“¡Sea la América para la humanidad!”, exclamaba Roque Sáenz Peña, durante una de las sesiones de la Primera Conferencia Panamericana, comenzada en 1889 en Washington. Y la expresión de quien dos décadas más tarde sería presidente argentino no iba en otro sentido que el de chocar de punta con aquella otra frase recordada, “Sea América para los Americanos”, que representaba las aspiraciones estadounidenses de hacer de sus hermanos del continente su propio “patio trasero”. Entonces, en ocasión de refutar aquella tesis que sintetizó la Doctrina Monroe, Sáenz Peña decía: “La América para los americanos, quiere decir en romance: la América para los yankees, que suponen ser destinados manifiestamente a dominar todo el continente”.
Acompañado por Vicente G. Quesada y Manuel Quintana, Sáenz Peña representó al país en aquellos cónclaves diplomáticos realizados en la capital estadounidense desde fines de 1889 hasta abril de 1890. La iniciativa corría por cuenta del país anfitrión, cuyos delegados realizaron un denodado esfuerzo por lograr la conformación de una Unión Aduanera Americana, al estilo de la unión europea, conocida como ‘Zollverein’, y para crear una moneda común continental. Pero entonces, Argentina decidió preservar sus intereses vinculados al comercio con el viejo mundo, especialmente con Gran Bretaña, antes que aventurarse en un proyecto impulsado por una economía que era más competitiva que complementaria, pues ambas eran grandes productores agropecuarios mundiales.
La reacción argentina durante las sesiones de la Conferencia, enseñando un ocasional “antiimperialismo”, fue la de oponerse a todo lo que propusieran los delegados estadounidenses, cosa que lograron con gran efectividad, pues fue un rotundo fracaso. En esta ocasión, presentamos fragmentos de uno de los discursos más recordados de Roque Sáenz Peña, pronunciado el 15 de marzo de 1890, en el cual hizo gala del librecambismo argentino que beneficiaba a Europa para rechazar el librecambismo que iba a beneficiar a Estados Unidos.
(Fuente: Sáenz Peña Roque, Derecho público americano. Escritos y discursos, Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Presidencia Nacional, 1905).
Discurso de Roque Sáenz Peña, “El Zollverein Americano”. Pronunciado en el marco de la Primera Conferencia Panamericana, en Washington, Sesión del 15 de marzo de 1890.
Señor Presidente. Señores Plenipotenciarios.
Como miembro de la Comisión encargada de estudiar el pensamiento de una Unión Aduanera entre las Naciones de América, debo exponer a la Honorable Conferencia, las razones determinantes de mi voto, en contra de la Liga que hemos sido invitados a considerar.
Los delegados argentinos asistimos a la discusión de esta materia, libre de preocupaciones y exentos de reservas; el comercio no las necesita, antes al contrario las rechaza, porque en el juego lícito de los negocios, la franqueza representa una buena parte de la probidad.
Tampoco nos amina el sentimiento de una defensa inmoderada, si bien no debo disimular mi desacuerdo con algunos errores dominantes sobre nuestros países, errores de que me he apercibido con pesar, aunque me los explico sin esfuerzo; la verdad es que nos conocemos poco; las repúblicas del norte han vivido incomunicadas con el sud del continente y las naciones de la América Central, absorbidas como las nuestras en la labor orgánica de sus instituciones, no han cultivado vínculos más íntimos y estrechos; en este desenvolvimiento fragmentario y autónomo de las tres zonas de América, los Estados Unidos se han impuesto a la observación del mundo, por la notoriedad de su grandeza y por la sabiduría de sus ejemplos; los pueblos que no han alcanzado espectabilidad tan prominente están sujetos a confusiones lamentables, a errores tal vez involuntarios como los que han hecho decir a un senador de esta nación, que “los Estados Hispanoamericanos comenzarían por entregar la llave de su comercio y concluirían olvidando la de su política”.
Empiezo por declarar que no conozco la llave de los mercados argentinos, tal vez porque no tienen ninguna, porque carecen de todo instrumento de clausura, de todo engranaje monopolizador o prohibitivo; hemos vivido con las aduanas abiertas al comercio del mundo, francos nuestros ríos para todas las banderas, libres las industrias que invitan con sus provechos al trabajo del hombre, y libre, ante todo, el hombre mismo, que se incorpora a nuestra vida nacional, defendido en su persona bajo la garantía del habeas corpus, respetado en su consciencia por la más amplia tolerancia religiosa, y amparado en sus derechos por el principio de la igualdad civil para nacionales y extranjeros; pero las declaraciones que avanzábamos ayer, cuando recién nos desprendíamos de la corona de España y ya anunciábamos en 1813, que no había esclavos en el suelo argentino, ni las libertades que proclamamos hoy, con la conciencia de nuestra individualidad nacional, constituyen un peligro para la seguridad de los Estados; atestígualo la historia de nuestras autonomías y lo comprobarán los tiempos venideros, saludando en la plenitud de sus derechos, a las mismas naciones que han venido a discutir sus intereses materiales, sin duda porque sus destinos políticos, se encontraban bien trazados por la espada de tres próceres que hoy comparten el dominio de la inmortalidad.
El cambio mutuo de productos inertes y las corrientes humanas constituidas por inmigraciones provechosas, que no han sido registradas sino alentadas por nuestros gobiernos, mal pueden considerarse como factores inquietantes para las soberanías firmemente consolidadas; el producto busca el consumo sin ocuparse de hegemonías o de supremacías como el inmigrante procura el bienestar y la fortuna, sin aspirar a la acción dirigente del gobierno político; así se explica que lo recibamos con hospitalidad, sin desconfianzas, brindándole no sólo los instrumentos de trabajo, sino también la propiedad de la tierra que ha de formar su patrimonio y que le permite confundirse con nuestros nacionales en el gobierno de los municipios donde representa intereses labrados por la riqueza de nuestro propio suelo.
Como el inmigrante es nuestro amigo, como sus hijos son nuestros conciudadanos, el comercio internacional es nuestro aliado en la movilización de la riqueza; amistad, comercio, riqueza, ciudadanía, son términos excluyentes de estos peligros quiméricos que hubieran detenido infaustamente el desarrollo de los pueblos de América; y si necesitáramos ejemplos tranquilizadores para nuestras prácticas, los encontraríamos una vez más, en la nación que benévolamente nos hospeda; la inmigración fue para ella un elemento de grandeza, y la naturalización, un jugo fuerte de avulsiones proficuas; nosotros procedemos con su propia nacionalidad y sin incitarlo al cambio por actos restrictivos de su condición jurídica, esperamos una ciudadanía elaborada por las leyes naturales de la generación; el conjunto asimilado es menos denso.
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La Delegación en cuyo nombre tengo el honor de hablar, se ha ocupado de las cuestiones económicas que fue invitada a discutir, no sin haber antes presentado con sus amigos del Brasil, soluciones meditadas que tienden a preservar la tranquilidad del continente, levantando el derecho sobre la fuerza, y la seguridad mutua contra la desconfianza armada que hoy debilita los tesoros de la Europa, manteniendo rivalidades azarosas, que no quisiéramos ver en la familia de los pueblos de América…
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Ojalá nos fuera dado resolver, bajo la misma inspiración, las cuestiones que afectan al movimiento económico de nuestras repúblicas.
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No basta, pues, que nosotros nos saludemos como amigos, y nos estrechemos como hermanos, para desviar o comunicar corrientes que no está en nuestra mano dirigir. Habríamos firmado acuerdos cordiales y amistosos, refrendados no lo dudo, por la sinceridad, pero desautorizados en un provenir no remoto por la acción misma de las fuerzas que tratáramos de encadenar a nuestros actos; no llegará nunca la convención humana a dominar la intensidad o la dirección de estas corrientes, formadas por la producción y el intercambio, alimentadas como están por egoísmos invencibles, por actividades perseverantes, por energías autonómicas y propias; la producción obedece a los decretos de la naturaleza, como el intercambio es obra de la necesidad, de la conveniencia y del provecho; cuando la acción del Estado ha querido violentar la resultante de estas fuerzas, se ha hecho sentir generalmente como síntoma de perturbación, y los gobiernos coaligados para conjurarla.
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Las cuestiones aduaneras preocupan en nuestros días a la Europa y a la América y las naciones de este continente harían bien en considerar con observación y con estudio los problemas que se agitan del otro lado del Atlántico; no sólo porque se discuten nuestras mismas cuestiones, sino porque la Europa nos ofrece una enseñanza empírica a la vez que científica; la Alemania parece dispuesta a renunciar a sus tratados de comercio, y se le atribuye el pensamiento de un ‘Zollverein’ formando de la Europa central, que daría origen a complicaciones económicas de incierta solución; la Francia vacila entre la continuación o la denuncia de los suyos que vencen el ’92, e independientemente de la importancia que ellos tienen con relación al Tratado de Frankfort, el gabinete considera este problema de gravedad tan trascendente que procura en estos momentos un plebiscito de comercio y de la industria, sometiendo a una consulta la ruta que debe seguirse.
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Estas otras consultas han sido recientemente dirigidas a los centros que representan el comercio; y a la vez que el ministerio se preocupa de inquirir el sentimiento dominante, la Cámara de Diputados ha nombrado una comisión aduanera compuesta de 50 miembros, que debe pronunciarse sobre tan grave asunto; puede anticiparse sin embargo, que la requisición ministerial será contradictoria cuando menos; donde la voz y el voto del productor de la materia prima pueda hacerse sentir, se ha de estar por las tarifas autónomas y por los fuertes derechos a la importación; donde se haga escuchar el gremio manufacturero, la solución ha de inclinarse a la libertad del comercio o a la monetarización de las tarifas, que le permitan trabajar con materias libres y baratas, que habiliten el artículo para la concurrencia, dentro y fuera del mercado nacional; el interés del productor lo lleva a los sistemas restrictivos, el del manufacturero a la libertad de los cambios; es pues difícil proteger al uno sin perjudicar al otro; y cuando se opta por proteger a los dos, el nudo se corta pero no se desata; es el consumidor el que soporta la doble protección y si es fácil someterlo y hasta resignarlo en el mercado nacional, se ha de defender y rebelar en el suelo extranjero de concurrencia libre. Yo no he formado la resolución de pronunciarme sobre esta lucha histórica de las dos escuelas: paréceme sin embargo que la victoria la disputa con éxito el libre cambio y que los productores de la materia prima necesitarán esfuerzos poderosos para justificar el ataque que se llevaría sobre la industria manufacturera de la Francia.
Las naciones de América debieran reconocer a este problema, la importancia que le acuerda la Europa; parece, sin embargo, que caminamos con más velocidad; hemos traído instrucciones para discutir un ‘Zollverein’ y aventurado me parece que en tres sesiones de la Comisión, se pueda aconsejar temperamentos que importan un tercer sistema entre la protección y el libre cambio.
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No es un misterio para nadie, que la naciones de América sostienen y desenvuelven su comercio de sus relaciones con la Europa; el fenómeno económico se explica naturalmente y si esfuerzo; nuestras riquezas las forman los productos del suelo, y si hay en el continente un mercado que es manufacturero a la vez, él debe merecernos consideraciones especiales, que tendré la satisfacción de dedicarle; pero es lógico, forzoso, inevitable, que los países productores de frutos naturales o de materia prima, busquen y procuren los mercados fabriles, y especialmente aquellos que los reciben libremente.
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El comercio recíproco de nuestros pueblos se desenvolverá pesadamente, sin el contacto del mercado productor con el manufacturero, ese es precisamente el intercambio con sus formas propias y acentuadas entre lo viejo y el nuevo mundo…
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Y todo lo que tienda a ligar mercados similares en la producción, será estéril, cuando no pernicioso; estas consideraciones que son tan rudimentarias en la economía política, que casi podría haberme eximido de enunciarlas, por su misma vulgaridad, nos demuestran con evidencia, que un pacto continental sería innecesario cuando menos, a la mayoría de los países hispanoamericanos; asegurar el libre cambio entre mercados que no se cambian nada, sería lujo de utopía y ejemplo de esterilidad; yo estoy muy lejos de combatir el libre cambio, resisto sólo las declaraciones suntuosas que serían tan desfavorables como improficuas al comercio de América.
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¿Cómo llegaríamos a un acuerdo entre las dos escuelas y las dos tendencias que se acentúan en conclusiones extremas? ¿Nuestras aduanas que gravan la importación de una forma moderada y en cuanto lo imponen las exigencias de la vida nacional, querrían someterse a los regímenes proteccionistas que habrían de extenderse sobre todo nuestro continente? ¿O es el proteccionismo el que ha de ceder el paso a las facilidades del comercio y a la liberalidad de las tarifas?
Nuestros pueblos que viven de la exportación de sus riquezas naturales, que no han resuelto el problema de transformarse en fabriles, porque tiene mucho que discutir esa materia, estarían menos dispuestos a convertirse al proteccionismo, aceptando tarifas que pudieran exceder las necesidades de la renta, sin proteger a nadie y perjudicando a todos.
¿Modificaría las suyas los Estados Unidos?
Pudiera pensarse que sí, por cuanto nos han propuesto la discusión de esta materia; pero si hubieran estado dispuestos a aceptar la supresión de las aduanas entre los Estados del Zolverrein y a una reforma arancelaria con las naciones no incluidas en la Liga, la última de estas conclusiones nos habría dado por sí sola el éxito que perseguimos; cuando se haya levantado la protección al productor de la materia prima, de modo que el fabricante trabaje con valores idénticos a los que circulan en el resto del mundo, cuando la ley aduanera abarate los consumos accesorios de las manufacturas, éstas saldrán armadas para la concurrencia, habrán dominado el Continente, y la Europa les habrá cedido el puesto, sin guerra de derechos diferenciales, sin agresiones enojosas, sin confederaciones ni pactos aleatorios; el comercio no debemos buscarlo combatiendo los artículos de producción barata, sino abaratando los de producción cara, para que ellos aumenten el consumo, poniéndose al alcance del mayor número y consultando el interés de la colectividad.
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v Yo deploro haberme extendido sobre materia que se vuelve espinosa, pero el dictamen de la mayoría nos trae a este terreno y no podemos eludirlo. La respuesta de los Estados Unidos ha sido terminante para el gobierno argentino; ella seguirá favoreciendo las importaciones de Oceanía y del Sud del África, no obstante la liberalidad de nuestras leyes que le han permitido duplicar su comercio con relación al nuestro; se explica pues que la Delegación en cuyo nombre tengo el honor de hablar, no cuente con abrir puertas que le han sido firmemente cerradas; ella se limita a declarar que sus aduanas continuarán inalterables y francas para este continente, como para el resto del mundo, agregando en cumplimiento de sus instrucciones que no rechaza la posibilidad de hacer tratados, si bien se abstiene de recomendarlos, porque no son consejos los que el comerciante necesita.
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He terminado mis deberes oficiales. Permítaseme ahora una declaración personalísima: no se mire, en lo que he expuesto, sino consideraciones de fraternal afecto para todos los pueblos y gobiernos de este continente; si alguien ha creído ver debilitados en mi espíritu aquellos sentimientos, debe convencerse de su error; no me faltan afecciones ni amor para la América, me faltan desconfianzas e ingratitud para la Europa; yo no olvido que allí se encuentra España, nuestra madre, contemplando con francos regocijos el desenvolvimiento de sus viejos dominios, bajo la acción de pueblos generosos y viriles que heredaron su sangre; que allí está la Italia, nuestra amiga; aquí la Francia, nuestra hermana, que ilumina con efigie de Diosa las aguas de Nueva York, rielando el continente libre por excelencia
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El siglo XIX nos ha dado posesión de nuestros derechos políticos, confirmando los que trajo nuestra hermana mayor, después de luchas dignas de su soberanía; que el siglo de la América, como ha dado en llamarse al siglo XX, contemple nuestros cambios francos con todos los pueblos de la tierra.
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¡Sea la América para la humanidad!
(Fuente: www.elhistoriador.com.ar)