El 24 de octubre de 1929, al mediodía, una bomba de tiempo estalló en Nueva York. Los activos que circulaban en la Bolsa de Valores se desplomaron abruptamente y, de un minuto a otro, estallaron por los aires las promesas de prosperidad de los “optimistas y desenfrenados años locos” de la década de 1920. En aquella jornada casi trece millones de acciones cambiaron de manos. Al caer la noche de ese fatídico día para el orden capitalista mundial, al menos once financistas se habían suicidado, algunos arrojándose desde lo alto de los monumentales edificios neoyorquinos.
El crack de 1929 en Estados Unidos y la consecuente crisis económica que desató, afectó de manera formidable a toda la economía mundial. Pero su alcance excedió el ámbito estrictamente económico: vista la dimensión del colapso financiero, se derrumbaron también las seguridades y certezas de una sociedad optimista y arrogante, que hasta entonces se presentaba como el ejemplo inmejorable de las posibilidades que puede brindar el capitalismo. Las consecuencias sociales de la crisis que aquí recordamos con palabras del humorista Groucho Marx fueron dramáticas: tres años más tarde, la producción industrial norteamericana había descendido en un 50%, las empresas no podían renovar sus viejas máquinas, el sistema bancario se derrumbó con la quiebra de más de 10.000 bancos, la desocupación pasó de 4 millones en 1929 a 13 millones en 1930 representando el 25% de la masa laboral.
En varios países, los efectos de la crisis ayudaron a activar intensos conflictos políticos. Si en el caso argentino contribuyó a desacreditar al gobierno de Hipólito Yrigoyen, en Alemania dio impulso al ascenso de Hitler. En la poscrisis, nada sería igual. El capitalismo mundial se reestructuraba con la creciente intervención de los estados en la organización de las economías. El mundo se preparaba para dar lugar a aquellas ideas que cuestionaban el anterior ideario económico liberal: surgía así el keynesianismo.
El humorista Groucho Marx -aquel del célebre “estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”- recordaba con estas palabras su participación en el boom especulativo que lo llevaría tras la crisis a perder 240.000 dólares (o ciento veinte semanas de trabajo).
(Fuente: Groucho Marx, Groucho y yo, Barcelona, Tusquets, 1995, págs. 169-177.
De cómo fui protagonista de las locuras de 1929)
Muy pronto un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercado de valores. […] Constituyó una sorpresa muy agradable descubrir que era un negociante muy astuto. […] Todo lo que compraba aumentaba de valor. […] Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una acción a treinta cuando se sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su valor.
Mi sueldo semanal en Los cuatro locos era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. […] Aceptaba de todo el mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos días.
Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El ascensorista me reconoció y dijo:
-Hace un ratito han subido dos individuos, señor Marx, ¿sabe? Peces gordos, de verdad. […] Hablaban del mercado de valores y, créame, amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. […] Oí que uno de los individuos decía al otro: "Ponga todo el dinero que pueda obtener en United Corporation". […]
Le di cinco dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le informé inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me había tropezado en el ascensor. Harpo acaba de desayunar y todavía iba en batín.
-En el vestíbulo de este hotel están las oficinas de un agente de Bolsa –dijo. Espera a que me vista y correremos a comprar estas acciones…
-Harpo -dije-, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez enteros!
De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su batín, corrimos hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamén compramos acciones de United Corporation por valor de ciento sesenta mil dólares, con una garantía del veinticinco por ciento.
Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929 y que no estén familiarizados con Wall Street, permítanme explicar lo que significa esa garantía del veinticinco por ciento. Por ejemplo, si uno compraba ochenta mil dólares de acciones, sólo tenía que pagar en efectivo veinte mil. El resto se le quedaba a deber al agente. Era como robar dinero. […]
El mercado siguió subiendo y subiendo. […] Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola acción. La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hablé a mi agente acerca de este fenómeno especulativo.
-No sé gran cosa sobre Wall Street -empecé a decir en son de disculpa- pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?
Por encima de mi cabeza, miró a una nueva víctima que acababa de entrar en su despacho y dijo:
-Señor Marx, […] lo que usted no sabe respecto a las acciones serviría para llenar un libro. […] Éste ha cesado de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane.
Con cierto cansancio pregunté:
-¿Cree que es una buena compra?
-No hay otra mejor -me contestó-. Si hay algo que todos hemos de usar son las tuberías.
[…]
-Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, serán trescientas.
Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba seguro de que iba doblar su valor en pocos meses. […] Muchas de las agencias de Bolsa tenían más público que la mayoría de los teatros de Broadway.
Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. […] El fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios -y en muchos casos sus ahorros de toda la vida- en Wall Street. […]
De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que sube debe bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. […]
Un día concreto, el mercado comenzó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos fueron presas del pánico. […] Todo el mundo quiso vender. […] Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando garantías adicionales. […] Desdichadamente, todavía me quedaba dinero en el Banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente para cubrir las garantías que desaparecían rápidamente. Luego, […] Wall Street lanzó la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por entonces todo el país estaba llorando.
Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron doscientos cuarenta mil dólares (o ciento veinte semanas de trabajo, a dos mil por semana). Hubiese perdido más pero era todo el dinero que tenía. […] Creo que el único motivo por el que seguí viviendo fue el convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra especie, prefiere la compañía.
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Fuente: www.elhistoriador.com.ar