(viene de la edición de ayer)
Napoleón lo había dicho al imponerse en su persona la burguesía como clase dominante:
“La sociedad no puede existir sin la desigualdad de las fortunas, ni la desigualdad de las fortunas sin la religión. Cuando un ser humano muere de hambre junto al que está harto, no podría de ningún modo resignarse si no hubiera un poder que le dijese: Dios lo quiere, aquí en la tierra es preciso que haya ricos y pobres, pero allá en ¡a eternidad será de otro modo”. ¿Cuándo el pensar religioso ha sido otra cosa en materia social? Siempre, y en todas las latitudes, ha sido eso, un poder de estancamiento social. En Europa o América.
Un siglo después, en 1910, cuando México se levantaba contra el conquistador yanqui, Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara, predicaba:
“Puesto que toda autoridad emana de Dios, el trabajador cristiano debe santificar y sublimizar su obediencia sirviéndole en la persona de sus amos. De este modo la obediencia no es humillante ni difícil . . . ¡Trabajadores! Amen su condición humilde y su labor, tornen la mirada al cielo: allí reside la verdadera riqueza.”
Y en 1939, un Papa, Pío XII:
“La historia demuestra a través de los siglos que siempre hubo ricos y pobres; la invariable posición de las cosas obliga a pensar que siempre será así.”
Es el pensamiento con tiara de Napoleón.
Aquí anida la ofensiva contra el marxismo. Hay tradiciones de inmenso peso, por ejemplo, el respeto irracional de las clases inferiores a las superiores, asentado en la idea de un orden escalonado natural y hereditario de la sociedad. Una verdadera conciencia de clase sólo existe en cuanto tal, en las clases altas —dueñas del poder económico— y cuando adquiere conocimiento de su situación en la clase obrera, desprovista de todo. En la clase media la conciencia social es débil. Más que en actitud de lucha, mira a la clase dominante moviéndose su confusa conciencia social —lo cual no le impide ser una conciencia social— entre valores emulativos no revolucionarios. Tampoco los obreros escapan a estos espejismos de la sociedad capitalista. Y no siempre el trabajador alcanza su plena conciencia de clase. La división del trabajo manual y el intelectual, su puesto fijo en la producción, monótono y repetido, petrifica su pensamiento. Pero esta situación, en circunstancias dadas, lo predispone a la comprensión de su miseria social, lo acerca a la necesidad de la autodignifícación. El desarrollo de la sociedad capitalista, le ha revelado su importancia en la producción, asociada esta experiencia a la conciencia de estar condenado a un monstruoso auto-extrañamiento como individuo y como clase dentro de una sociedad alienada por el fetichismo del dinero: “El período burgués de la historia está llamado a crear las bases materiales de un nuevo mundo. Al desarrollar por un lado el intercambio universal basado en la dependencia mutua del género humano, y los medios para realizar ese intercambio; y por el otro, al desarrollar las fuerzas productivas del hombre y transformar la producción material en un dominio científico sobre las fuerzas de la naturaleza. La industria y el comercio burgueses van creando esas condiciones materiales de un mundo nuevo, del mismo modo que las revoluciones geológicas crearon la superficie de la tierra. Y sólo cuando una gran revolución social se apropie de las conquistas de la época burguesa, del mercado mundial y de las modernas fuerzas productivas sometiéndolas al control común d* los pueblos más avanzados de la tierra, sólo entonces habrá dejado el progreso humano de parecerse a ese horrible ídolo pagano que sólo quería beber el néctar en la cabeza del sacrificado” (Marx).
En tales períodos históricos, las tradiciones irracionales muestran una particularidad nueva. Esto es, no eran inmutables sino que poseían larvada, la peculiaridad de darse en un ente de razón, el hombre, capaz en circunstancias favorables, creadas por la misma historia, de sacudirlas, negarlas. Marx no lo ignoraba: “La Razón ha existido siempre, aunque no siempre bajo su forma racional”. Y contra este irracionalismo, particularmente fuerte en las masas, agregaba: “La necesidad otorga la fuerza a los hombres. Por eso las condiciones reales del mundo nos gritan: las cosas no pueden permanecer tal como son, hay que cambiarlas, y nosotros mismos, los hombres, tenemos que cambiarlas”. A esto las clases dirigentes le llaman sed de sangre y venganza de las bajas. En realidad, se trata de la más inalienable fe en el destino humano. Humanismo que vibra como un luminoso ideal en estas palabras del mismo Marx: “El que no ha experimentado una alegría más grande en construir el universo y en ser el creador del mundo, en lugar de agitarse eternamente en su propia piel, se encuentra bajo el peso de un anatema del espíritu, es expulsado de su templo y de su goce eterno, y obligado a entonarse a sí mismo canciones de cuna sobre su felicidad privada y soñar durante la noche consigo mismo”. Se trata, como se ve, no sólo de un “materialismo” filosófico, sino de un humanismo ético que deshuesa al materialismo pestilencial del filisteo, del hombre económico, lobo del hombre disfrazado de filósofo idealista, tanto como el “beato ottimismo” de las revistas parroquiales.
Para Marx, son condiciones externas al hombre, el sistema productivo, las causas, no siempre percibidas al disimularse tras valores ideales, de los grandes tránsitos históricos y del levantamiento que ninguna letanía logrará detener, del mundo colonial explotado sin frenos. Revolución Colonial no incausada sino derivada de esa realidad de los pueblos que saben hoy dónde reside el misterio de la opresión nacional. Tal el augurio de Marx: “Así como la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas espirituales, y tan pronto cuando el rayo del pensamiento prenda a fondo en ese candoroso suelo popular, se realizará la emancipación de los alemanes como hombres. La filosofía no puede realizarse sin la superación del proletariado; el proletariado, a su vez, no puede superarse sin la realización de la filosofía”. He aquí la relación entre la teoría y la práctica.
Ha sido el capitalismo el que ha creado la conciencia de clase de los trabajadores. Pese a su atraso, las masas, a través de una larga experiencia, han aprendido a verse como clase. El siglo XIX asistió a estos primeros atisbos de la acción racional de los obreros. La idea de agrupación en defensa de los salarios, fue sin duda el móvil inicial. Pero a medida que esa conciencia crecía, junto a la defensa del salario, apareció el alegato de la personalidad humana humillada. Y Marx recuerda cómo los economistas se asombraban del hecho que los obreros sacrificasen sus jornales en aras de las nacientes organizaciones colectivas. No se trataba solamente del salario sino de la dignidad del hombre, convertido en cosa en un sistema productor de cosas. Este ascenso del trabajador hacia la autoconciencia, es bien entendido por las clases altas, que por todos los medios tratan de interceptarlo y anularlo. Y en parte el objetivo es alcanzado por la burguesía, aunque transitoriamente mediante la propaganda ideológica concentrada al máximo. Lo poco que lee, está envaselinado y tiende a crear en el obrero fantasías sustitutivas de su situación real, particularmente en las grandes urbes, con sus millares de publicaciones distribuidas por todo el mundo bajo el mito de la “libertad de prensa”, una vasta empresa monopólica internacional orientada, mediante técnicas psicológicas masivas, a fin de lograr la imbecilización política y cultural de millones de seres, tanto de las capas bajas como medias. Incluso se hacen algunas concesiones. La desfavorable situación cultural del obrero, su incaparidad para identificar la situación global que lo rodea con su necesidad individual de cultura, es bien explotada, ti obrero llega hasta creer, en un momento del desarrollo de su conciencia, en la “libertad” de que le hablan todos los días. No ve detrás de los programas de los partidos “democráticos”, de los diarios, revistas, etc., los intereses de clase que los mueven como tales partidos o empresas. No le es sencillo, al trabajador rescatarse a sí mismo, emanciparse de las enseñanzas recibidas y que lo esclavizan. Pero la práctica lo empuja lentamente a la crítica. Llega el día en que el proletariado descubre que la cultura no le pertenece ni le pertenecerá jamás dentro de ese orden deshumanizado: “La clase poseyente —capitalista— ha usurpado el mecanismo cultural de toda la sociedad, poniéndola al servicio de su seguridad de clase (…) En la sociedad actual, la clase poseyente es la burguesía; la desposeída el proletariado. Ambas se encuentran enfrentadas en recíproca hostilidad económica, cultural y social, pues cada ventaja de seguridad vital de la clase dominante es una desventaja en la seguridad de la dominada y viceversa. Cada una se siente expuesta y amenazada con el triunfo de la contraria. Y en particular, el proletariado, quien por no tener una cultura propia, y estarle prohibido crearla por el poderío de la burguesía, se ve obligado a aceptar los desechos culturales de ésta. Al primer examen se profundiza en la íntima relación de los fenómenos, la clase proletaria advierte en la cultura burguesa una tendencia fundamentalmente hostil a sus intereses vitales. Y con razón. Por eso le hace frente con recelo, ira, rencor, y en interna posición defensiva” (Otto Rhule).
En definitiva, la cultura es un arma del dominio político negada a las clases inferiores, de la que, cuando más, reciben las heces.
A la gran ¡dea de rescatar a millones de seres de esta condición servil, se le llama “materialismo”. Al gran pensamiento de la liberación del hombre “resentimiento”. Y en nombre de esa cultura, les es negado a los de abajo todo derecho que no sea el de la animalidad cultural. Y esta gente habla de “materialismo”.
IX
Mucho se ha discutido, dentro y fuera del marxismo, acerca de si es una ideología. No podemos ahondar en la cuestión. Empero, toda forma de la actividad social tiende a elaborarse como ideología, como un conjunto de creencias, claras u oscuras, mitos, etc., a través del cual clases e individuos se ven a sí mismos y a la realidad que los ambienta de una determinada manera, siempre ligada a los intereses materiales y espirituales internalizados del grupo.
En la sociología actual, predomina la ¡dea que las ideologías son formas falsas del pensamiento, defensas que los grupos y clases hacen de sus propias situaciones psico-sociales. Es de singular relieve el hecho que justamente el marxismo haya insistido en este carácter encubridor de las’ ideologías, y que la crítica marxista, en este plano, posea incuestionable valor científico, en especial con vinculación a la teoría sociológica del conocimiento, que ya estaba ¡implícita en una de las tesis de Marx sobre Feuerbach: “No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino por el contrario, es el ser social lo que determina su conciencia”.
Pero el marxismo mismo ha sido atacado de ideología. Para el marxismo, en efecto, la ideología es una conciencia engañosa —alienada— de la realidad, y con relación a las clases dominantes, una idealización que hacen de sí mismas a fin de acreditar su hegemonía histórica. Las ideologías son creadas por los pensadores de una determinada clase social. Y en el capitalismo, dentro de la división del trabajo, por capas intelectuales que pertenecen o dependen de la clase dirigente. El Estado se vale de los intelectuales incorporados al sistema a los fines de modelar teorías justificadoras del orden social. En tal aspecto, las ideologías son mentiras de clase racionalizadas. Y es en los períodos de agitación social, cuando estas verdades ilusorias afloran activamente como formas protectoras frente a otras ideologías que representan intereses sociales antagónicos.
(sigue en la edición de mañana)