HISTORIA / La sorpresa de Cancha Rayada, 19 de marzo de 1818 / Documento






El 12 de febrero de 1818, al cumplirse el primer aniversario de la batalla de Chacabuco, Chile proclamó su independencia. Sin embargo, ésta no estaba asegurada. Las fuerzas realistas todavía bloqueaban Valparaíso y las tropas del general Mariano Osorio se preparaban para el ataque, que no tardaría en llegar. En la noche del 19 de marzo de 1818, el ejército realista decidió dar un golpe sorpresa por la noche. San Martín, advertido, intentó cambiar de posición, pero de inmediato se produjo la embestida de Osorio, provocando el caos en las tropas patriotas.

O’Higgins recibió una herida en el brazo y San Martín vio caer muerto a su ayudante Larraín. Las armas argentino-chilenas perdieron 120 hombres, 24 cañones y 2 obuses. La derrota sufrida por las fuerzas patriotas era tanto más grande por cuanto impactaba de lleno en el ánimo de los hombres que aguardaban “confiadamente una victoria espléndida, haciéndose preparativos costosos para festejarla con suntuosidad”.

“Una victoria debilita un pueblo, una derrota despierta uno nuevo”, decía Saint-Exupéry, en Vuelo nocturno. Por eso en esta ocasión compartimos un relato de Tomás Guido sobre este tremendo contraste sufrido por las fuerzas patriotas. San Martín, en medio del desánimo general, animaba a su amigo con estas palabras: “Le prometo que recobraremos lo perdido y arrojaremos del país a los chapetones”. No se equivocaba. Menos de un mes después, el 5 de abril, tropas al mando del gran capitán sellarán para siempre la independencia de Chile en la batalla de Maipú.

(Fuente: Tomás Guido, San Martin y la gran epopeya, Buenos Aires, Jackson, 1953, pág. 75-81).



Corría el año de 1818. La independencia de Chile acababa de jurarse solemnemente en la plaza principal de Santiago (…) San Martín (…) se puso en marcha hacia el Sur. Era su intento concentrar las fuerzas que venían retirándose de Concepción y marchar al encuentro del general Osorio, que avanzaba a la cabeza de las fuerzas realistas.

Me hallaba yo en Santiago (…) cuando empezaron a llegar en tropel los primeros dispersos, de los que se salvaron de la sorpresa en la funesta noche del 19 de marzo. Es fácil comprender la confusión y sobresalto propagados en una población, donde en lugar de un tremendo revés, se aguardaba confiadamente una victoria espléndida, haciéndose preparativos costosos para festejarla con suntuosidad.

La crisis en verdad presentábase con síntomas aterradores. El peligro de caer de nuevo bajo el absolutismo de un enemigo engreído con su triunfo inquietaba vivamente aun a los más firmes patriotas. Fue entonces que el Supremo Director del Estado, penetrado de la grandeza de su deber, se lanzó a emplear todo medio eficaz para levantar los ánimos consternados y prepararse a la defensa.

Por fortuna de la causa de América, el general Cruz (…) adoptó sin vacilación resoluciones vigorosas.

Muy pronto empezaron a reunirse en mi alojamiento jefes notables de diferentes armas, que extenuados de fatiga en el empeño de volver a la disciplina a la tropa dispersa, se restituían a sus cuarteles a la espera de las órdenes del general en jefe, cuyo paradero ignoraban; no sabiendo tampoco la dirección que hubiese tomado la fuerte columna mandada por el valeroso coronel Las Heras, que salvó intacta de la sorpresa, por la posición que ocupaba al caer el enemigo en nuestro campo.

Para definir y aclarar esta crítica situación, pedí al Supremo Director, convocase instantáneamente a junta popular, todos los jefes reunidos en la capital, entre los que sobresalía el teniente general conde Brayer, veterano del Imperio francés, que viniendo del campo de batalla, fue también mensajero del terrible fracaso.

El general Cruz no vaciló un momento en acceder a mis instancias. Convocó y reunió en palacio a ciudadanos distinguidos que residían en la capital, y exponiendo en plena sala desembozadamente los peligros que amenazaban la patria, les pidió parecer, con la indeclinable protesta de poner en juego todos los recursos de la República, hasta exterminar al enemigo que se juzgaba vencedor. Esta enérgica promesa contribuyó eficazmente a reanimar aun a los ánimos más desalentados, que le prometieron su cooperación.

Y aquí es la ocasión de mencionar un incidente grave, ocurrido en esa reunión, por la trascendencia que pudo tener, en medio de la agitación pública. Sobresalía, como he dicho, entre los concurrentes, el general Brayer, quien acababa de desempeñar en nuestro ejército las funciones de jefe de Estado Mayor, y que había presenciado el contraste de la noche del 19. Considerándolo el Director Cruz de los más competentes por su experiencia militar y gloriosa carrera en el Imperio, se dirigió a él de los primeros para que, como actor en el teatro de la guerra, expusiera francamente si le parecía remediable nuestra desgracia…

El general no titubeó en responder a esta interpelación con la autoridad de un militar experto “que dudaba mucho pudiésemos rehacernos de la derrota sufrida, y que, por el contrario, la completa desmoralización del ejército y el estrago causado en sus filas, disipaban, según él, toda esperanza de reparar el golpe". Fácil es imaginarse la impresión que en aquellos momentos dejaría en la asamblea la opinión emitida por un jefe tan competente; y era menester combatirla en precaución del desaliento que debía producir.



Creí de mi deber contestarle de manera de desvanecer apreciaciones desanimadoras, precisamente en el trance en que era necesario apercibirnos para una resistencia obstinada. “V. S. no puede, le dije, juzgar del estado del ejército en retirada, después de la sorpresa que lo fraccionó, por haber dejado el campo bajo la impresión de un irreparable desastre. ¿Ignora V. S. que aún existe nuestro impertérrito jefe? Pues bien, yo puedo asegurar a esta asamblea con irrefragables testimonios que poseo, que el general San Martín, aunque obligado a replegarse a San Fernando después de Cancha Rayada, dicta las más premiosas órdenes para la reconcentración de las tropas y reunión de las milicias…."

Algunos días después, el general San Martín levantó su cuartel general en San Fernando y se puso en camino hacia la capital. Decidíme entonces a alcanzarlo en marcha, y en la noche que atravesaba el extenso llano de Maipú, logré juntarme con él a eso de las ocho. Apenas recibió mi saludo, acercó su caballo al mío, me echó sus brazos y dominado de un pesar profundo me dijo con voz conmovida: "¡mis amigos me han abandonado, correspondiendo así a mis afanes!"

"No, general, le respondí interrumpiéndole, bajo la penosísima impresión de que me sentí poseído al escucharlo; rechace Vd. con su genial coraje todo pensamiento que le apesadumbre. Sé bien lo que ha pasado; y si algunos hay que sobrecogidos después de la sorpresa le hubieren vuelto la espalda, muy pronto estarán a su lado. A Vd. se le aguarda en Santiago como a su anhelado salvador. Rebosa en el pueblo la alegría y el entusiasmo al saber la aproximación de Vd. El general Cruz excita con celo infatigable el espíritu nacional. Rodríguez no sosiega. Por mi honor, que no exagero; los jefes reunidos le esperan como a su Mesías y será Vd. recibido con palmas. He venido ex profeso a avisárselo a Vd. y a pedirle sus órdenes". El general me escuchó con bondad, y dándomelas muy decisivas, me previno partiese en el acto a ejecutarlas y le esperase en su alojamiento en Santiago.

Pero al separarme me dijo serenado: "Vaya Vd. satisfecho, mi amigo, y le prometo recobraremos lo perdido y arrojaremos del país a los chapetones". ¡Palabras proféticas, pronunciadas ante las estrellas en el mismo campo donde días después se rompió para siempre el yugo secular que pesaba sobre el bello Chile! (…)

Tomás Guido

(www.elhistoriador.com.ar)

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