HISTORIA / ¿Qué es el nacionalismo? (cuarta parte) / Escribe: Juan José Hernández Arregui






(viene de la edición de ayer)

La historia es, pues, tanto conservación como cambio —y ahí hincaría, en gran parte, la concepción histórica del marxismo—, lo cual obliga a pensar ambas ecuaciones en su interpenetración recíproca. De lo contrario, viendo sólo uno de los polos, la historia se convierte en la yerta idealización del pretérito o en utopía fantástica. Es en la justa relación de ambos términos, y en la superación permanente de ellos donde reside el enriquecimiento del conocimiento histórico. El avance del pensamiento humano responde a este impulso de las oposiciones dialécticas que marcan el decurso social.

La sociedad y el pensamiento se interpenetran recíprocamente, y en esta asociación troncal, no siempre paralela en su ritmo temporal, se conjugan el pasado y el cambio social, el desarrollo científico y el futuro. Pero es el hombre el portador de la historia, no un providencialismo metahistórico o causa externa a la historia misma, como en san Agustín o Bossuet, y en nuestro tiempo en A. Toynbee. “La historia no hace nada, no posee ningún poder, no libra ninguna lucha. Es más bien el hombre, el hombre efectivo y viviente, quien hace todo, quien posee y combate; la historia no es algo de que se sirva el hombre como medio para conseguir fines con los propios esfuerzos, como si fuese una persona independiente, sino que ella no es más que la actividad del hombre que persigue sus fines” (Marx). La historia es, pues, para Marx, la actividad humana, creadora de sus propios medios y fines. Resultante de esta actividad, que es social, y que determina no sólo la propia historicidad del hombre sino de las instituciones decantadas por la interacción humana. El Estado, por tanto, la más abstracta, y al parecer la más independiente de estas creaciones, no es como quería Hegel: “Dios sobre la tierra”, sino la construcción más elaborada de esa actividad humana corporizada en las clases sociales y sus luchas. O como lo señalara un artista, Balzac, también enaltecido por Marx sin preocuparse del conservatismo católico y monárquico del gran novelista: “Desde que existen las sociedades, un gobierno fue necesariamente un contrato de seguros concluidos entre los ricos contra los pobres”. Decenas de pensadores habían advertido, no sólo la importancia de los factores económicos, sino la existencia antagónica de las clases sociales.

Ya Platón, en la antigüedad, distinguía en cada polis griega, dos ciudades en pugna: la de los poderosos y la de los pobres. Aristóteles, igualmente, en sus estudios sobre las constituciones de las diversas ciudades griegas, con el agregado que, en su crítica a Platón, bajo la influencia de la escuela jónica —Heráclito tal vez— se aproximó a una concepción materialista y dialéctica de la naturaleza. También la escuela cínica.

En los antiguos abundan juicios como éste de Trasímaco de Calcedonia: “Afirmo que lo justo no es más que aquello que agrada al poderoso. En todos los Estados, lo justo es siempre lo que conviene al gobierno constituido”.


Volvamos a la época moderna. Mazzini, cuyo pensamiento republicano aparece coronado por la fe en Dios, lo percibía: “Observad que la dirección de la sociedad, y por tanto, directa o indirectamente de la educación, estuvo siempre en las manos de una clase o casta; ora de los nobles, ora de los jesuítas, ora de los financieros, ora de los terratenientes; y cada casta tiende según su naturaleza a conservar de manera exclusiva su poder, y trabaja con sentido egoísta e instila ese egoísmo suyo en las instituciones, en la enseñanza, en los libros, en todo aun sin darse cuenta de ello”.

John Stuart Mili, otro prominente filósofo liberal, lo dijo más rotundamente:

“Las opiniones de los hombres sobre lo encomiable y lo reprobable son afectadas por todas las diversas causas que influyen sobre sus deseos con respecto a la conducta de los demás, causas tan numerosas como las que determinan sus deseos con respecto a cualquier otro asunto. A veces es su razón, otras sus propios prejuicios y supersticiones; a menudo, sus sentimientos sociales y no pocas veces los antisociales; la envidia o los celos. Pero más frecuentemente, el hombre es guiado por su propio interés, legítimo o ilegítimo. Donde quiera que exista una clase dominante casi toda la moral pública derivará de los intereses de esa clase.”

Juicio que pudieron refrendar Marx y Engels. Y que hasta reverbera en el estilo de Marx.

De modo que, tanto los factores económicos como la lucha de clases, no son tesis originales del marxismo. El viejo Hegel, de quien Marx descendía en gran medida, lo había precisado al referirse a los contenidos concretos y los lazos ocultos de toda ideología: “Lo que los hombres defienden en sus ideologías son sus propios intereses realizados o frustrados según la clase a que pertenecen. Prodúcese de este modo, un juego mutuo de las individualidades en el que todas se engañan a sí mismas (y engañan) a las demás, considerándose además, engañadas, defraudadas”.

¿En dónde reside, pues, la innovación del marxismo? ¿Qué fue lo que Marx y Engels aportaron a lo que ya había sido entrevisto por otros? En primer lugar —ya se ha dicho— que son los hombres quienes hacen la historia, aunque no “en las condiciones elegidas por ellos”. El hombre hace efectivamente la historia, pero bajo estímulos o conjuntos de causas, económicas —el sistema productivo vigente, y superestructurales, políticas, jurídicas, religiosas, etc.—, que le vienen del pasado. Nada más ajeno al marxismo que el “economismo”. O sea, que los factores económicos sean los únicos determinantes de la historia, aunque Marx y Engels recalcaron que los avances tecnológicos dentro de un sistema de producción, al crear nuevas relaciones económicas, terminan, tarde o temprano, en un período revolucionario, en una nueva era de la humanidad. Tampoco fueron originales, en la final solución que asignan a la transformación del régimen capitalista en socialista, o sea del traspaso de los medios de producción del Individuo capitalista a la comunidad. Casi con las mismas palabras usadas por Marx, lo había dicho antes un noble francés, Saint-Simon: “El arte de gobernar a los hombres será suplantado por el arte de administrar las cosas”. Pero es necesario, para ello, transformar las bases materiales de la sociedad tanto como las ideas. Tecnología e ideas terminan por crear esas nuevas bases: ¿Qué otra cosa fue el triunfo de la burguesía en 1789 que una revolución de este tipo? ¿Y qué otra cosa es el socialismo agotadas ya las posibilidades del régimen burgués luego de haber perfeccionado éste una tecnología que acabará por destruirlo? Cuando Napoleón dijo: “Yo he hecho la gran nación”, Sieyes contestó: “¡Sí, porque nosotros hemos hecho antes la nación!”. Marx y Engels reaccionaron en vida contra estas torpes vulgarizaciones de la teoría. En la vida social los factores están entrecruzados. A veces, la economía ni siquiera actúa en lo inmediato, aunque globalmente —al desatar contradicciones insolubles— en último análisis predomine como el oculto demiurgo de la historia. A nadie se le ocurre negar las luchas políticas. Pero lo que las clases altas no quieren aceptar, es que detrás de esas luchas se mueven intereses sociales enmascarados tras los programas de partidos. El mismo Engels anotó cómo del complicadísimo entrecruzamiento factorial de los impulsos humanos y las series de causas históricas, devienen consecuencias sorpresivas, no deseadas ni pensadas previamente por las clases e individuos actuantes. Ya Hegel lo había entendido: “De las acciones de los hombres surge algo completamente distinto de lo que se proponen y de lo que conocen y quieren directamente”. Y Engels, recomendaba expresamente “investigar las fuerzas motrices que, consciente o inconscientemente, las más de las veces inconscientemente, se ocultan tras los móviles de los hombres en sus acciones históricas”.

Pero Marx y Engels, eso sí, únicamente en la historia veían la solución de los problemas humanos en íntima relación con los de la naturaleza. De allí que progreso humano y adelanto científico sean parte de un mismo suceder vivo del cambio permanente de las sociedades. En la historia no hay necesidad, o sea leyes inmutables o de repetición como en la naturaleza, en la que dadas las mismas condiciones se producen los mismos fenómenos. En la historia, las leyes son de tendencia, debiendo entenderse por tales el curso de un proceso encaminado en determinada dirección siempre que no aparezcan otras circunstancias. Pero aunque no con la invariabilidad y regularidad de las leyes naturales, estas leyes de tendencia también imprimen un curso a los fenómenos colectivos, y a la dilucidación del rumbo de la historia, ambos pensadores dedicaron sus fecundos esfuerzos sobre dos premisas iniciales: el carácter transitorio del sistema capitalista de producción —en rigor de todo sistema histórico— y la aplicación del método dialéctico a la investigación de la naturaleza y de la Historia.

¿Qué es la dialéctica? De un lado es la ley objetiva inmanente a la naturaleza misma en estado de cambio. La dialéctica es la ley de la realidad universal. Realidad que varía por oposiciones. La dialéctica entonces, es la ley del cambio de los fenómenos* de la naturaleza. Pero existe un ámbito histórico que también cambia, y en este orden, sin variar su esencia, en ese mundo de contradicciones que es la historia, la dialéctica es, en el orden teórico, y en tanto método, la forma de pensar y comprender como proceso unitivo las contradicciones que explican el cambio social, y en la aplicación de tal método a la práctica, la dialéctica es el arte de mostrar, a la luz de la lógica como instrumento de la razón, las contradicciones de la realidad tanto natural como histórica. Por eso el joven Marx, pudo decir: “He obligado a las relaciones sociales petrificadas a entrar en danza tocándoles su propia melodía dialéctica”. De este modo, a diferencia de Hegel, para quien la dialéctica explicaba un mundo finiquitado, Marx convertía a la dialéctica en algo más que un mero tratado de lógica. Vale decir, en un método de la acción revolucionaria. Engels resumía la cuestión así: “Los hombres han pensado dialécticamente mucho antes de saber qué es la dialéctica, del mismo modo que hablaban en prosa antes de conocer el término. La ley de la negación se desarrolla inconscientemente en la naturaleza, en la historia y en nuestras propias cabezas hasta que llegamos a reconocerla”.


En esto consiste lo revolucionario del marxismo. Naturaleza e historia no son invariables. El cambio es el principio de todo. Y es la actividad humana, la práctica, la que al hacerse teóricamente consciente, no sólo interpreta, sino modifica al mundo, y con ello, la naturaleza misma del hombre como sujeto de la voluntad hecho razón de sí mismo y del devenir social en el cual está inserido.

Ahora bien, todo cambio social lesiona intereses de clase. Y estos intereses no sólo resisten el cambio, lo niegan en la mente, sino que lo combaten con las armas. John Stuart Mill lo ha dicho con el infantil cinismo de la conciencia burguesa del siglo XIX erguida en sí misma:

“La idea de que los comerciantes de trigo hacen morir de hambre a los pobres, no debe ser prohibida, lo mismo que la idea de que la propiedad es un robo, siempre que se limiten a circular en la prensa; pero pueden ser con justicia castigada, si se expresa oralmente en medio de una reunión de fieras amotinadas en las puertas de un comerciante de trigo, o si propaga esto mismo en forma de pasquín”.

La libertad, como se ve, se transforma en bastonazo policial legitimado por la lógica del patrón. Tenía razón Malebranche cuando decía de la libertad: “Cuando se me plantea esta cuestión me veo obligado a pararme en seco”.

Es el mismo Stuart Mill, excelente conocedor del papel encubridor de la religión en materia de conservadurismo social quien escribe: “En el espíritu de las personas religiosas, aun en los países más tolerantes, el derecho de tolerancia es admitido con reservas tácitas”.

(sigue en la edición de mañana)

Sábado, Junio 14, 2025

Image Hosted by ImageShack.us