La guerra civil en Siria no es un mero conflicto local. Es parte de una lucha mucho más grande que abarca al mundo entero.
Más allá de nuestras disputas de entre casa, muy movilizadas en los últimos tiempos por el tema de la Ley de Medios y por la agitación promovida por el grupo Clarín al resistir adecuarse a sus normas, el mundo sigue andando. Del conjunto de hechos que vienen verificándose en los últimos meses queda la sensación de que las tensiones entre el bloque occidental nucleado en la OTAN y la aun no bien estructurada configuración chino-rusa están creciendo. Las declaraciones de la secretaria de Estado Hillary Clinton a propósito de la integración del espacio postsoviético, efectuadas en Dublín el 6 de diciembre, son de una intemperancia y de una imprudencia que contrastan con la situación no precisamente sólida de la alianza occidental en materia social y económica.
Hillary Clinton afirmó en esa ocasión que la pretensión rusa de montar una unión aduanera entre los países antes integrados a la Unión Soviética es interpretada por Estados Unidos como “el mal absoluto”, que traduce la voluntad de Moscú de retomar el control del Asia central. Nada dice en cambio de la pretensión anglosajona de devolver al coloniaje a los países de ese espacio, de la cual la guerra de Afganistán es una demostración palpable.
El tema de la disputa por el Asia central ha sido abordado en varias ocasiones en esta columna y su importancia es manifiesta. En la concepción mackinderiana (1) de la geopolítica, el Asia central es el “Heartland” o corazón del mundo. Su conclusión es taxativa: quien domine el “Heartland” o Eurasia, dominará el mundo. A ese centro lo ve rodeado por el “creciente marginal o exterior” de las tierras que tocan los océanos Índico, Atlántico y Pacífico, más allá de los cuales se sitúan las potencias marítimas, Inglaterra y Estados Unidos. Nikolas Spykman refinó esta conceptualización con su teoría del “Rimland”, que define a los estados intermedios entre las potencias continentales y las potencias marítimas como decisivos para lograr la supremacía global. “Quién domine el “Rimland” (o creciente marginal) dominará al “Heartland”, y quién controle el “Heartland” dominará al mundo”.
Los países del “Rimland” –Medio Oriente, India, el sudeste asiático, Japón- deben constituirse en los buffers o estados tapón que bloqueen la irrupción euroasiática, proveyendo además de grandes cantidades de materias primas y de recursos productivos a las economías de occidente, últimas beneficiarias, en definitiva, de esta evaluación geoestratégica. Por algo Henry Kissinger y Zbygniew Brzezinski son devotos seguidores de las teorías de Spykman.
Este contraste y esta lucha estaban ya bien delineados en el siglo XIX, en la época en que Gran Bretaña y Rusia dirimían lo que Rudyard Kipling llamó el Gran Juego (2) por el predominio en el Asia Central; se agudizaron luego en los tiempos de la guerra fría y han vuelto a exacerbarse al calor de la reconstrucción del poderío ruso piloteada por Vladimir Putin después de la debacle de la URSS y los desatinos y la corrupción del período de Boris Yeltsin.
Toda la política exterior norteamericana en tiempos recientes ha estado dirigida a construir un andamiaje que sustente el punto de vista de Spykman. La reorientación del interés norteamericano hacia el eje Asia-Pacífico anunciada por Barack Obama, el enfriamiento de las relaciones con Pakistán y la fuerte sospecha con que se mira a los pujos soberanistas de sus servicios de inteligencia y de su programa atómico; las políticas intervencionistas en el Medio Oriente, las amenazas contra Irán, el fomento de la guerra civil en Siria, la desestabilización en el área del Cáucaso, el cultivo de las relaciones con el integrismo musulmán a pesar de la demonización de que son objeto los islamitas radicales, más la construcción de un escudo misilístico en Europa Oriental que tiende a anular la capacidad disuasiva del armamento ruso, confluyen para definir una política agresiva que no da tregua.
Todo esto es bastante insoportable, en especial por el fingimiento con que se lo reviste. Barack Obama aceptó muy suelto de cuerpo el Premio Nóbel de la Paz sin dejar por ello de sancionar asesinatos selectivos perpetrados con impunidad con aviones sin piloto o por agentes –propios o israelíes-, y de respaldar el derrocamiento y asesinato del líder libio Muammar Gaddafi y ahora la sangrienta desestabilización que está en curso en Siria.
Un ejemplo de este proceder hipócrita está dado por la instalación de los misiles Patriot en Turquía, para contrarrestar –se dice- eventuales ataques misilísiticos con armas químicas desde Siria. De armas químicas y de destrucción masiva estamos hasta las cejas desde el pretexto que el presidente George Bush (junior) utilizó para ir a la guerra contra Irak, sin que luego se comprobase nada al respecto. Pero, como la opinión norteamericana vive en medio de una niebla informativa, la tesis puede correr. En consecuencia el secretario de Defensa León Panetta anunció el viernes de la semana pasada que 400 militares norteamericanos operarán dos sistemas de esas armas en Turquía a fin de protegerla y darán así “una señal fuerte” en el sentido de que EE.UU no consentirá ningún ataque contra un país de la OTAN. Lo que no dice Panetta –ni ningún personero del gobierno estadounidense- es que los Patriot en Turquía son una forma de establecer una “no-fly zone” en Siria, instalando la amenaza de la interdicción aérea y el derribo de aviones o cohetes que el gobierno sirio pueda estar empleando para repeler la actividad de los jihadistas y mercenarios infiltrados desde el exterior para desgastar al régimen de Bashar el Assad. Conviene recalcar, asimismo, que Alemania y Holanda han anunciado que se sumarán a la defensa de la "pobre" Turquía –el estado más marcial y militarmente mejor equipado de la región- con el envío de sus propios misiles antimisiles, los que se sumarán a los otros que Estados Unidos tiene desplegados en Qatar, Kuwait y Bahrein, que extienden la amenaza al interior del espacio aéreo iraní.
¿Hasta cuándo?
Más de una vez nos hemos preguntado dónde estará el límite con el que la política norteamericana habrá de tropezar si sigue en el curso que se ha prefijado. Pareciera que estamos cada vez más cerca de este. Rusia se ha desengañado de la hipótesis, en la que por un tiempo se acunó, en el sentido de contar con inversiones masivas de capital provenientes de occidente para promover su economía y está reforzando su aparato militar para no quedarse atrás respecto de la gigantesca y permanente inversión en tecnología que a ese fin efectúa Estados Unidos. En el plano político y diplomático también las señales de hartazgo empiezan a menudear. Los vetos ruso y chino contra una condena en la ONU al régimen de el Assad en Siria, contrasta con la actitud más bien laxa que tuvieron en esos países en ocasión de la intervención contra Libia y da a entender que la cuerda se ha tensado ta vez hasta el punto de ruptura. En efecto, el eventual derrocamiento de Bashar el Assad crearía un tembladeral en todo el Medio Oriente, poniéndole un cuchillo en la garganta a Irán y anulando, como es de prever, la base naval moscovita en el puerto sirio de Tartus.
Pero más interesantes que los pronunciamientos políticos son las actitudes prácticas. Y la resolución de Moscú en el sentido de enviar misiles tierra a tierra Iskander al gobierno de Damasco hace evidente que la instalación de los Patriot en Turquía va a ser contrabalanceada por un arma capaz de destruirlos. En efecto, el Iskander es un misil táctico que, en su modelo de exportación, tiene un alcance que va de los 280 a los 500 kilómetros y que en consecuencia estaría en condiciones de destruir al sistema de armas norteamericano si este es ubicado cerca de la frontera.
El mundo, de unipolar ha devenido multipolar. El capítulo de la supremacía absoluta norteamericana que Washington creyó estar en condiciones de instaurar en 1992, con la caída de la URSS, ha durado muy poco tiempo. Estados Unidos se comporta como si eso no fuera así, pero en los próximos años es probable que se observe una readecuación del mapa político global. El crecimiento de los bloques regionales es ineluctable y no por fuerza tendrá que estar atado al diktat norteamericano o a los ucases rusos.
¿Europa estará siempre atada a una servil dependencia de Estados Unidos? ¿No hallará en algún momento el camino a la salud a través del renacimiento de la ecuación patrocinada por el general De Gaulle, que apuntaba a una Europa de las naciones y de los Estados, orientada a la aproximación con Rusia, en vez de someterse al binomio anglosajón EE.UU.- Reino Unido? ¿El grupo de Shangai no podrá constituirse, a través del eje Moscú-Pekín, por la fuerza determinante de su peso específico y militar, en un factor irreductible a la teoría de la globalización neoliberal? ¿No ejercería ese factor un poder de atracción que haría desvanecer en el aire la pretensión de usar a los países del “rimland” como punta de lanza contra China y Rusia? ¿No será posible que los países periféricos (a comenzar por América Latina) se constituyan asimismo como bloques unidos en su diversidad para hacer frente a los tiburones que merodean en torno a ellos?
Estas son las variantes geopolíticas de nuestro tiempo. Ya no son elucubraciones teóricas: impregnan la práctica política mundial. Suponer que podremos sustraernos al formidable remolino que su accionar ya está produciendo, sería ilusión vana. Por eso es esencial terminar con el patrón educacional servil que ha enseñado a las generaciones argentinas y latinoamericanas a “pensar con muletas”, como dijera Hernández Arregui. La intelligentsia latinoamericana tiene que pensar en grande y recuperar la conciencia histórica que le fue arrebatada por el modelo balcanizador y dependiente que frustró nuestra independencia de España. Tenemos los recursos para hacerlo. Hay una larga bibliografía y una densa experiencia histórica que deberían permitírnoslo.
Notas
1) Por Halford Mackinder, geógrafo inglés, que junto al alemán Karl Haushofer y a los norteamericanos Frederick Thayer Mahan y Nikolas John Spykman, forjaron las teorías de la geopolítica, entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX. No es casual que sus vidas hayan discurrido entre “la era del imperialismo” y “la era de las catástrofes”, según la categorización establecida por Eric Hobsbawm.
2) Los rusos lo llamaron, en forma menos deportiva, pero paradójicamente de una manera a la vez más poética y precisa, “el torneo de las sombras”, en alusión al carácter no declarado que tenía el enfrentamiento.