Ayer por la mañana murió Jorge Pardal, el arquitecto, ex legislador y ex intendente justicialista de Guaymallén. El deceso se produjo por una infección respiratoria que siguió a una gripe fortísima, según dejaron saber sus familiares.
El dirigente peronista concertador cumplía aún funciones en el Congreso de la Nación en Buenos Aires, a cargo de las remodelaciones del lugar. Ocupaba un cargo administrativo cercano a la vicepresidencia, puesto que le fue otorgado por el ex vicepresidente Julio Cobos.
Estuvo al frente del departamento más poblado de Mendoza entre 1991 y 2001. Luego ganó las elecciones de 1999 pero dejó su cargo un año después al asumir como senador nacional del 2001-2003.
En el año 2000 sufrió un accidente de tránsito que casi le cuesta la vida y por el que estuvo internado casi tres meses. Entre las consecuencias del hecho, le fue extirpado el bazo. Su fallecimiento se produjo en la provincia de Buenos Aires.
Hasta aquí la información dura, casi despojada.
Ante la contundencia de la muerte, se hace difícil decir toda la verdad. O mejor, se hace difícil decir toda NUESTRA verdad. Mi verdad, que en definitiva y vista por los otros no pasa de ser una opinión. Si nos vamos a las altas esferas de la filosofía, la idea de verdad comienza a tener tantas interpretaciones como miradas, por lo que mejor sigamos con el discurso coloquial.
Para algunos el muerto, al ingresar en esta condición, automáticamente comienza el camino a la santidad, pasa a ser una buena persona. Como si la muerte fuera una lavativa de mentes, conciencias y almas. Sin embargo este muerto del que hablo, fue uno de los “vivos” más destacados de las últimas décadas.
Pienso y digo que murió un viejo baluarte de una forma de hacer política que ojalá haya quedado atrás, junto con los fatídicos años del menemismo al que supo representar muy bien. Con estilo mendocino, se jugó y mucho por el ex presidente riojano, ya que en buena medida le debe su carrera política.
Fue electo intendente por primera vez cuando Rodolfo Gabrielli se hizo cargo de la gobernación. Dos años antes Menem había llegado al sillón de Rivadavia. Por tanto, y con esta data de encuadre, bien podemos suponer cómo fue la política.
Pardal fue un claro y clave exponente de la década del noventa, donde el Capital mandaba, donde el Estado era demonizado a la vez que diezmado por este y muchos otros representantes de las políticas pequeñas que, antes de gobernar, pedían permiso a las corporaciones y el poder económico concentrado. Así nos fue. Ya sabemos que esto terminó en la crisis de los años 2001 y 2002.
Con un gobierno nacional que vendió las joyas de la abuela, donde los gobernadores tampoco atinaban a pensar en serio en sus pueblos, la política fungía como una simple agencia de colocaciones, una tómbola que si te tocaba te permitía mandatos de cuatro años para hacer la plancha y/o negocios personales.
En ese contexto nació la figura de los caciques, también producto del aval legal que les permite la reelección indefinida en ese puesto. Pero se trataba de mucho más que eso, porque es sabido que el primer lugar de concurrencia para la denuncia o el pedido que tiene el ciudadano, es la Comuna. Así fue que acrecentaron su poder a niveles inenarrables.
Un viejo modo de hacer política, de espaldas al ciudadano y pensando en resolver sólo la cuestión personal y de una tan pequeña como mañosa banda de “militantes”. Pizza y champagne, para ser breves y al pie.
La debacle vendría algunos años después, produciendo escenas tremendas que hoy vemos repetidas por doquier en un primer mundo devastado por el avance del capitalismo financiero más impersonal de que tenemos memoria. Y Pardal fue una de las piezas de ese engranaje perverso y maligno.
Pero la muerte llega para todos, irreductible, contundente.