MENDOZA / Costos de la inclusión social / Escribe: Roberto Follari






No es que los de abajo estén en el mejor de los mundos; pero es cierto que actualmente ya no se los ignora en nuestro país. Precisamente el rechazo de esos sectores medios que creen que alguien les está quitando algo cuando ayuda a los más pobres, muestra que ahora estos tienen un lugar que antes no tenían en la escena social argentina.

La Asignación por Hijo, así como los previos planes sociales, son la piedra de la discordia. Lo curioso es que la Asignación es un plan de mucho más envergadura, pero planes ya había en los gobiernos anteriores, y casi nadie protestaba por ellos. Se ataca no solo a los planes sino al significado que el actual gobierno les brinda: buscar una progresiva inclusión social, sacar a los de abajo de la marginalidad.


Lo cierto es que el ataque a los planes es parte de la remanida “crispación”, esa que muchos jóvenes reinterpretaron como “Cris-pasión” (pasión por Cristina). ¿Por qué tanto conflicto, por qué la política hoy muestra márgenes de enfrentamiento, cuando en otros tiempos ha parecido que operaba con mayor acuerdo que ahora?

Incluso algún núcleo político llamó a un acto la semana pasada en Mendoza por “el reencuentro de los argentinos”, como si nos hubiéramos desencontrado en algún recodo de nuestro recorrido histórico.

En realidad, el conflicto es el costo de la inclusión social. Conflicto hubo siempre, pero antes se escondía bajo la alfombra. Excluidos totalmente de la escena los sectores populares, como ocurría hasta el año 2003, los de abajo estaban invisibilizados, se los ponía fuera de toda consideración social. Solo quedaban visibles las clases medias y altas, y en el acuerdo de intereses entre ellas, todo parecía armonioso; mientras no haya “negros” entre nosotros, parece que podemos ser felices. Claro que esos pobres ya existían, y rodeaban la ciudad de manera sorda; había más número de pobres que ahora, y cada uno estaba –como promedio– en peor situación que la actual.

Pero no se notaban. Vivíamos “la armonía” de que ellos no se vieran. Éramos todos rubios, escolarizados y de clase media o alta. Era el reino de la exclusión social, de la total invisibilización de los de abajo. Eso era “la armonía”, el pretendido equilibrio, la supuesta tranquilidad: esconder a los de abajo, desterrar la visión de los problemas sociales, excluir un poco más a los excluidos.

Ahora siguen siendo los menos favorecidos, pero ya tienen una consideración social: el Estado los asume como sujetos de derechos. Insólitamente, es eso lo que algunos no perdonan de la actual situación. Ahora se ven los de abajo. Ahora son actores sociales. Esos, los pretendidos vagos, los supuestos parias sociales, los que seguro no son tomados como gente de bien como se autoconsideran los de arriba (esos que cuando delinquen no van presos, que cuando son insolidarios lo hacen con elegancia).


Crispación, entonces, existe; porque ahora el conflicto social no se esconde tirando a los pobres a los bordes innominados de la sociedad y de la historia. Porque incluirlos es hacerse cargo de las desigualdades que la misma sociedad ha prohijado y sostenido. Porque ellos no son sino el espejo invertido de las supuestas virtudes que sostenemos los de arriba, los que nos preciamos de ser valiosos en la medida en que establecemos una dura línea de división con aquellos a quienes hemos enviado al infierno de la negación social.

(Diario Jornada, martes 4 de diciembre de 2012)

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