HISTORIA / Una apología rivadaviana (segunda parte) / Escribe: Juan María Gutiérrez






(viene de la edición de ayer)

No somos nosotros los que lo aseguramos a título de biógrafos panegiristas: son deducciones de sus propios actos administrativos. El Sr. Rivadavia nos ha legado un precioso cuerpo de doctrina social y gubernativa en los considerandos de los decretos que firmó, en los mensajes del Ejecutivo a las Cámaras. Quería ser obedecido más que por la fuerza del mandato por la del convencimiento obrado por el raciocinio que precedía a sus disposiciones.

Traigamos a la memoria algunas de sus máximas:

“La publicidad es la mejor garantía de la buena fe de los actos, mayormente en aquellos cuya decisión está sujeta a una arbitrariedad necesaria”.

“No hay instituciones que contribuyan tanto a la civilización de un pueblo, como las que inducen entre los individuos respeto recíproco en maneras y en expresiones”.


“No hay medio ni secreto para dar permanencia a todas las relaciones políticas y sociales como el de ilustrar y perfeccionar tanto a los hombres como a las mujeres, a los individuos como a los pueblos”.

“La ilustración pública es la base de todo sistema social bien reglado, y cuando la ignorancia cubre a los habitantes de un país, ni las autoridades pueden con suceso promover su prosperidad, ni ellos mismos proporcionarse las ventajas reales que esparce el imperio de las leyes”.

“Todo premio adjudicado al verdadero mérito, sino es un tributo de rigorosa justicia, es seguramente un resorte de los que más ventajosamente promueven la perfección moral”.

“Es cierto que la opinión pública, especialmente en los países inexpertos, se extravía de suyo, es a veces sorprendida y frecuentemente resiste a la acción del poder; pero en todos esos casos sosteniéndose esta sobre la masa de los intereses u obrando al frente de la corriente por medio de la instrucción, de la libertad y de la publicidad, el triunfo es tanto más cierto y glorioso cuanto que se reviste el imperio del bien”.

Cerraremos esta incompleta página de un verdadero libro de oro con un pensamiento que muestra toda la liberalidad de las miras de aquel excelente estadista:

“Es preciso, decía, que los pueblos se acostumbren a ser celosos de sus prerrogativas”.

En el momento mismo en que desde la altura del mando emitía este principio, ponía en manos del pueblo los medios para que conociese la extensión y la naturaleza de esa prerrogativa, encargando la traducción del libro de su amigo M. Daunau, De las garantías individuales a uno de nuestros más serios literatos de aquella época.

Esta traducción, publicada en crecido número de ejemplares, ha sido uno de los libros en que hemos aprendido a leer y a pensar muchos hombres hoy maduros, o más bien dicho, una generación entera.

Consiste, pues, la principal gloria del Sr. Rivadavia en haber colocado la moral en la región del poder como base de su fuerza y permanencia, y en comprender que la educación del pueblo es el elemento primordial de la felicidad y engrandecimiento. Sobre estas columnas fundó una administración que todavía no conoce rival en estos países, y parte de cuyas creaciones, como puntos luminosos, han lucido hasta en las negras horas del gobierno bárbaro que por tantos años mantuvo detenido el carro del progreso argentino.

Apenas ocupó el puesto de ministro, erigió la Universidad mayor de Buenos Aires con fuero y jurisdicción académica, como estaba acordado por reales cédulas desde el año 1778. Fue este su primer paso en la tarea de fundar establecimientos de enseñanza alta y primaria, bajo un sistema general, oportuno para desarrollar la educación pública al abrigo del sosiego y del nuevo orden que sucedía a la anarquía.

Inmediatamente después fundó las escuelas gratuitas bajo el sistema rápido y económico de Lancaster, no sólo en los barrios de esta ciudad sino en los más apartados pueblos de campaña, confiando la inspección general de todas ellas a un sacerdote recomendable por su ilustración y conocido por su generosa filantropía.

(…)

Pero su pensamiento original, y más fecundo fue el de apoderarse, a favor del bien público, de las hermosas cualidades del corazón femenino. Sabía el Sr. Rivadavia — son palabras suyas — que la naturaleza al dar a la mujer distintos destinos y medios de prestar servicios, dio también a su corazón y a su espíritu calidades que no posee el hombre, quien, por más que se esfuerce en perfeccionar las suyas se alejará de la civilización si no asocia a sus ideas y sentimientos la mitad preciosa de su especie. La Sociedad de Beneficencia se ha defendido en épocas de retroceso social por la propia importancia de sus tareas, y ha podido educar dos generaciones de madres morales e instruidas que han dado entre caricias los primeros consejos y las primeras lecciones a centenares de ciudadanos. La Sociedad de Beneficencia es una escuela normal donde se forman excelentes y dignas matronas que se sucederán unas a otras practicando el bien y ejerciendo la insigne magistratura de la mejora de sexo, mientras exista esta ciudad que la respeta y ama. La anciana moribunda les dirige las últimas bendiciones desde el lecho de la misericordia, y la tierna niña en el albor y fuerza de la vida, desde el banco de sus labores, eleva también sus puros agradecimientos a esas segundas madres que les dio la patria por la mano venerable de Rivadavia.


Cuadro demasiado extenso seria el que comprendiese todos los pormenores de las reformas emprendidas en la administración de Rodríguez. Ellas abrazaron desde la economía interior de las oficinas hasta los actos ejercidos por el pueblo en razón de su soberanía; desde las prácticas forenses hasta los hábitos parlamentarios; desde la política del cuartel del soldado hasta la clasificación de las recompensas a que eran acreedores los jefes del ejército.

Como la reforma tuviese la inflexible intención de desarraigar abusos e introducir economía en la aplicación de la renta pública, no pudo ponerse en práctica sin lastimar intereses, personas y corporaciones que se sublevaron contra sus tendencias. Estas reformas fueron sancionadas por los representantes del pueblo. Por fortuna los legisladores de entonces tenían en el ejecutivo un brazo fuerte para hacer cumplir la ley, y una voluntad que no se arredraba en presencia de las dificultades. El Mensaje del año 23, hablando de la reforma, se expresa en estos términos: “Esta obra ardua ha sido ordenada con valentía por las dos legislaturas precedentes, y el gobierno para ejecutarlo ha debido vencer grandes resistencias y chocar con sentimientos personales y preocupaciones comunes”. Estas palabras demuestran las resistencias halladas para obrar el bien y acelerar la marcha de la civilización. Dejan traducir al mismo tiempo cuáles debieron ser las luchas diarias, sostenidas por los hombres colocados al frente del movimiento regenerador. Disculpable habría sido que se manifestasen engreídos por el triunfo y agriados por las ofensas recibidas en retribución de beneficios tan importantes. Nada de eso. Una severa templanza rebosa en todo aquel documento, modelo de filosofía política. En él se explican y se absuelven los errores de la opinión y se esperanza hasta en la exaltación de las pasiones para llegar al blanco a que se dirigía el gobierno, así que esas pasiones entrasen al cauce que la ley acababa de señalarlas. El Mensaje continúa así: “Establecidos ahora los fundamentos del sistema representativo, es forzoso que la conducta del gobierno sea conservadora. El tiempo debe consolidar lentamente lo que acaba de construirse con tantas fatigas y peligros: él tranquilizará los ánimos agitados de las pasadas contiendas: las pasiones sublevadas se amansarán gradualmente y servirán también bajo el imperio de instituciones saludables”.

(…)

El Sr. Rivadavia renunció el cargo de Presidente y cesó en sus funciones a fines de julio de 1827.

Al descender de la presidencia, el Sr. Rivadavia dirigió una carta autógrafa a cada uno de sus ministros, dándoles gracias por la cooperación que habían prestado a su gobierno, y asegurándoles de la aprobación que le merecía la conducta de los empleados en los tres departamentos de la administración. Las contestaciones de los señores Agüero, Cruz y Carril son un testimonio de los sentimientos nobles y afectuosos que el magistrado había sabido despertar en aquellos hombres notables. En momentos en que declinaba el valimiento del gobernante, y en que ya se divisaba delante de él el camino lóbrego que iba a recorrer en el resto de sus días, no pueden ser tachadas de lisonjeras las expresiones con que los ministros contestaron al Sr. Rivadavia. El de Hacienda se expresaba así: “La administración de V. E, deja descubierto el secreto y en él la garantía que faltaba a los intereses sociales. No más el saqueo y la violación de las propiedades particulares serán en nuestra patria suficientemente escudados con los nombres de patriotismo y de obligación (…) La más grata recompensa que me queda es haberme empleado en el servicio de la nación, bajo las órdenes del hombre público que en la historia de la América española ocupará el lugar más distinguido, por su constante empeño en propagar la civilización de los verdaderos principios con que, en menos tiempo, y excusando mil calamidades, los moradores de estas regiones puedan llegar a la ventura social, y las diversas secciones del continente elevarse a un grado de prosperidad prodigiosa”.

La nación pasaba por una verdadera crisis. El carácter provisorio que imponía al nuevo presidente la ley de 5 de julio, la reunión próxima de una convención nacional; la disolución del Congreso así que se tuviere conocimiento oficial de la instalación de aquella; la guerra civil que alzaba la rebelión por una parte, y por otra la guerra extranjera, colocaban al país en una situación que se agravaba con la decadencia del comercio y los excesos del agio y con el mal éxito de las negociaciones diplomáticas entabladas para terminar la contienda con el Imperio. Las pasiones políticas se hallaban exaltadas. El Gobierno Nacional caía enlutando el corazón de unos y vistiendo con colores alegres las ambiciones de otros. Los numerosos amigos de un orden de cosas que databa desde 1821, se sentían sin apoyo y se consideraban entregados por la renuncia del Sr. Rivadavia a las consecuencias de una reacción que comenzando por las formas había de llegar hasta las ideas.


Para calmar estos temores y para templar el ardor de los partidos, revistiéndose el Sr. Rivadavia de esa grave tranquilidad que mostró tantas veces en los momentos críticos, dirigió al país las siguientes palabras que se deslucirían con cualquier comentario: “Argentinos: No emponzoñéis mi vida haciéndome la injusticia de suponerme arredrado por los peligros, o desanimado por los obstáculos que presenta la magistratura que me habéis conferido. Yo hubiera arrostrado sereno aun mayores inconvenientes, si hubiera visto por término de esta abnegación la seguridad y la ventura de la patria. Consagradle enteramente vuestros esfuerzos, si queréis dar a mi celo y a mis trabajos la más dulce de las recompensas. Ahogad ante sus aras la voz de los intereses locales, de la diferencia de partidos y sobre todo, la de los afectos y odios personales, tan opuestos al bien de los estados como a la consolidación de la moral pública… Abrazaos como tiernos hermanos y acorred como miembros de una misma familia a la defensa de vuestros hogares, de vuestros derechos, del monumento que habéis alzado a la gloria de la nación. Tales son los deseos que me animarán en la oscuridad a que consagro mi vida; tales los que me consolarán de la injusticia de los hombres; tales, en fin, los que me merecerán un recuerdo honroso de la posteridad”.

(…)

Apartado el Sr. Rivadavia de la vida pública, la privada fue para él en lo sucesivo y hasta el fin de sus días, una perpetua expatriación. Para comprender las tribulaciones de su espíritu, bastará transcribir las siguientes palabras escritas por él en París en Mayo de 1853: “Son estos los momentos más tristes de mi vida. Un amigo me instruye sobre la extrema degradación y miseria de mi desventurada patria. No he recibido una sola letra que me consuele sobre la situación de mi esposa e hijos, ni recuerdos de mis amigos, sin embargo no puedo dejar de pensar constantemente en esa República Argentina que se arruina y degrada cada vez más. Ni sería digno ni posible separar mi ánimo de la contemplación de tan cara y amada patria…”.

(Fuente: www.elhistoriador.com.ar)

Image Hosted by ImageShack.us