El fusilamiento del gobernador electo de la provincia de Buenos Aires Manuel Dorrego no fue consecuencia de un impulso emocional, de un arrebato violento, sino una decisión fríamente tomada en torno a una mesa. Una decisión política para eliminar al primer jefe popular urbano de nuestra historia que ponía en riesgo el poder de la oligarquía librecambista porteña, cuyo líder era Bernardino Rivadavia. Fue el sangriento antecedente de tantos atentados contra los intereses populares y democráticos, tan en superficie en los días que vivimos.
El golpe en su contra se puso en marcha en el mismo momento en que don Bernardino debió renunciar a la presidencia, que él mismo se había adjudicado, por la presión popular. La conspiración era tan evidente que, en 1827, aun antes de asumir Dorrego, al ofrecerle el presidente provisional López y Planes a Julián de Agüero un ministerio en su Gabinete lo rechazó rotundamente, diciendo que la caída del partido unitario era "aparente, nada más que transitoria".
Dorrego debió enfrentar también la enemistad del embajador británico en el Río de la Plata, Lord Ponsomby, quien en un extenso oficio de abril de 1828 diría al primer ministro Dudley "que el general Dorrego será destituido de su cargo de gobernador tan pronto como se logre la paz (con Brasil)".
Los conjurados ultimaron los preparativos del golpe contra el gobernador y la decisión de su muerte en una reunión mantenida el domingo 30 de noviembre en una casa de la calle del Parque (hoy Lavalle) entre las de San Martín y Reconquista.
San Martín no tuvo dudas de quiénes fueron los instigadores del golpe: "Los autores del movimiento del primero (de diciembre) son Rivadavia y sus satélites, y a usted le consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no sólo a este país, sino al resto de la América con su infernal conducta" (carta a O’Higgins de abril de 1829).
Tampoco el general unitario Iriarte tenía dudas : "Los principales instigadores fueron el doctor Agüero, in capite, Carril, Cruz y otros más subalternos. El nuevo Licurgo, don Bernardino Rivadavia, se mantenía so capa, conservando siempre, aunque en privado, las atribuciones de Patriarca de la Unidad: gustaba del movimiento, tuvo noticia de él y lo aprobó, porque creía que era el primer escalón para volver a subir al mando supremo."
La participación de don Bernardino fue encubierta, siendo representado en las reuniones conspirativas por un ciudadano francés a quien Vicente Fidel López llamará "monsieur Verennes" pero cuyo verdadero apellido era Filiberto Héctor Varaigne. Años más tarde Manuel Sarratea escribiría desde París a Felipe Arana, a la sazón ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación, que monsieur Varaigne había hecho saber al general San Martín que él se hallaba en el Fuerte integrando "la Junta nocturna en la que se resolvió la muerte del gobernador Dorrego".
Washington Mendeville, cónsul francés en el Río de la Plata, en comunicación a su cancillería eleva el número de participantes en el derrocamiento y posterior ejecución de Dorrego: "Quince individuos se conocen ahora por haber preparado este hecho de larga data, o haber participado en su ejecución; pero ellos se nos presentan en tres diferentes categorías; cinco han estado desde el comienzo en evidencia, ya sea colocándose a la cabeza del poder o bien por el rol activo que desempeñaron. Son los generales Lavalle, Brown, Martín Rodríguez, el ministro Díaz Vélez y el Sr. Larrea. Tres actuaron a cara descubierta pero sin menos rango: ellos son los señores Varaigne, que se conocía como el representante del Sr. Rivadavia aunque parecía como actuando por su propia cuenta, Varela y Gallardo, redactores de dos diarios incendiarios. Y por fin siete que estaban en todas las reuniones secretas, que participaban en la decisión de todas las medidas importantes y que a menudo las provocaban, pero que actuaban en la sombra con el fin de aprovechar las circunstancias si éstas los favorecían y de mantenerse a un lado si les eran adversas. Estos son los señores Rivadavia, Agüero, Valentín Gómez, Carril, Ocampo y el general Cruz."
Es bien sabido que el verdugo fue Juan Lavalle, quien habría cumplido con la orden de la junta secreta a cambio de ocupar la gobernación de la provincia. San Martín expresó su opinión a Iriarte: "Sería yo un loco si me mezclase con esos calaveras: entre ellos hay algunos, y Lavalle es uno de ellos, a quienes no he fusilado de lástima cuando estaban a mis órdenes en Chile y el Perú. Los he conocido de tenientes y subtenientes, son unos muchachos sin juicio, hombres desalmados."
Vicente Fidel López, contemporáneo de los hechos, descree que Lavalle fuese sólo el ejecutor: "Al anoticiarse que el comandante Escribano lo conducía (a Dorrego) a la ciudad, despachó inmediatamente al coronel Rauch con una buena escolta para que se hiciera cargo del preso y lo condujese al campamento (en Navarro). Esto prueba hasta la evidencia que estaba en las mismas ideas de los señores Varela y Carril, y que no fueron esas cartas las que lo indujeron a la espantosa resolución que tenía ya premeditada. El sólo hecho de haber dado esa comisión al coronel Rauch ya era una crueldad exquisita de su parte, pues conocía bien a este oficial, como conocía también la enemistad mortal con que miraba a Dorrego". Se justifica que entonces Dorrego le dijese a su hermano: "¡Luis, estoy perdido!"
Es que hubo otros partícipes necesarios en la tragedia de Navarro, aquellos que instigaron a Lavalle a cumplir con su parte. El cronista Beruti, también contemporáneo, denunciaría a Martín Rodríguez y a Rauch como quienes más influyeron en el ánimo del comandante de las fuerzas amotinadas, pues "aunque Lavalle es un mozo soberbio, orgulloso, cruel y sanguinario, cuando tuvo preso en su poder al finado Dorrego trepidó mucho para quitarle la vida, pero que lo ejecutó porque el coronel Rauch lo incitó a ello diciéndole que si no lo fusilaba, él mismo lo había de degollar; cuyo consejo apuró el brigadier Martín Rodríguez expresándose de que no trepidase en hacerlo, porque Dorrego era perjudicial, mozo revoltoso, y de salvarlo, en cualquier parte había de vengarse, con otras más razones que dio, por lo que Lavalle, alucinado de estos malvados consejos, lo hizo fusilar."
Las consecuencias del hecho se expandieron más allá de nuestras fronteras. Así Bolívar, en mayo de 1829, le escribiría al general Pedro Briceño Méndez que "en Buenos Aires se ha visto la atrocidad más digna de unos bandidos. Dorrego era jefe de aquel gobierno constitucionalmente y a pesar de esto el coronel Lavalle se bate contra el presidente, le derrota, le persigue, y al tomarle le hace fusilar sin más proceso ni leyes que su voluntad; y en consecuencia, se apodera del mando y sigue mandando literalmente a lo tártaro."
(Diario Tiempo Argentino, 13 de diciembre de 2012)