ARGENTINA / Negocios reñidos con la ley y comisarías en llamas / Escribe: Ricardo Ragendorfer






¿Las únicas comisarías que iluminan son las que arden? Sólo entre el 25 y el 30 de octubre, tres sedes policiales –una en Córdoba y las restantes en la provincia de Buenos Aires– fueron incendiadas por familiares y vecinos de personas que perdieron la vida en circunstancias al parecer no ajenas al accionar de los uniformados.

En la localidad cordobesa de Capilla del Monte, el ataque se produjo luego de que en un calabozo apareciera "suicidado" Pablo Reyna, de 17 años, quien se había negado a robar por cuenta de sus captores. En la localidad bonaerense de Villa Celina, el ataque se produjo luego del asesinato de José Barrientos, de 23 años, durante un asalto cometido por presuntos efectivos de dicha seccional. Y en la localidad de San Martín, del partido de José León Suárez, la comisaría 4ª entró en combustión tras la muerte de Enzo Ledesma, de 13 años, en manos de un pequeño distribuidor de cocaína protegido por sus oficiales. Lo notable es que este último hecho, atribuido inicialmente a un enfrentamiento armado entre bandas rivales de narcos, reverdeció en ciertos observadores –entre los cuales resaltan comunicadores, dirigentes políticos y hasta choferes de taxis– la certeza sobre la inexorable cartelización del país.


Históricamente, semejante diagnóstico supo ya ser esgrimido por Mauricio Macri, quien a fines de 2010 no dudó en atribuir tal fenómeno a la "inmigración descontrolada de los países limítrofes". No menos alarmado, Eduardo Duhalde reclamó en su momento la intervención del Ejército, sin ocultar su gran entusiasmo por el ejemplo del ex presidente mexicano Felipe Calderón, cuya declaración de guerra al narcotráfico ha cosechado durante su sexenio unos 60 mil muertos. En cambio, su esposa, la ex senadora Hilda González de Duhalde, solía mostrarse más contemporizadora y, a través de un proyecto de ley, propuso declarar durante dos años la emergencia en materia de seguridad, la cual –según su autora– contempla "la construcción de cárceles e instituciones para contener a los jóvenes en riesgo (léase: pibes adictos al paco), quienes requieren un tratamiento preferencial para lograr su reinserción social". También exigía la aplicación de un sistema nacional de vigilancia aeroespacial consistente en "radarizar el cielo con la colaboración de la Fuerza Aérea". No obstante, a raíz del resonante affaire que involucró a los hijos de los brigadieres José Antonio Juliá y José Miret, en complicidad con altos mandos de la Aeronáutica, la señora Chiche optaría por soslayar el papel de aquella fuerza en la cuestión. Pero nada de lo expuesto resultó tan audaz y prometedor como el proyecto legislativo –ideado originalmente por el diputado del PRO, Julián Obiglio– tendiente a implementar el derribo de aviones sospechosos.

Una de las claves del problema, sin embargo, se encuentra muy por debajo de los cielos. Más allá de su presente auge en las tapas de los diarios, el papel gerencial de las agencias policiales argentinas en el negocio de las drogas constituye una tradición nacional. Basta recordar la escandalosa disolución en la Bonaerense del área de Narcotráfico a mediados de 1996, tras una cámara oculta de Telenoche que mostraba a uno de sus jefes –el comisario Roberto Calzolaio– en tratativas comerciales con distribuidores de cocaína en Quilmes. El caso probó que los dividendos del asunto subían hasta la máxima autoridad de la Maldita Policía, Pedro Klodczyk, y que desde su escritorio un porcentaje era desviado hacia los bolsillos de ciertos actores del poder político y judicial.


Ahora, a 17 años de ello, la historia se repite o, mejor dicho, se propaga como una enorme mancha venenosa: Santa Fe y Córdoba.

En la provincia gobernada por el socialista Antonio Bonfatti –cuyo hogar acaba de ser debidamente baleado–, el comisario general Hugo Tognoli tuvo el embarazoso mérito de haber sido el primer jefe en funciones de una fuerza de seguridad que terminó tras las rejas; la razón: su afinidad con redes de narcos y proxenetas. En la provincia gobernada por el justicialista José Manuel de la Sota, la denuncia televisiva de un soplón "arrepentido" provocó el arresto del mismísimo titular de la División de Drogas Peligrosas junto a su plana mayor, además del supuesto suicidio de un colaborador, el desplazamiento del jefe de la Policía y la renuncia del ministro de Seguridad; la razón: proteger redes de traficantes y armar causas a inocentes. Un estilo de trabajo que impera en todo el territorio nacional. Lo notable es que justamente con tales agentes de la ley se pretende dar batalla al delito, en consonancia con los actuales paradigmas de lucha asumidos por los estados del continente contra las corporaciones del crimen organizado.


Ya se sabe que, desde la noche de los tiempos, todas las agencias policiales del país hicieron de las cajas ilegales su sistema de sobrevivencia. Mediante "arreglos", extorsiones, impuestos, peajes y tarifas o, lisa y llanamente, a través de la complicidad directa, los uniformados participan de un diversificado mercado de asuntos, siendo los más lucrativos la piratería del asfalto, los desarmaderos, los secuestros extorsivos, la concesión de "zonas liberadas" para cometer asaltos y, desde luego, el tráfico de drogas.

Visto desde un ángulo algo perverso, someter las actividades del crimen organizado bajo las leyes de la recaudación policial no deja de ser un modo eficaz de graduar con racionalidad administrativa los niveles de la violencia urbana. Aunque, claro, dicho recurso posee sus contraindicaciones: en algunas coyunturas, ciertos negocios reñidos con la ley –en virtud al crecimiento cuantitativo de sus actores y a la naturaleza ruidosa de sus actos– supera con creces la capacidad policial de regulación y control. Prueba de ello son, ahora, las comisarías en llamas.

(Diario Tiempo Argentino, sábado 2 de noviembre de 2013)

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