Hace treinta años los argentinos elegíamos otra vez libremente a un gobierno, después de la trágica experiencia del terrorismo de Estado. Una ola de entusiasmo democrático recorría las calles y las plazas. Las públicas revelaciones del horror dictatorial encendían la indignación popular y conformaban el piso de una voluntad colectiva de no regresar nunca más a esa penosa circunstancia. Sin embargo, junto a ese lado luminoso de aquella primavera, empezábamos a convivir con la herencia histórica de la dictadura. Era una herencia que unía la criminalidad estatal con una profunda reestructuración económica, social y cultural de nuestro país: la desindustrialización de la economía, el fortalecimiento de los grupos financieros, la pauperización y el abandono social de grandes masas de personas, el debilitamiento de la clase trabajadora y de sus organizaciones sindicales constituían el marco en el que recuperábamos la democracia política. La idea misma de Estado era pensada con desconfianza y temor después de su empleo como maquinaria de persecución y muerte.
Excepcional como fue desde sus prácticas terroristas, la dictadura se inscribió, sin embargo, en un movimiento de época. El tiempo de su ascenso al poder coincidió con los albores de una gran revolución mundial del capitalismo; Thatcher, primero, y luego Reagan inauguraban en sus poderosos países la era de la ofensiva total contra los Estados sociales a los que se situaba como chivos expiatorios de la crisis de mediados de los ’70. Era la primera etapa del avance del neoliberalismo sobre esa construcción histórica que fueron las sociedades industrial-salariales, edificadas mundialmente a la salida de la Segunda Guerra Mundial como alternativa a la utopía de los mercados autorregulados que desembocó en la crisis de los años ’30. La adaptación de nuestra sociedad a las demandas específicas de ese nuevo mundo en cierne fue el sentido mismo del terror de esos años: no solamente había que modificar estructuras y sistemas, era necesario clausurar memorias de lucha, producir un duradero escarmiento sobre aquellos actores sociales que habían crecido en la anterior etapa, desde la resistencia peronista hasta el Cordobazo.
Nuestra democracia fue, a la vez, una gran esperanza y el emergente de una profunda derrota histórica. Nació bajo el signo de una gran crisis regional, la llamada “crisis de la deuda” (desencadenada por el default de México) que era la acabada expresión de los nuevos vientos de la época, de la expansión del poder financiero, del debilitamiento de los Estados nacionales, del papel que crecientemente adoptarían los organismos internacionales de crédito. Nació, además, en una época de visible declive de las corrientes ideológicas transformadoras, lo que en los países de nuestra región se fundía con el balance trágico de nuestra experiencia de lucha en los años setenta. El dirigente chileno Carlos Ominami llamó “psicología del sobreviviente” a esa sensación de frustración y culpa que acompañaba a quienes habían protagonizado, aun en formas diferentes, aquella experiencia revolucionaria. Esa combinación de ofensiva neoliberal y neoconservadora, reflujo del pensamiento crítico y conciencia de la dura derrota de la década anterior, constituyó el límite político de nuestra recién recuperada democracia. Ese fue el marco que condicionó la voluntad reformista de Alfonsín y su gobierno en sus primeros tiempos y que alentó a las fuerzas que lograron primero neutralizar sus intentos de cambio y después arrinconarlo y desestabilizarlo hasta lograr su renuncia anticipada.
El año 1989 es, entre nosotros, el de la crisis hiperinflacionaria y el del segundo ciclo de gobierno democrático. Es también el de la caída del Muro de Berlín y el comienzo del fin de la Unión Soviética. Estamos ya en la época del cenit del neoliberalismo, devenido en sentido común de la sociedad global, a tal punto que un distinguido elenco del pensamiento de las izquierdas comenzaría a festejar a lo largo y ancho del mundo la nueva era del fin de los relatos ideológicos como entrada a una civilización más democrática y más libre. Es el fin de la Guerra Fría y el comienzo del nuevo orden mundial de Bush padre, que se exhibiría triunfal ante el mundo con la primera guerra contra Irak. El menemismo es el nombre de esa etapa de nuestro treintenio democrático. Fue la regresión en toda la línea de los tímidos y contradictorios avances de la etapa anterior. Lo fue en aplicación sin matices de las recomendaciones del Consenso de Washington: apertura financiera, desregulación, privatización, garantías inéditas para el capital, “modernización” de las relaciones laborales, entre otras. Lo fue en su alineamiento incondicional con la principal potencia mundial y en el abandono de las posiciones soberanas fijadas por Alfonsín, al punto de participar en la mencionada guerra inaugural del nuevo orden unipolar. Lo fue también en materia de la relación con los crímenes de la dictadura a través del indulto a sus máximos promotores y ejecutores. El período de De la Rúa al frente del gobierno de la Alianza no entrañaría otra novedad más que la continuidad de esa política y el acelerado derrumbe nacional que precipitó.
Tampoco los acontecimientos que siguieron a aquel trágico diciembre de 2001 pueden pensarse al margen de nuevos procesos mundiales, mal que nos pese a los argentinos en nuestra permanente pretensión de originalidad y excepcionalidad. Forman parte de un proceso de crisis de ese paradigma del capitalismo mundial que nacía cuando la última dictadura cívico-militar usurpaba el gobierno. Su manifestación fueron las crisis locales de fin del siglo pasado y comienzos del actual en México, el sudeste asiático, Rusia, Brasil, hasta llegar a nuestro propio colapso. Con el tiempo, sabríamos que no se trataba de episodios aislados, sino de expresiones de una crisis global que hoy recorre buena parte del mundo del capitalismo desarrollado. La época del neoliberalismo no ha llegado, ciertamente, a su final, como demuestra la actual escena europea en la que los responsables del derrumbe se erigen como árbitros de la situación y como sus principales beneficiarios. Sin embargo, el mundo ha cambiado mucho desde la época de oro neoliberal. Hay nuevos actores globales y nuevos reagrupamientos regionales. Se debilita la capacidad imperial de los Estados Unidos, como lo demuestran sus actuales dificultades para pilotear con su propio enfoque la salida de la crisis siria. Surgen en el sur de nuestro continente un conjunto de experiencias políticas heterogéneas entre sí, pero con el signo común de la exploración de caminos alternativos al neoliberalismo. El kirchnerismo es el nombre de esta etapa en la Argentina y su suerte está fuertemente entrelazada con la suerte del proceso regional en su conjunto.
En medio de tantas peripecias atravesadas durante estos treinta años, resulta interesante preguntarnos por la significación de la continuidad de nuestra democracia. Acaso el saldo principal de este período sea que está instalado entre no-sotros el imaginario democrático. Lo está en la noción de que la soberanía popular es la única fuente legítima de poder, en el reconocimiento de la primacía de la ley y en la condición igualitaria de todos, en su condición de ciudadanos. Esto no quiere decir que la democracia no tenga adversarios conscientes ni deje de tener que vérselas con la indiferencia antipolítica: significa simplemente que el lenguaje democrático es el único que circula legítimamente. Es decir que aún quienes descreen de ese lenguaje se ven obligados a adoptarlo para hablar en la esfera pública. El igualitarismo democrático es, desde que surgió a fines del siglo XVIII con la Revolución Francesa, un poderoso factor de movilización política y social de la sociedad. Tocqueville, ese gran pensador del siglo XIX francés, sostenía que sería difícil mantener a la igualdad confinada al territorio de la relación de los ciudadanos con la ley; poco a poco, sostenía, se extendería a todos los dominios de la vida social.
En los flujos y reflujos de este tramo de nuestra historia, los argentinos hemos conquistado y preservado la vigencia del lenguaje democrático. El imaginario igualitario de la democracia ha sobrevivido las circunstancias más críticas. Casi simultáneamente al aniversario de la elección de 1983, los argentinos hemos accedido a la plena vigencia de la ley que democratiza los servicios de comunicación audiovisuales. Lo hemos logrado a través de un fallo que cierra un trámite judicial de una extensión que solamente se explica por el poder fáctico del grupo empresario que lo impulsó pero que, a la vez abre un nuevo y trascendente capítulo del debate de ideas. Es el debate que se pregunta sobre la esencia del régimen democrático; sobre las relaciones del ethos democrático con el mundo empresario. La mayoría de la Corte Suprema ha afirmado y argumentado que los monopolios son repugnantes a la democracia. Dijo el juez Zaffaroni en su pronunciamiento sobre la ley cuya constitucionalidad era cuestionada: “Ningún Estado responsable puede permitir que la configuración cultural de su pueblo quede en manos de monopolios u oligopolios”. La frase sirve de homenaje, a la vez que de horizonte programático, a nuestra treintañera democracia.
(Diario Página 12, domingo 3 de noviembre de 2013)