En la noche del sábado 9 de junio de 1956, a nueve meses del
derrocamiento del presidente constitucional Juan Domingo Perón por la
autodenominada "Revolución Libertadora", militares y civiles
peronistas intentan recuperar el poder por las armas. Los generales
Juan José Valle y Raúl Tanco, junto con el teniente coronel Oscar
Lorenzo Cogorno, encabezan una dispersa rebelión cívico-militar que
tiene sus focos aislados en Buenos Aires, La Plata y Santa Rosa,
capital de La Pampa. El intento es abortado en unas cuantas horas y concluye en un baño de sangre.
No se conoce el número exacto de rebeldes que participan del levantamiento.
Se ha especulado que, como máximo, son quinientos hombres; es posible
que no llegaran a los 200. Sí se sabe que les falta coordinación,
actúan en forma dividida en las tres ciudades y carecen de armas
pesadas. También se sabe que sus planes han sido descubiertos desde
semanas antes por el servicio de inteligencia militar, están
infiltrados y, en síntesis, no tienen ninguna posibilidad de triunfar.
El régimen de la Revolución Libertadora, sin embargo, los deja actuar
para poder aplicarles una medida "ejemplificadora".
El domingo 10 de junio, a menos de veinticuatro horas del
levantamiento peronista y cuando ya no existen focos de resistencia,
el gobierno de facto encabezado por el general Pedro Eugenio Aramburu
y el almirante Isaac Rojas lanza el decreto Nº 10.364, que impone la
ley marcial. La pena de muerte debía hacerse efectiva a partir de
entonces. Sin embargo, se aplica reatroactivamente a quienes se habían
sublevado el sábado 9 y ya se han rendido y están prisioneros.
El artículo 18 de la Constitución Nacional vigente hasta ese momento
aseguraba: "Queda abolida para siempre la pena de muerte por motivos
políticos". No obstante, con una velocidad sorprendente el régimen de
la Revolución Libertadora ordena que en menos de 72 horas se efectúen
28 fusilamientos de militares y civiles en seis lugares distintos. Los
pelotones de ejecución gastan más cartuchos que los que alcanzaron a
disparar los rebeldes condenados.
Valle se hallaba oculto en el barrio de San Telmo. El general podría
haberse asilado en una embajada pero al atardecer del 12 de junio
decide entregarse para poner fin a la matanza. A pesar de que ha
encabezado el levantamiento antes de la instauración de la pena de
muerte, lo fusilan a las diez de la noche.
Aramburu, un católico a ultranza, no tuvo la más mínima piedad
cristiana con sus camaradas de armas alzados. Se dice que lloró al
firmar -junto a Rojas y otros tres militares de alta graduación- la
pena de muerte de Valle, quien había sido su compañero en el Colegio
Militar. No obstante, cuando la desesperada esposa del oficial
condenado a morir fue a la residencia de Olivos a suplicarle que lo
perdonara, le informaron que el presidente de facto no la podía
recibir porque se encontraba descansando.
Vencedores y vencidos.
La "Revolución Libertadora" del 16 de septiembre de 1955 se dedica a
desmontar la maquinaria justicialista y a borrar todo lo que recuerde
al gobierno derrocado. El Partido Peronista es disuelto. El ejército
interviene la Confederación General del Trabajo y designa como
responsable al capitán de navío Alberto Patrón Lapacette. Más de cien
mil dirigentes obreros son destituidos. Grupos civiles, entre los que
se encuentran conservadores, radicales y comunistas, asaltan
sindicatos. Se desata la cacería: funcionarios, dirigentes políticos,
empleados públicos, gremialistas, militantes y simples simpatizantes
son perseguidos y encarcelados; aumentan las denuncias sobre torturas
brutales.
El 5 de marzo de 1956, el decreto 4161 decide que "en su existencia
política, el Partido Peronista ofende el sentimiento democrático del
pueblo argentino". La medida prohíbe en todo el país "la utilización
de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o
de sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio
del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones
peronismo, peronista, justicialismo, justicialista, tercera posición".
La prohibición se extiende a "las fechas exaltadas por el régimen
depuesto, las marchas Los muchachos peronistas y Evita capitana, los
discursos del presidente depuesto y su esposa".
El nuevo régimen castiga con cárcel el hecho de nombrar a Juan Domingo
Perón y a María Eva Duarte, y de exhibir los símbolos partidarios
"creados y por crearse". Durante años, el periodismo escrito y radial
se referirá al general derrocado como "el dictador depuesto" y "el
tirano prófugo".
Se destruyen monumentos y se queman libros escolares. La Ciudad
Infantil Evita es arrasada y se clausura la Fundación de Ayuda Social
Eva Perón. El militar que asume como interventor elabora un informe en
el que menciona el derroche peronista que significaba darles de comer
carne y pescado todos los días a los chicos y, además, bañarlos y
ponerles agua de colonia. El interventor contrata una cuadrilla para
romper a martillazos toda la vajilla con el sello de la institución.
Se crean 50 comisiones investigadoras. Al contrario de las normas del
derecho, no son los acusadores quienes tienen que probar el delito
sino los acusados quienes deben demostrar su inocencia.
Durante el mandato de Aramburu y Rojas se acusa a Perón de 121
delitos, se le inicia un juicio por "traición a la patria" y se le
prohíbe el uso del grado militar y el uniforme. En las Fuerzas
Armadas, comienza una depuración que continuará durante varios años.
El cadáver de Evita, que aguardaba en el segundo piso de la CGT, en
Azopardo al 800, la construcción de un mausoleo, es vejado por un
grupo de militares, escondido en diversos lugares y, finalmente,
sacado furtivamente fuera del país.
El motivo: evitar que su sepultura se convierta en un lugar de
peregrinación peronista. Los profanadores mantendrán el cuerpo oculto
en Europa durante 16 años. Durante esos largos años, ella también fue
una desaparecida, una tumba sin nombre, una N.N.
Favores que matan.
Entre 1952 y 1955, el general Juan José Valle había sido profesor en
la Escuela Superior de Guerra y en sus clases explicaba a los alumnos
la noción de "pueblo en armas", tomada del militar alemán Colmar von
der Goltz. En junio de 1986, en una entrevista con un periódico, su
hija Susana lo describió así: "Papá era de los pocos militares no
nazis. Su formación era otra, en donde la izquierda no asustaba.
Estudió en La Sorbona, vio de cerca el fascismo en Italia y lo rechazó
sin miramientos. Era un hombre que rara vez se vestía de uniforme, no
tenía custodia, ni coche propio, ni chofer, ni miedo (...). Prefería
hablar con los sectores civiles del peronismo, con los trabajadores,
con el pueblo, que reunirse con los militares".
En las postrimerías del gobierno peronista, cuando Valle era miembro
de la Junta de Calificaciones del Ejército -en virtud de que su alto
puntaje lo ubicaba como el primero de su promoción- había favorecido
con el ascenso a general a su amigo Aramburu, que era uno de los
últimos de esa camada. Fue entonces cuando Perón le dijo: "Este hombre
le va a pagar muy mal. Estos favores siempre se pagan caros".
Luego del triunfo de los militares subversivos, Valle fue encarcelado
en el buque Washington de la marina de guerra. Ahí comienza a pensar
en la posibilidad de una rebelión en la que participen militares,
gremialistas y sectores del pueblo, y lo comenta con algunos camaradas
de armas detenidos. Algunos se suman a la idea; otros, desmoralizados
por el confinamiento, se apartan del oficial.
Después, el régimen de la Revolución Libertadora le impone un arresto
domiciliario y lo envía a 60 kilómetros de la Capital Federal. Susana,
su única hija, relata: "Se va a la casa de mi abuela materna, con
guardián en la puerta.
Pero se les escapa. Nos escapamos todos. Mamá y yo por delante, porque
no estábamos detenidas, y mientras hacemos esto papá escapa por la
puerta de atrás, y se declara prófugo".
A partir de entonces -recuerda Susana- los tres deambulan de casa en
casa, duermen y comen gracias a la solidaridad que les abre las
puertas de algunos hogares, viven en villas miseria. El militar
fugitivo se reúne clandestinamente con camaradas peronistas más
jóvenes, como los coroneles Cortines e Irigoyen y el teniente coronel
Cogorno. También entra en contacto con dirigentes sindicales como
Andrés Framini y Armando Cabo.
"Ellos lo fusilaron, yo me lo llevé en el corazón"
En junio de 1956, Susana es una adolescente de 17 años. Esa noche, le
permiten ver a su padre durante unos instantes en el patio gris de la
Penitenciaría Nacional.
Mientras ella llora, lo ve llegar erguido, "entero y sonriente",
rodeado por un grupo de Infantería de Marina que lleva puestos cascos
de acero y porta ametralladoras.
Los soldados parecen más asustados que el oficial que va a morir en
veinte minutos más.
Las autoridades los dejan conversar unos minutos en una sala fría,
custodiados por los infantes armados. El general se sienta en una
silla y ella se coloca en sus rodillas. En un cuarto contiguo, un
enfermero militar tiene preparados dos chalecos de fuerza por si el
padre y la hija sufren un choque emocional. Ellos no dan muestras de
ningún quebranto, pero algunos de los jóvenes custodios están a punto
de desmayarse y otros deben ser retirados de la sala, víctimas de
crisis nerviosas.
Valle le explica a Susana por qué decidió no asilarse en una embajada
y entregarse:
"¿Cómo podría mirar con honor a la cara de las esposas y madres de mis
soldados asesinados? Yo no soy un revolucionario de café". Antes de
enfrentar el pelotón, el oficial tiene varios gestos. Renuncia al
Ejército, pide ser fusilado de civil y rechaza al confesor que le han
asignado, Iñaki de Aspiazu, por ser capellán militar. En su lugar,
solicita la presencia de monseñor Devoto, el popular obispo de Goya.
Cuando Devoto llega, comienza a sollozar emocionado. Valle bromea:
"Ustedes son todos unos macaneadores. ¿No están proclamando que la
otra vida es mejor?". Y a su hija, que tiene las mejillas llenas de
lágrimas, le dice: "Si vas a llorar, andate, porque esto no es tan
grave como vos suponés; vos te vas a quedar en este mundo y yo ya no
tengo más problemas".
Mucho tiempo más tarde, Susana recordará otros detalles. Estaba
sentada en las rodillas del general, con sus manos entrelazadas y, a
pesar de que ella no fumaba en su presencia, su padre le pidió un
cigarrillo. "También recuerdo la temperatura de sus manos: no era ni
fría ni caliente; estaba absolutamente normal. Papá estaba convencido
de lo que iba a hacer".
Un oficial dijo: "Ya es hora". Valle se quitó el anillo que llevaba y
lo colocó amorosamente en manos de la muchacha. También le entregó
algunas cartas: una dirigida a Aramburu, otra para "el pueblo
argentino" y otra "para abuela, mamá y para mí". Le dio un abrazo, la
besó y, aún más tranquilo que antes, se fue a paso firme por un largo
pasillo después de hacer un despreocupado ademán de despedida. Sus
custodios, en cambio, marchaban en forma vacilante, con las rodillas a
punto de doblarse.
"Uno de los soldaditos salió de la fila y se me prendió llorando: "Te
juro que yo no lo mato". A ese chico lo tuvieron que retirar con un
ataque de nervios", relata Susana. "Después, me fui. Ellos lo
fusilaron, yo me lo llevé en el corazón".
Al día siguiente, un lacónico comunicado oficial informó: "Fue
ejecutado el ex general Juan José Valle, cabecilla del movimiento
terrorista sofocado".
"Se acabó la leche de la clemencia"
En uno de los párrafos de la carta dirigida a Aramburu, Valle expresa:
Declaro que el grupo de marinos y militares, movidos por ustedes
mismos, son los únicos responsables de lo acaecido. Para liquidar
opositores les pareció digno inducirnos al levantamiento y
sacrificarnos luego fríamente. Nos faltó astucia o perversidad para
adivinar la treta. Así se explica que nos esperaran en los cuarteles,
apuntándonos con las ametralladoras, que avanzaran los tanques de
ustedes aun antes de estallar el movimiento, que capitanearan tropas
de represión algunos oficiales comprometidos en nuestra revolución.
Con fusilarme a mí bastaba. Pero no, han querido ustedes escarmentar
al pueblo, cobrarse la impopularidad confesada por el mismo Rojas,
vengarse de los sabotajes, cubrir el fracaso de las investigaciones,
desvirtuadas al día siguiente en solicitadas de los diarios y
desahogar una vez más su odio al pueblo. De aquí esta incontenible ola
de asesinatos.
Más adelante, el oficial condenado al paredón agrega:
Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro fracaso material es
un gran triunfo moral. Nuestro levantamiento es una expresión más de
la indignación incontenible de la inmensa mayoría del pueblo argentino
esclavizado. Dirán de nuestro movimiento que era totalitario o
comunista y que programábamos matanzas en masa. Mienten. Nuestra
proclama radial comenzó por exigir respeto a las instituciones y
templos y personas. En las guarniciones tomadas no sacrificamos a un
solo hombre de ustedes.
El 21 de junio, el ministro consejero de la embajada de Estados
Unidos, Garret G. Ackerson, envía un despacho confidencial a
Washington en el que destaca: "Al principio el Presidente describió la
revuelta como peronista y neoperonista, pero luego él y otros miembros
del gobierno insistieron en su naturaleza esencialmente comunista y
expresaron la convicción de que sus líneas de conducta apuntaban al
Comunismo Internacional. (...) Las ejecuciones por rebelión han sido
muy pocas en la historia argentina. Se había convertido en una especie
de tradición no ser fusilado a sangre fría por participar en
movimientos revolucionarios".
En esos días, el socialista de derecha Américo Ghioldi afirma eufórico
en las páginas del periódico La Vanguardia: "Se acabó la leche de la
clemencia". El político, apodado popularmente Norteamérico, también es
autor de otra frase elocuente: "La letra con sangre entra". A partir
de entonces, los peronistas rebautizan al régimen militar subversivo
de septiembre de 1955 como la "Revolución Fusiladora".
"El gobierno de la Revolución Libertadora había esperado que el
intento militar se realizara para provocar un mayúsculo escarmiento",
escribe Ernesto Salas en La resistencia peronista: la toma del
frigorífico Lisandro de la Torre. "En un país donde no existía la pena
de muerte y los fusilamientos por motivos políticos parecían cosa del
pasado, donde la permanente agitación golpista no había cobrado
consecuencias graves en los cabecillas militares, las reglas del juego
fueron súbitamente dejadas de lado. La misma noche de la conspiración
varios militares y civiles fueron pasados por las armas; algunos luego
de juicios sumarios, otros ametrallados por la espalda en los
basurales de José León Suárez. La orden de fusilamiento partía de un
decreto que no podía ser aplicable a los prisioneros, ya que se había
dictado con posterioridad a su detención. El general Valle fue
fusilado unos días después, pese a los pedidos de perdón lanzados
por distintos sectores, contra los muros de la antigua prisión de la
calle Las Heras. Lo que constituía un horroroso crimen, falto de
antecedentes, no impidió que una parte de la sociedad argentina y la
mayoría de los partidos políticos, siguieran rindiendo homenaje a las
obras de la Revolución Libertadora".
Pero la historia tiene sus vueltas. Cuando 18 años más tarde, en junio
de 1970, Susana se enteró de la muerte de Aramburu a manos del Comando
Juan José Valle, de los Montoneros, según declaró al semanario La
causa peronista el 20 de agosto de 1974 sintió que "sólo la cirugía
estética le podría borrar de su cara la alegría".