Hace un mes me tocó hablar sobre su persona en San Rafael, en dependencias de la Universidad Nacional de Cuyo. Hace una semana, la Municipalidad de la Capital instaló una baldosa que honra su memoria, a pasos de donde fuera su casa.
Mauricio López empieza a ser recuperado en la consideración histórica colectiva, a la vez que jamás pudo dejar de estar en la remembranza de quienes lo quisimos.
En un pequeño acto, familiares, amigos, grupos de derechos humanos, evocamos su monumental ejemplo ético, su catadura completa de hombre de bien. Junto a su conocimiento directo de casi todas las geografías del mundo, su testimonio invariable por los pobres, su cultura artística refinada y silenciosa.
Cuando un grupo de estudiantes tuvo la iniciativa, en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNCuyo, de poner su nombre al Aula Magna –en tiempos del decanato de Juan C. Aguiló–, comenzó en Mendoza una asunción de memoria que en San Luis se había dado antes, con similar situación en el Aula Magna del (entonces) nuevo edificio del Rectorado. A pocos metros están las fotografías de todos los secuestrados, luego desaparecidos, de esa Universidad, como testimonio del terror ciego de una época.
“Haciendo dibujitos se piensa mejor”, espetó a una estudiante que, en una de sus clases, parecía no interesarse por su cuidadosa enseñanza de la Filosofía. Era cordial, pero podía ser severo: la desidia lo molestaba fuertemente.
En aquellos, sus últimos años vividos como rector normalizador de la Universidad Nacional de San Luis, nos tocó conocerlo en muy diferentes planos. Dudó mucho cuando un grupo de jóvenes del peronismo radicalizado decidimos proponerlo como rector normalizador; él no había tenido antes responsabilidades directas de gobierno. Los tiempos urgían, y nuestra impaciencia juvenil chocaba contra su indecisión. Aceptó finalmente, su nombre fue elevado a las autoridades correspondientes; el presidente Cámpora y el ministro Taiana lo nombraron primer rector de la universidad, y en el cargo permaneció hasta la fecha del golpe de Estado.
En 1974 llegó la retrógrada Misión Ivanissevich, con una consigna represiva clara y marcada de “escribir las páginas negras de la universidad argentina” (sic), tal cual dijo el ¿nuevo? ministro en su discurso de asunción.
Sorprendentemente, Mauricio no fue reemplazado; tenía demasiado prestigio para desplazarlo sin costo político. Con Emilio Mignone en Luján, fueron los dos únicos rectores previos al vendaval semifascista, que no fueron barridos por este.
Contaba Mauricio lo que eran aquellas reuniones de rectores, donde incluso algunos de ellos –ligados a organizaciones de extrema derecha– ponían armas sobre la mesa al comienzo de las, por llamarlas así, “deliberaciones” a realizar.
“Hay que volver a Platón”, sintetizó charlando en un viaje a San Luis en ómnibus, cuando aún no comenzaba su rectorado. La frase había resultado incomprensible para algún dirigente estudiantil que la repetía perplejo; hoy se despliega en toda su elocuencia. Hay que volver a poner el espíritu sobre la materia, la perfección moral sobre las tendencias inmediatas, el equilibrio de la virtud por sobre el egoísmo, la idea prístina por sobre el gris de las realidades. Hay que hacer del mundo algo tan bello como la idea de perfección, y por cierto que él sabía hacerlo cada día.
Allá, en la lejana Centroamérica, está quien fuera su compañera de los últimos tiempos. Ella guarda la memoria del proyecto de vida en común que empezaban a dibujar, justo cuando la violencia se desató sobre nuestro país.
Mauricio ayudó a muchos, y lo hizo hasta el final de su vida. Si se quedó en Argentina, es porque creyó que podría salvarse de la represión. Pero no era un ingenuo: sabía que podían atacarlo, sabía que podían acusarlo de “idiota útil” (fue esa su frase) y llevarlo a la muerte. Ello no lo hizo dejar el país, su compromiso era mayor que cualquier temor justificado que pudiera aparecer.
“La corrupción, si la hubo, está superada”, declaró a la prensa el posterior rector de la dictadura en la Universidad de San Luis. La frase no era gratuita. El rector del progresismo, el rector que viajaba para ayudar, el rector del gobierno anterior al cual se buscaba oprobiar, era totalmente insospechable de corrupción. Decir que él hubiera sido corrupto era tan grotesco, que se ahorraron el papelón de sostenerlo. A pesar de que mentían y declaraban cualquier cosa, supieron que esa afirmación era insostenible.
Y todavía lo es, porque aunque los esbirros se llevaron su cuerpo en una trágica noche de Año Nuevo, su memoria se dibuja (y se dibujará) por siempre en aquellos que conocimos su ejemplo permanente y su inmenso talante de humanista.
(Fuente: Diario Jornada, lunes 17 de Diciembre de 2012)