HISTORIA / ¿Qué es el nacionalismo? (segunda parte) / Escribe: Juan José Hernández Arregui






(viene de la edición de ayer)

Desgraciadamente, el mundo que nos está tocando vivir, se debate en un clima de falsedades impuesto por el ejemplo y la presión de los imperialismos dominantes que no pueden disimular de otra manera el estado de decadencia en que están cayendo. El ‘mundo occidental’ que para mayor escarnio de la verdad se le ha llamada también ‘el mundo libre’, es sólo un cúmulo de simulaciones, de valores inexisten-tes, donde la libertad que debería caracterizarlo es un mito ya insoportable y donde pareciera que lo único que considera sublime de las virtudes es su enunciado.” No faltarán papelistas pringosos, que dada mi conocida posición ideológica, le cuelguen a Perón el sambenito de “marxista”. Perón se ríe de las ideologías. Ya lo hemos dicho. Si no hemos vacilado en transcribir sus palabras, es porque tales juicios deben ubicarse en el plano patriótico y no en el literario. Y si, en otros trabajos del propio Gral. Perón, vuelve a mencionar mi nombre tal cosa es accidental y su intención es referirse al pensamiento nacional como uno de los tantos instrumentos de la liberación. Por eso, Perón pone como símbolo de ese pensamiento nacional a Raúl Scalabrini Ortiz. Y cita a renglón seguido a un historiador, José María Rosa, de formación ideológica opuesta a la mía, aunque nos una el mismo sentimiento de identidad a la tierra.


Prueba evidente—insistimos una vez más—, que Perón más que de hombres habla de pensamiento nacional en oposición al pensamiento antinacional. Y que la palabra “marxismo” no lo horripila, cuando de algún modo le sirve a un escritor argentino desprovisto de toda ambición humana para servir a la patria.

IV

Y ahora es preciso nombrar la palabra maldita: marxismo. A casi un siglo de la muerte de K. Marx y F. Engels, la obra de ambos es comparable, dentro del itinerario del pensamiento humano, a una catástrofe geológica. Mares de tinta, durante el siglo pasado y el presente, han corrido en pro y en contra del marxismo. Alteraciones supinas, generalmente oriundas de la cátedra universitaria, pasquinismo venenoso y, en contraposición, dogmatismos partidistas y criticas deformantes ajenas al humanismo marxista, desprovistas de méritos filosóficos, no han logrado amenguar la magnitud del marxismo en el mundo contemporáneo. Filosofías ha habido muchas. Y el marxismo mismo, desde los gérmenes que vienen de Heráclito, Aristóteles y Tucídides en la antigüedad clásica, hasta Bruno, Campanella y Spinoza —como lo ha probado Rodolfo Mondolfo— en el Renacimiento, es una filosofía, o más bien, utilizando la terminología de Dilthey, “una concepción del mundo”. Pero ni los sistemas filosóficos o concepciones del mundo son excesivamente turbulentos. Dignos del respeto de la posteridad, han influido sobre el pensamiento humano. Pero fuera de su época, duermen hoy, en las bibliotecas, el sueño de los justos. A diferencia del marxismo, una filosofía viva. Es decir, de nuestro tiempo.

El marxismo, dentro del vocabulario específicamente filosófico, conocido como “materialismo histórico”, “materialismo dialéctico” o como “humanismo voluntarista”, y según sus enemigos, como “determinismo económico”, “teoría económica de la historia”, etc., ha resistido briosamente los embates de la crítica. Y esta es la mejor demostración dejando las objeciones parciales, a veces justas, que se hayan hecho a algunos textos un tanto ambiguos de Marx y Engels, que el marxismo es una interpretación coherente de la historia. Más tampoco tal cosa sería riesgosa. De entrañar sólo esto, el marxismo no importaría nada más que un progreso en la conciencia filosófica y científica de la humanidad. El marxismo mismo en este último sentido, no es otra cosa que un momento de la filosofía entendida como historia de la filosofía. Y sin embargo, jamás filosofía alguna ha levantado tan iracundos rechazos, presentados, tras “la mentira de las ideas elevadas” bajo la acusación de materialismo. ¡Qué palabra abominable!

Esta palabra “materialismo” —que en su sentido filosófico, una y mil veces se ha repetido, no es más que la afirmación de la existencia del mundo exterior y de su aprehensión por el conocimiento que es el remate de ese mundo exterior concebido como un vasto proceso de evolución— nada tiene que ver con el uso vulgar del término que hace referencia a los placeres de la gula y la concupiscencia. Pero es este sentido el que hay interés en mantener en vigencia. Y a través de un “esplritualismo” enlodado, el marxismo queda reducido por esta propaganda envilecida a una cuestión del bajo vientre, cuando en realidad su objeto es la más noble reflexión que jamás se haya propuesto el espíritu, esto es, la real humanización del hombre. Ya veremos las motivaciones de esta negación del marxismo, que no solamente consiste en que más de la mitad del mundo es socialista, o marcha hacia el socialismo, sino en que el marxismo es la filosofía que explica el estado de cambio, de transformación y crisis del mundo actual. El marxismo es la conciencia acusadora de un mundo que se derrumba. La explicación de ese odio al marxismo está dada por el propio Marx: “La filosofía se convierte en fuerza material tan pronto cuando prende en las masas.” Pero Marx no era simplista. Conocía la tardanza en la historia, pues él mismo, en su lucha, había conocido lo escarpado del camino. Y por tanto, lo lejos de la meta que al principio le parecía cercana: “Tenéis que sostener —les decía a los obreros en 1850— quince, veinte, cincuenta años de luchas sociales, no sólo para cambiar las condiciones de vuestra existencia, sino para transformarnos vosotros mismos y haceros dignos del poder.” No erró por mucho. La Revolución Rusa llegó en 1917. Y aunque puede aducirse que el hombre mismo no se ha transfigurado en ángel no es menos cierto que el mundo es hoy otro, en su conformación económica, política e internacional, que el de la época de Marx. Y este mundo en tránsito confirma su imperecedora visión historicista.

El marxismo es el tema central de nuestro tiempo. Y en lo que hace a este trabajo, un método para la investigación de la historia y la cultura. Ahora bien, la utilidad de un método —que es una herramienta del pensamiento— consiste en apropiarse de él sin dejarse dominar por su esquemática superposición a realidades históricas distintas entre sí, por traslados teóricos mecanografiados de un país a otro. Esto es lo que han hecho las izquierdas extranjerizantes en la Argentina. En tal aspecto, las deformaciones teóricas y las consignas tácticas del stalinismo, han sido la fuente de los peores equívocos, del trapisondismo más descarado sobre el marxismo. Y al unísono, la causa de la aparición justificada de una crítica “antimarxista” refleja, pero en lo sustancial, tan ignorante de los fundamentos del marxismo como la de los “marxistas”, cuyos compromisos prácticos, su dependencia de Rusia en el orden político, oportunismos partidistas, y apartamiento de los supuestos filosóficos del sistema, han facilitado, como decíamos, una crítica “antimarxista” que en lo fundamental ha sido una crítica al stalinismo. Visto el asunto desde este ángulo, “marxistas” y “antimarxistas” son brotes pútridos de un mismo árbol. Y ambas corrientes, han hecho equitación sin caballo. Esto explica que de las izquierdas europeístas en la Argentina, no haya surgido un sólo libro útil al esclarecimiento de la cuestión nacional. El marxismo odia la rigidez cadavérica, el dogma estancado, y demanda en su adecuación a la práctica la renovación permanente, no la repetición propia de mentes inarticuladas, de lo que otros han pensado en latitudes y circunstancias históricas ajenas. El método depende siempre de una situación temporal y no ésta del método. El marxismo ha de recrearse en las colonias más que en Europa. Jean-Paul Sartre —el ex pensador existencialista de cuya filosofía poco queda después de tanto ruido—, lo ha visto bien: “La profundidad de una obra se desprende de la historia nacional, de la lengua, de las tradiciones, de las cuestiones particulares, y a menudo trágicas de la época, y el lugar, en que se plantea al filósofo y al artista a través de la comunidad viva en la cual está integrado.” El antecedente de Sartre es válido, pues a más de su innegable solvencia filosófica, aunque tardíamente, ha entendido como contemporáneo, no como filósofo europeo, la cuestión colonial, bajo el sacudimiento mental de un asombroso pensador negro antillano: Frantz Fanón. Lo cual confirma otra de las anticipaciones del marxismo, referente al hecho —y esto apunta a los intelectuales que miran a Europa— que en la crisis del presente, de los países atrasados pueden salir los más grandes pensadores. “El marxismo —ha escrito Sartre— es el clima de nuestras ideas, el medio en el cual estas se mueven . . .” Y en otra parte: “. . . tras la muerte del pensador burgués, el marxismo es la cultura, pues es la única teoría que permite comprender, los hombres, las obras y los acontecimientos”. Sartre no es un caso aislado. Del lado católico, inquietado por las conmociones de esta época de trastorno, han detonado “los diálogos entre marxistas y católicos”. Un diálogo, es verd3d, previamente concertado, lleno de palmaditas afables, malas intenciones y mutuas reciprocidades. Un diálogo incanjeable en sí mismo. Pero síntoma de que la Iglesia se acomoda a la verdad explosiva del marxismo. Por otra parte, no todo en estos diálogos, es hipocresía, sino más bien, en muchos cristianos, un retorno crepuscular del cielo a la tierra:

“¿Suspiras por lo lejano, por allanar el porvenir? Ocúpate aquí y ahora en lo activo.”

Necio quien dirige allá la vista deslumbrado, Fantasea sobre nubes semejantes a él. Fíjese su atención en lo que lo rodea; para la actividad del que obra no permanece mudo el mundo.


Vaya inspirado tu esfuerzo en el amor, y tu vida entera consistirá en actos.

(Goethe)

Y ya que ahora, no pocos católicos, se preocupan por el marxismo, quizá convenga transcribirles este fragmento de Federico Engels:

“Hace casi exactamente 1860 años, actuaba también en el Imperio Romano un peligroso partido de revoltosos. Este partido minaba la religión y todos los fundamentos del Estado. Negaba derechamente que la voluntad del emperador fuese la suprema ley; era un partido sin patria, internacional, que se extendía por todo el territorio del imperio, desde la Galia hasta Asia y traspasaba las fronteras imperiales. Llevaba muchos años haciendo un trabajo de zapa, subterráneamente, ocultándose. Pero desde hacía bastante, lo suficiente fuerte para salir a la luz del día. Ese partido de la revuelta, que se conocía con el nombre de los cristianos, tenía una firme representación en el Ejército. Legiones enteras eran cristianas.”

Es conocido, en la historia de la Iglesia, cómo el cristianismo acabó en culto del Estado, y en la coincidente corrupción al convertirse en la religión de las clases poderosas. Por eso, un católico despreciado por la Iglesia, artista de genio, un pordiosero que dormía aterido en los atrios de los templos, León Bloy, pudo decir:

“El infierno, no será sin duda más atroz que la vida que nos habéis hecho.”

Así se apartó el cristianismo de sus fuentes primitivas, y de san Pablo, un judío converso —verdadero fundador de la Iglesia— y en quien por primera vez en la historia, aparece la idea de la unidad del género humano:

“Para llegar a una inteligencia en que no haya paganos ” ni judíos, ni circuncisos ni incircuncisos, ni extranjeros ni bárbaros, ni hombres libres ni esclavos, sino que Cristo sea todo en todo.”

En puridad, lo que está en el tapete para la Iglesia, es su sobrevivencia histórica. Es probable, que estos diálogos entre católicos y marxistas no sean enteramente inútiles, ya que es preferible encender una débil vela antes que maldecir en las tinieblas. Quizá sea tarde. Fiel al poder mundanal, la Iglesia ahora ve con timidez, lo que Marx entendió sin velos teológicos: “. . . en la miseria sólo ven miseria, ignorando su aspecto revolucionario, subversivo, que derriba la vieja sociedad”.

De allí, que mucho después de Marx, haya podido decirse:

“Cristo triunfó porque Espartaco fue derrotado.”

(S. Enshlen)

(sigue en la edición de mañana)

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