(viene de la edición de ayer)
Los ingresos tributarios de los países de la OCDE duplicaban proporcionalmente a los de América latina.
En México, el Estado, que representaba en 1988 sólo el 20,4% del Producto Bruto, redujo su participación en 1999 a 13,4 por ciento.
Entre 1982 y 1993 el número de empresas públicas pasó de 1.155 a 213. Entre 1990 y 1998 las privatizaciones alcanzaron un monto de 154.225 millones de dólares. Abarcaron sectores como aeropuertos, ferrocarriles, las industrias petrolera y eléctrica, entre otros.
En la Argentina, en los gobiernos de Menem se implementó el llamado Programa de Reforma Administrativa.
Las privatizaciones abarcaron áreas fundamentales como el agua, la energía, las comunicaciones, el transporte, la química, la petroquímica, el acero, los aeropuertos, los caminos y varios de los bancos de desarrollo. Entre abril de 1990 y diciembre de 1992, el total del personal civil de la administración nacional se redujo de 670.000 a 364.000. La privatización fue clave en esa reducción, y a ella se sumaron los programas de retiros voluntarios y jubilaciones anticipadas.
Las privatizaciones en la Argentina se mencionan con frecuencia como una “best practice” al revés, por sus graves deficiencias.
Entre ellas, ventas de empresas sin sanearlas antes para poder recibir mejores precios, subestimaciones fuertes de los activos, ofrecimiento de condiciones que generaban monopolios cuando un objetivo central de la privatización era supuestamente estimular la competencia.
A todo ello se sumaron pronunciadas debilidades en los organismos reguladores. Evaluándolas, Thwaites Rey y López concluyen que “las privatizaciones argentinas se hicieron con el propósito principal de pagar la deuda externa y brindarles oportunidades de negocios a los grupos de poder económico concentrados”.
Por otra parte, se destruyó el capital humano del Estado. La desvalorización sistemática de la función pública, la atmósfera permanente de cortes, los criterios arbitrarios utilizados para realizarlos, la reducción del tema con frecuencia a una cuestión de ahorros presupuestarios crearon un clima en que “activos intangibles” como las expectativas de carrera, el orgullo por el trabajo desempeñado, la lealtad con la organización, y la idea de servicio a la comunidad fueron fuertemente dañados.
El aparato público latinoamericano que presentaba agudos problemas a inicios de los ’80, fue objeto durante esa década y la siguiente de un verdadero “vaciamiento”.
Uno de los impactos mayores de la ola privatizadora y antiestatal, que penetró fuertemente en la población, es que la idea misma del Estado como representante de la acción colectiva de la sociedad, y de la función pública como un trabajo relevante, fue profundamente deteriorada. En pleno apogeo de la ola reformista, Guillermo O’Donnelll caracterizó muy bien las implicancias de fondo de la misma: “...los intentos actuales de reducir el tamaño y los déficit del ‘Estado como burocracia’ también están destruyendo el ‘Estado como ley’ y la legitimación ideológica del Estado”.
Rediseñando el Estado
Gobiernos con un mandato de cambios económicos y sociales profundos, y con todo el interés en llevarlos adelante, como los de Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador y otros países de Unasur, se encontraron con la necesidad imperiosa de reconstruir el Estado para poder llevar sus intenciones a la realidad.
El Estado reaparece en este nuevo contexto político como un actor imprescindible para promover e impulsar los cambios. Se requiere para ello un rediseño integral. El mandato emergente va en la dirección de un Estado activo, asociado estrechamente con la sociedad civil, potenciador de la acción productiva de las pequeñas y medianas empresas, fuertemente centrado en lo social, descentralizado, transparente, sujeto al control social, de alta eficiencia gerencial, y apoyado en un servicio civil profesionalizado basado en el mérito. Asimismo se aspira que sea un Estado abierto a la participación ciudadana.
A partir de ese mandato, hay en diversos países del continente una nueva generación de reformas del Estado, que lo están reformulando.
Algunas de las principales:
Fortalecimiento de las políticas sociales
Los nuevos gobiernos colocaron al tema de enfrentar la pobreza en el centro de las prioridades del Estado y la sociedad, y lo plantearon desde un enfoque de derechos. No son dádivas, sino devolución de derechos conculcados. Es pasar de la idea de que la pobreza es un problema individual a la de que es una responsabilidad nacional.
Lula generó el Programa Hambre Cero destinado a los 44 millones de personas con hambre en el Brasil. Acentuó que el tema del hambre no era una cuestión solamente de salud, sino ante todo una “cuestión política” que debía comprometer a todos. Después creó Bolsa Familia, protegiendo a 52 millones de personas. Recibió 0,7% del Producto Bruto de ese país.
Dilma Rousseff tiene como programa estrella de su gestión a “Brasil sin Miseria”, que se propone sacar de la pobreza extrema en tres años a los 16 millones de personas en esta situación. Es una inversión de 4.000 millones de dólares anuales. Con tres ejes: inclusión económica, ingreso mínimo garantizado, y acceso a servicios públicos.
Néstor Kirchner subrayó que programas como Jefas y Jefes de Hogar –que protegió a 1.700.000 familias– no era darles asistencia, sino “devolverles un derecho”. Cristina Fernández de Kirchner creó el mayor programa social de la historia argentina, la Asignación Universal por Hijo, dirigido a los cuatro millones de niños pobres. Implica que el Estado se hace responsable, se asocia a sus familias para que puedan estudiar y desarrollarse, invirtiendo una suma inédita a nivel internacional, cerca del 1,2% del Producto Bruto. Se lo reforzó con un programa de apoyo a las mujeres pobres embarazadas.
Los programas no se concentraron en los centros urbanos sino que fueron llevados a toda la extensión territorial.
Se diseñaron sobre bases de total transparencia, información permanente a la comunidad, y apertura a su control por la misma.
Universalización de servicios públicos básicos
La nueva generación de políticas públicas trata de asegurar el acceso a servicios básicos a la totalidad de la población, yendo más allá de los abordajes focalizados.
Para ello ha aumentado sustancialmente la inversión de recursos en salud y educación, políticas para mejorar la infraestructura en las áreas más deprimidas y otras semejantes.
(sigue en la edición de mañana)