Poeta, letrista, músico, recitador, difusor.
Nace en Montevideo, en el sanatorio Uruguay, de la entonces calle Médanos, hoy Javier Barrios Amorín, el viernes 2 de junio de 1933, hijo de una cesárea de Alicia de Ezcurra, argentina y porteña, y Horacio Ferrer, oriental y montevideano. Desde 1984 es ciudadano uruguayo y argentino.
De él y su obra ha escrito José Gobello: “Que le dieran el Nobel de literatura sería una gran alegría, porque es la más afinada voz lírica del mundo de habla castellana; y en el Tango es el Piazzolla de las letras”.
El poeta Claudio Pozzani, presidente del Encuentro Mundial de Poetas de Génova afirma: “Es el más amado y original de los poetas de Sudamérica”.
De Astor Piazzolla en el libro de Natalio Gorín “A manera de memorias”: “Horacio Ferrer es el mejor poeta que ha colaborado conmigo”.
Para el gran cantaor andaluz Enrique Morente, “Horacio recitador y poeta, es uno de los mayores artistas del mundo”.
Y uno de los músicos cumbres de nuestro tiempo, Gidon Kremer, ha sido rotundo: “María de Buenos Aires es no sólo un monumento de la cultura argentina sino la obra de dos genios: Astor Piazzolla y Horacio Ferrer”.
Lo viste. Seguro que vos también, alguna vez, lo viste: te hablo de ese eterno ciclista solo, tan solo, que repecha las calles por la noche.
Usa las botamangas del pantalón bien metidas en las medias y una boina calzada hasta las orejas, ¿te fijaste? Nadie sabe, no, de dónde cuernos viene, jamás se le conoce a dónde diablos va.
De todos modos, si lo vieras pasar, miralo con mucho Amor: puede que sea, otra vez...
El flaco que tenía la bicicleta blanca;
silbando una polkita cruzaba la ciudad.
Sus ruedas, daban pena: tan chicas y cuadradas
¡que el pobre se enredaba la barba en el pedal!
Llevaba, de manubrio, los cuernos de una cabra.
Atrás, en un carrito, cargaba un pez y un pan.
Jadeando a lo pichicho, trepaba las barrancas,
y él mismo se animaba, gritando al pedalear.
"¡Dale, Dios!... ¡Dale, Dios!...
¡Meté, flaquito corazón!
Vos sabés que ganar
no está en llegar sino en seguir..."
Todos, mientras tanto, en las veredas,
revolcándonos de risa
¡lo aplaudimos a morir!
y él, con unos ojos de novela,
saludaba, agradecía,
y sabía repetir:
"¡Dale, Dios!... ¡Dale, Dios!...
¡Dale con todo, Dale, Dios!..."
Pero cierta noche, su horrible bicicleta con acoplado entró a sembrar una enorme cola fosforescente. ¡Increíble!: los pungas devolvían las billeteras en los colectivos; los poderosos terminaban con el hambre; los ovnis nos revelaban el misterio de la Paz; el Intendente, en persona, rellenaba los pozos de la calle, y hasta yo, pibe, yo que soy las penas, lloré de alegría bailando bajo esa luz la polka del ciclista.
Después, no sé, ¡te juro!, por qué siniestra rabia,
no sé por qué lo hicimos ¡lo hicimos sin querer!,
al flaco, ¡pobre flaco!, de asalto y por la espalda,
su bicicleta blanca le entramos a romper.
Le dimos como en bolsa, si asco, duro, en grande:
la hicimos mil pedazos... Y, al fin, yo vi que él,
mordiéndose la barba, gritó: "¡Que yo los salve!..."
Miró su bicicleta, sonrió, se fue de a pie.
(Mi viejo Flaco Nuestro que andabas en la Tierra: ¿Cómo te olvidaste que no somos ángeles sino hombres y mujeres?)
Flaco,
no te quedes triste,
todo no fue inútil,
no pierdas la fe...
en un cometa con pedales
¡dale que te dale!
yo sé que has de volver...