El 8 de noviembre de 1974 un grupo de militantes uruguayos tupamaros fue secuestrado en Buenos Aires y enviado a Montevideo en el denominado "Vuelo Cero", con el que las fuerzas de seguridad sudamericanas del Plan Cóndor iniciaron los operativos represivos de búsqueda y traslado de opositores políticos de un país a otro. Julio Abreu es el único sobreviviente del viaje. El resto terminó acribillado un mes después en la localidad de Soca. Acorralado por el miedo y sus dramas personales, aquel chico de 22 años tardó varias décadas en hablar. Hoy, su historia se cuenta en el libro Julio Abreu, sobreviviente del Vuelo Cero, de Alberto Silva, que fue presentado en la Casa de la Memoria y la Vida del partido de Morón.
–A usted le costó mucho contar por primera vez detalles de esa operación. ¿Por qué?
–Por miedo, por terror. Lo hice recién en 2005, después de 30 años de "incilio", como me gusta decir. Viví exiliado dentro de mi propio cuerpo, y ese miedo hizo que recurriera al alcohol para evadirme.
–A las condiciones políticas generales, que no ayudaban para reclamar justicia, le agregó esa parálisis personal.
–¿Sabes para qué tomaba? Para dormir. Me desmayaba, pero para mí, eso era descansar. El terror te paraliza, y si el desencadenante de ese terror te agarra con la guardia baja, eso se agrava.
–¿Su llegada a Buenos Aires tuvo que ver con la militancia, y con el golpe de Estado ocurrido en Uruguay antes de su secuestro?
–No, para nada. No tenía experiencia política, era un muchacho de 22 años que cuidaba a mi madre, y como mi hermano sí estaba aquí, viajé para que la familia estuviera unida. Mi hermano tenía militancia sindical, y tuvo que escapar con el golpe del '73.
–¿Qué recuerda de ese día?
–Todo. El 8 de noviembre de 1974 estábamos festejando el cumpleaños de Quique, un amigo de Buenos Aires, y de repente, nos quedamos sin comida. Me ofrecí a salir, y Floreal García quiso acompañarme. Floreal era un tipo muy comprometido socialmente, de una ética impresionante, y excelente boxeador, el responsable de que Uruguay ganara la primera medalla de oro en los Juegos Panamericanos. Llegamos a la esquina, y, en ese instante, cambió mi vida. Sentí que la historia me había puesto en el lugar equivocado, y a la hora equivocada.
–En realidad, podría interpretarse a la inversa. Si usted no hubiera estado allí en ese momento, los detalles de esta masacre no se hubieran conocido nunca.
–Sí, puede ser verdad. Fuimos derribados a golpes de puño y patadas. Venían de todos lados, hasta que nos esposaron las manos y nos metieron en un Falcon. Mientras Floreal me decía que nos iban a matar, uno de los verdugos se hacía el tonto, para disimular: "¡Así que robando autos, cortale la mano!"
–¿Reconoció lugares donde fueron llevados?
–Era complicado, porque estábamos encapuchados. Ahí empecé un periplo siniestro. Me pasaron por tres centros clandestinos de detención en Argentina, y uno en Uruguay. Hasta que me liberaron el 24 de diciembre. Bueno, eso de que me liberaron es relativo.
–¿Por qué?
–Porque la verdadera liberación la ejerzo aquí contigo, tomando un café y hablando con tranquilidad. Un estado de conciencia que me costó muchísimo conseguir, y que pagué con años de sufrimiento. La del sobreviviente no es una figura fácil. Me costó bastante superar situaciones increíbles que viví en la cárcel clandestina uruguaya.
–¿Como cuál?
–Cruzarnos con verdugos que comentaban lo que habían hecho ese día: “Sí, matamos a un par de comunistas, fue una tarde jodida.” Y, al rato, escuchar que dos de ellos hablaban entre sí sobre la familia, y del horario en que tenían que volver a la casa por no sé qué cosa de los hijos. Era como naturalizar la muerte.
–Imágenes que lo metieron en aquel incilio, como dijo antes...
–Algunos estudios psicológicos dicen que ante episodios traumáticos, uno tarda 30 años en ordenar su cabeza. Todo es relativo, pero en mi caso, eso se cumplió, y en 2005 me fui animando a salir de esa cárcel personal. Llevaba varios muertos en mi espalda, y el peso era insoportable. La búsqueda de justicia es algo sanador para uno mismo. Esta última década crecí muchísimo, dejé el alcohol, tuve hijas, me relacioné con organismos de Derechos Humanos que me ayudaron, y eso motivó que nos empezáramos a mover.
–¿Qué significó en su vida haber podido hablar?
–Tú lo dijiste. Significó la vida misma.