MENDOZA / Una noche de razzia en la comisaría Segunta / Escribe: Sebastián Moro






Detenciones arbitrarias, presiones psicológicas sobre las personas “aprehendidas”, selectividad, estigmatización y complicidad médica son algunas de las prácticas ordinarias que sistemáticamente realizan efectivos de la Policía de Mendoza en sus operativos de rutina. La irresponsabilidad y el mal accionar policial en cada uno de los pasos en que se detiene a personas por averiguación de antecedentes quedaron evidenciados la madrugada del 16 de marzo en el área bajo jurisdicción de la Seccional Segunda de Capital. Uno de nuestros integrantes de la Campaña fue detenido junto a nueve personas y pudo dar cuenta de la ilegalidad absoluta. Compartimos el relato de lo que fue un procedimiento por dentro.

Vivo en Formosa al 260 de Ciudad. Salí de mi casa la madrugada del lunes 16 de marzo hacia la Estación Esso de calles San Martín y Brasil, a 300 metros de mi domicilio, alrededor de las cinco menos cuarto de la mañana. Al salir del pasillo y cerrar con llave la puerta reja del frente noté a un chico joven sentado en el cordón de la vereda opuesta, a 20 metros, que arreglaba su motito e inmediatamente era abordado por personal de la Policía de Mendoza que bajó desde un móvil. Decidí seguir mi camino pero con desconfianza. Hice cuatro, cinco pasos mientras observaba que, tras increpar al pibe, de los dos policías uno se acercó hasta mí, intimidante, sin presentarse ni dar motivos, ni posibilidad a reaccionar, me llevó contra la puerta del conductor del móvil y me requisó. En tanto, su compañero “demoraba” al otro muchacho con la documentación de la moto y revisaba los mensajes de su teléfono celular. Él les explicó que venía de la casa de su novia, que vivía en Dorrego y que a las siete de la mañana tenía que estar en su trabajo, pues es panadero.



Luego me ordenaron subir al móvil y a los cinco minutos subió el pibe. Tras explicarle a los policías la falla que tenía la moto -se le salía la cadena- y cómo conducirla, uno de ellos la manejó hasta la Comisaría Seccional Segunda de Ciudad. La patrulla -que de continuo recorre mi barrio- no estaba bien orientada sobre cómo llegar a la comisaría y el otro “aprehendido” advirtió al policía del móvil que a su compañero seguramente se le había quedado la moto. Volvimos en el auto hasta un punto cercano a la estación Delta de calles Brasil y Los Álamos, donde tras una serie de indicaciones de mi compañero, transmitidas al policía conductor, y de éste a su compañero, pudo arrancar la moto hasta la seccional.

En la Segunda tomaron nuestros datos para “el acta de aprehensión” y firmamos. No nos hicieron acta de requisa, ni hubo tal. Al preguntarme por mi oficio y decirles que era periodista, y el medio en el cual me desempeño -Radio Nacional Mendoza-, cambiaron su actitud agresiva, nos comunicaron que el “trámite” -averiguación de antecedentes- no nos llevaría más de una hora, nos ofrecieron asiento y se comunicaron con el ente encargado de “averiguar” nuestros antecedentes para que salieran expeditos. Nos comentaron que todo se debía a que un vecino de calle Brasil había sido asaltado -su celular-, malherido y llevado a un hospital del cual habría sido dado de alta. Y que estábamos “aprehendidos” por responder a las “características” denunciadas.

Fuimos dos los detenidos en ese operativo a las 4.45 de la mañana por personal de la Segunda. Tengo 35 años, el otro “aprehendido” es al menos 10 años más joven que yo. A él se le había parado la moto camino a su casa, a mí se me habían acabado los cigarrillos. Las diferencias físicas y situacionales -no por tanto factibles de ser “sospechosos”- son mayúsculas y además nos rige a todos y todas el principio de inocencia. Ambos -por el accionar acostumbrado de la Policía de Mendoza- “quedamos abrochados” porque ante un supuesto hecho violento debe mostrar “mano dura” a fin de que, por ejemplo -entre otras cosas hasta menos espurias-, los vecinos de determinados sectores no hagan un escrache que, en definitiva, siempre está intencionado políticamente. El resto de las horas que estuve aprehendido lo demuestra.

Minutos después llegó otra patrulla con cuatro nuevos “aprehendidos”: un grupo de amigos que acababa de salir de alguno de los boliches que funcionan a menos de 100 metros de la comisaría. Más “números” para llenar. Pero esta vez sí, con el habitual criterio de “selectividad” aplicado habitualmente por la Policía de Mendoza y que provoca que la provincia ostente el triste tercer puesto a nivel nacional en función de su población entre índices de detenciones arbitrarias, de denuncias de torturas por agentes de la institución y ejecuciones extrasumarias, es decir, asesinatos sin más. Los “requisitos” no son otros que ser joven, pobre y vestir de determinada manera. Pues bien, el criterio de selectividad quedó claramente de manifiesto con la plasmación de desigualdad ante la ley: a los pibes del boliche se les hizo acta de aprehensión y de requisa.

Fueron obligados a sacarse cinturones, cadenitas, cordones -por lo cual evidentemente tenían destino de calabozo- y a dejar sus pertenencias. Todo esto agravado con el verdugueo típico sobre “¡cómo vas a usar esto!”, o “¿qué pinta tu celular?”. A propósito, también fueron obligados a apagar los teléfonos. Dentro de esa selectividad opera otra selectividad, que consiste en elegir al más débil o al más vulnerable del grupo y someterlo a burlas y humillaciones. Los objetivos de escarnio y aleccionamiento frente a sus compañeros funcionan sobre los policías “testigos” antes que sobre los pibes seleccionados: antes que “formar” a los jóvenes marcados, afirman la continuidad de métodos, prácticas y corpus teóricos, simbólicos, mentales, de crímenes cometidos desde el Estado contra un sector de la población.



En todo caso, una conducta absolutamente lesiva, arbitraria y discriminatoria. Así fue como un oficial se ensañó particularmente con uno de los chicos al que le tomaba los datos y le hacía la requisa. “¿Qué vas a trabajar vos?” le dijo y cuando anotaba sus pertenencias -además de ser el único al que hicieron descalzar por completo-, le advirtió si no tenía algún otro elemento para colgarse, fuera del cinto ya requisado. El pibe se palpó como automáticamente y el policía amenazó: “más vale que estés seguro porque si te encuentro algo después… te lo tiro a la calle”. Por último, como no encontraba bolsas plásticas para guardar lo requisado, el oficial verdugo lo “chanceó” con que tenía que sacarse la remera y envolver ahí las cosas. Agrego que eran ya las cinco y media de la madrugada y más que fresco hacía frío. Yo me resfrié, había salido de mi casa muy informal y por cinco minutos. Aparece en este punto otro aspecto del accionar policial que puede tomarse como una interpretación muy subjetiva y sin embargo no lo es. Desde mi experiencia periodística, tanto en la cobertura de juicios de lesa humanidad -que abren toda una dimensión sobre la aplicación del terrorismo de Estado en nuestro país y permiten establecer cómo determinadas conductas de persecución tuvieron y tienen su continuidad sistemática en las fuerzas de seguridad de la democracia- como en la Campaña contra la Violencia Institucional en Mendoza, son hechos advertidos en la realidad.

Otro de los chicos debió decir su domicilio para el acta de aprehensión. Fue al único que le repreguntaron en voz alta -lo hizo el policía a cargo del turno- y seguramente sirvió para enviar un mensaje al resto de los policías presentes: “¿así que vos vivís en el Parque Sur…? ¿y en qué manzana vivís?”. “La 33” fue la seca respuesta. La sombra del reciente asesinato de Leonardo Rodríguez -oriundo de ese barrio- a manos de policías de la Comisaría 27 de Godoy Cruz, la estigmatización y la saña represiva que se cierne sobre los reclamos de justicia que hacen los vecinos, surcó toda la comisaría. Pude ver los rostros de malicia y odio de cada uno de los oficiales.

Hubo más en la noche sacada de los policías de la Segunda. Mientras se hacían las requisas, hubo otros oficiales que se fueron incorporando al turno, por lo que entre “aprehendidos” y oficiales había una quincena de personas. Había dos detenidos más en los calabozos -primeros arrestados de la razzia- y allí siguieron. Algunos policías estaban en la vereda. Los que estábamos dentro pudimos ver por la ventana que da a calle San Martín que un colectivo de la línea 10 se frenaba, o era frenado por oficiales, y en un momento tres de ellos se subieron agresivamente, tomaron del pelo a otro joven seleccionado con fuerza y, reduciéndolo con los brazos hacia atrás, lo bajaron. En plena vereda lo tiraron boca abajo y forcejearon sobre su espalda. No puedo aseverar que lo hayan golpeado. En la esquina no había menos de cien personas que salían de los boliches. En lo burocrático-administrativo el muchacho violentado no fue ingresado a la dependencia, simplemente “lo soltaron”…

Finalmente trajeron dos “aprehendidos” más que andaban en una moto. Por comentarios posteriores en el traslado, los chicos explicaron que es práctica habitual ese tipo de detención, ya que el objetivo es pedir coimas, sea porque falte algún documento del vehículo o por cualquier cuestión reglamentaria. No les hicieron requisa. “Dos más cuatro más dos”, empezaron a sumar los policías. “Bueno, con estos ocho estamos”, indicó el encargado y ordenó el traslado para la revisación médica.

Los ocho fuimos subidos a uno de esos furgones enormes y encerrados allí, completamente a oscuras y sin ninguna comunicación acerca de cuál era el lugar donde íbamos a ser revisados. Por el rumbo que tomó el vehículo -hacia el sur y luego al oeste- entendimos que nos llevaban a la Inspección General de Seguridad. Tras unos 20 minutos el furgón se estacionó y, tras otros 5, abrieron la puerta metálica trasera. Estaba oscuro pero una luminaria cercana permitió que veamos por entre la tela metálica a los dos policías a cargo del traslado y a un civil, presumiblemente el médico policial. La constatación de que en la comisaría ninguno había sido ni golpeado ni torturado no existió. La “revisación” duró menos de 30 segundos y se limitó a que el señor médico sacara una mini linterna, alumbrara con un haz minúsculo hacia dentro de la celda móvil y preguntara si estábamos bien. “Bueno, se van de vuelta”, dijo. Y cerraron la puerta.



De nuevo en la comisaría, el encargado se ocupó de dejar claro del todo cómo eran las cosas: “ustedes cuatro, señores, al calabozo”, dijo en alusión al grupo de pibes detenidos al salir del boliche. El oficial verdugo de más temprano cumplió su advertencia cuando su víctima iba rumbo a ser encarcelada: “a ver ¿qué tenés ahí? ¿no te dije yo? sacate eso, sacate eso” y le manoteó el cordón que bordaba interiormente el cuello de su remera. El pibe debió romper las costuras extremas para poder sacárselo. A las siete y diez de la mañana los cuatro no aprehendidos en boliche fuimos “largados”. Nunca supe hasta qué hora estuvieron “dentro” los pobres elegidos. Conozco mis derechos -trabajo sobre ello- y sé qué hacer si me detienen. Quiero expresar que a pesar de mi experiencia no levanté la voz, no señalé todo lo que se estaba haciendo mal, con los demás y conmigo. No llamé a mis abogados. En todo momento desee que todo “pasara rápido”, simplemente porque estaba profundamente intimidado y sorprendido, anonadado. Por todo: operativos de detención, atención en la comisaría, traslado e inexistencia de asistencia médica, la ilegalidad absoluta. Como periodista y como militante sé que esto es así, sistemático y de una gravedad extrema. También que si así actúa la Policía de la Segunda, qué podemos esperar de las comisarías ubicadas en las zonas marginadas y en barrios populares.

Cada uno de los policías que “actuó” esa noche, desde el encargado al médico, pasando por los que me detuvieron junto al otro muchacho y a los que actuaron en los otros operativos, el verdugo, el encargado, el feliz de hacer número, se repite. La misma policía de ayer, hoy. Pretendo que esta experiencia, la que todos conocemos en nuestras “buenas” conciencias de sujetos de compromiso, sirva para acabar con tanta impunidad. Por eso el escrito y todo lo que los abogados estimen que sea objeto de denuncia. Por los pibes.

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