lleno de posibilidades que esperan ser explotadas. Frente a un pueblo que despliegue con vigor su capacidad de trabajo y vaya construyendo piedra sobre piedra su futuro, impidiendo que nadie, nunca más, venga a destruir lo que vaya haciendo, no hay dificultad que no pueda superarse. Este es nuestro propósito, ésa es la voluntad en que nos empeñaremos todos los argentinos, ése será nuestro gobierno.
Y el símbolo que coronará nuestros esfuerzos, que expresará mejor que ningún otro la autoridad, la paz, la tolerancia, la continuidad del trabajo fructífero de la Nación, lo veremos dentro de seis años cuando entreguemos las instituciones intactas, la banda y el bastón de presidente a quien el pueblo argentino haya elegido libre y voluntariamente.
(Fuente: www.elhistoriador.com.ar)