ARGENTINA / La nación devastada / Escribe: Horacio González






No era imaginable ni lo podíamos imaginar. Si la teoría de los dos demonios, o las hipótesis sobre el "espejo invertido", aún perdura, es porque el pensamiento es perezoso. Nadie ignora que ante las fuerzas del Estado había insurrectos, hombres y mujeres armados, munidos de razonamientos de época sobre el poder y la violencia. Pero el Estado reaccionó deshaciendo la nación, organizando ordalías sanguinarias, proponiendo un nuevo goce sobre los cuerpos, crucificándolos en el anonimato y la expropiación de su ser último, cuyo sello es el nombre propio y la frágil propiedad de su propia sangre.


Extremó todo: no fue una dictadura sino un rasguido alucinado en los propios actos de lenguaje. Si una nación es saqueada en su lenguaje, todo acto público se convierte en saqueo. Toda legalidad era ficticia pero al mantenerse como fachada distraída que recubría espasmos secretos, el lenguaje social se obligaba a decir que no sabía mientras el conocimiento de todo aparecía a través de metáforas y formas tácitas del lenguaje, todo lo dicho era falso y el no saber era un saber escondido, insoportable.

Habían desaparecido las conversaciones, la civilidad y los comportamientos inesperados, fuera de las pautas de un orden invisible. El orden de una nación devastada por el terror. El terror podía definirse como un acto silencioso, un vacío que no podía ser denunciado, pero ese sórdido agujero –repentino– de la urdimbre social fundaba un silencio amenazante. Nunca se precisaron tan pocas palabras alusivas a un ejercicio de horrores, para sugerir que todo un conjunto social estaba aherrojado en sus libertades, aunque parecía que podía seguirse una vida de "normalidad". Esta "normalidad" mientras funcionaba la maquinaria de captura y aniquilación era precisamente el terror.


Era un sordo aullido que convertía en simulación la vida de superficie y en vida material lo inconcebible. Lo que se sabía no se podía contar y lo que estaba al alcance de saberse no tenía palabras para decirse. La nación, que seguía teniendo himno y bandera, yacía en las catacumbas de los campos de concentración, que eran apenas entrevistas, signos imprecisos emanaban de ellas y se apoderaban de reticencia de la ciudad intuitiva y muda. Desde escuelas militares situadas en grandes avenidas hasta comisarías de los suburbios, emanaban sospechas de que una nación eran interrogatorios feroces y la república eran gritos de espanto.

Nadie gobernaba, apenas existían las leyes económicas sacadas de manuales de plusvalía funeraria. Los quejidos estropeados robaban vidas de los catálogos visibles en que se ejercen los nombres de las personas y las cosas, para enterrarlas en fosos que eran el profundo mar y la tierra nocturna excavada. Era el gobierno de la nación devastada, una entelequia –como alguien dijo– que dejaba al trasluz una máquina siniestra, un Moloch que comía vidas en secreto pero dejaba que algo se supiera, como la puntilla de un pañuelo sangriento. Hace muchos años salimos a las calles los 24 de marzo para que esto se repita, pero también para peguntarnos lo que aun no sabemos cabalmente: ¿Por qué este calvario fue posible?


(Diario Tiempo Argentino, 26 de marzo de 2013)

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