El 16 de septiembre de 1955, el general retirado Eduardo Lonardi –hijo de un músico italiano y perteneciente a la rama de artillería– dirige en Córdoba un levantamiento militar que se extiende a Buenos Aires y a otras ciudades. El movimiento golpista contra el gobierno constitucional de Juan Domingo Perón recibe apoyo de la marina de guerra al mando del contralmirante Isaac Francisco Rojas. La flota naval bombardea Mar del Plata y amenaza con destruir la destilería de petróleo de La Plata.
Rojas ha descubierto su repentino antiperonismo después de la insurrección militar del 16 de junio de ese mismo año. Tres años antes, en mayo de 1952, el secretario general de la Confederación General del Trabajo, José Espejo, había realizado una visita a la base naval de Puerto Belgrano. El jefe de la instalación, el entonces capitán de navío Rojas, le entregó como obsequio la réplica de un mástil con las insignias de la marina de guerra y destacó la satisfacción que le producía la presencia de Espejo porque traía el saludo de los trabajadores. El oficial naval, que se definía como peronista y había sido edecán de Eva Duarte, brindó por Perón, Evita y la CGT. En sus épocas de asistente militar su servilismo llegaba al punto de ofrecerse para cuidar a los sobrinos de la Primera Dama.
Ni vencedores ni vencidos
El 19 de septiembre Perón ofrece su renuncia y se refugia durante pocos días en la embajada de Paraguay. De ahí, pasa a una cañonera de ese país anclada en Puerto Nuevo. Cuatro días después, Lonardi asume como presidente provisional de la autodenominada Revolución Libertadora con el lema Ni vencedores ni vencidos, y designa al contralmirante Rojas como vicepresidente. Lonardi, un militar retirado, recto y austero, carece de experiencia política pero tiene claro que su mandato deberá ser breve y buscar soluciones que no excluyan a los peronistas.
El gobierno de facto disuelve el Congreso e interviene los gobiernos provinciales, las universidades y los medios de prensa oficiales. Las provincias Eva Perón y Presidente Perón vuelven a ser denominadas La Pampa y Chaco. El economista Raúl Prebisch, director del Banco Central durante la Década Infame, se transforma en asesor de nuevo régimen. Por su intermedio, Argentina inicia su tormentosa relación con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
El 3 de octubre, Perón vuela en un hidroavión paraguayo rumbo a Asunción. La Revolución Libertadora manifiesta su desagrado al gobierno de Paraguay por la presencia en su territorio del presidente derrocado. El 4 de noviembre, el general abandona el país vecino y viaja a Venezuela. De ahí, se traslada a Panamá, donde estará nueve meses.
Lonardi sólo permanece 50 días en el gobierno. El 13 de noviembre un golpe palaciego lo obliga a renunciar abruptamente. Ni vencedores ni vencidos, su lema conciliador, nunca se pondrá en vigencia. Los altos mandos quieren participar de todos los resortes del poder y, desde allí, impulsar planes que no tienen nada que ver con la reconciliación. Después, el militar explica: “Comunico al pueblo que no es exacto que haya presentado mi renuncia al cargo de presidente provisional, o que mi salud tenga algo que ver con mi retiro de la Casa de Gobierno. El hecho se ha producido exclusivamente por decisión de un sector de las fuerzas armadas”.
Ese sector militar es duro y pide revancha. El general Pedro Eugenio Aramburu, jefe del Estado Mayor del Ejército, ocupa la presidencia y confirma al contralmirante Rojas como vicepresidente. Juntos iniciarán una implacable cacería de peronistas, que continuarán gobiernos posteriores. Durante años habrá ganadores y derrotados.
Lo curioso es que Aramburu, que había sido el principal conspirador contra Perón y quien debería haber encabezado la sublevación, consideró en septiembre que no contaba con suficientes fuerzas para el intento. Actuó con cautela, dirán algunos; se comportó como un cobarde, afirmarán otros. Fue Lonardi, un general que no estaba en actividad y que ya presentaba los síntomas de un cáncer que en cuatro meses lo mataría, quien se arriesgó e inmediatamente asumió el liderazgo. Aramburu, además, se encontraba en Paso de los Libres (Entre Ríos) y, según sus propios camaradas de armas, tuvo una participación bastante deslucida durante la insurrección.
“Queremos convertirlos en piltrafas humanas”
Después del golpe de septiembre de 1955, el ex diputado John William Cooke y el sindicalista Armando Cabo habían intentado organizar la resistencia clandestina a los militares subversivos, pero ambos terminan presos.
A mediados de octubre, la policía descubre que El Bebe Cooke ha buscado refugio en el departamento del historiador José María Rosa y los detiene a los dos. Cooke, que se disponía a viajar a Paraguay para entrevistarse con Perón, es encerrado en la Penitenciaría Nacional. A fines de ese año, por órdenes del contralmirante Rojas, es trasladado con otros prisioneros políticos a la cárcel de Ushuaia, 3 mil 600 kilómetros al sur de Buenos Aires.
Jorge Antonio, un hombre de negocios de origen sirio, es otro de los detenidos y trasladados. En su juventud había sido enfermero y luego un audaz vendedor de autos que había logrado la radicación de la Mercedes Benz alemana para fabricar camiones en el país. En 1955, los “comandos civiles” le queman su chalet en Mar del Plata.
En un libro publicado en 1970, el empresario describe el presidio de Ushuaia: “Durante el gobierno peronista se había suprimido el penal, donde antes, en los tiempos de la implacable oligarquía, se enviaba a los condenados a cadena perpetua. Un lugar feroz en nuestra geografía, donde los que intentaban huir a la fiereza de los guardianes, perecían a manos de la crueldad del clima o perdidos, atrapados por las montañas y los lagos, cruzados por las ráfagas de viento a más de cien kilómetros, por las ventiscas de nieve o las largas noches casi polares”.
Otro prisionero, Oscar Albrieu, ex ministro del Interior, contará años después que en Ushuaia la temperatura llegaba a 40 grados bajo cero pero los guardiacárceles no encendían las estufas para los prisioneros. Los presos se lavaban junto a un cañito del que salía agua de deshielo. En vez de camas o catres, les dieron colchonetas para que durmieran en el suelo.
Entre los carceleros –relata Jorge Antonio– había un teniente de apellido Esquivel, quien les repetía: “Estamos tratando de deprimirlos. Queremos hacerles bajar las cabezas, humillarlos definitivamente, convertirlos en piltrafas humanas. Cuando esto ocurra serán como muñecos en nuestras manos y no habrá necesidad, siquiera, de tenerlos encerrados”. El teniente Esquivel, quien revistaba con los militares “liberales” que derrocaron al “fascista” Perón, constituye un lejano antecedente de lo que dos décadas después, a partir de marzo de 1976, se convertirá en método sistemático en los campos de concentración clandestinos y en la Escuela de Mecánica de la Armada.
“¿Dónde están las armas?”
El Gallego Armando Cabo también es uno de los primeros detenidos por los “libertadores”. Y en los años siguientes se convertirá en un habitual huésped de la cárcel. Los policías que lo apresan, obsesionados, insisten con la misma pregunta mientras le aplican la picana eléctrica. Quieren saber dónde están ocultas las 5 mil pistolas y las mil 500 ametralladoras de la Fundación Eva Perón. La misma pregunta le hacen después, entre golpe y golpe, sus interrogadores de la marina.
En octubre de 1955, Perón formula en el destierro paraguayo las primeras declaraciones a la prensa desde su derrocamiento y se refiere a las milicias sindicales que él mismo había vetado. En una entrevista a El Día, de Montevideo, asegura que ha querido evitar un baño de sangre: “Bastaría pensar en lo habría ocurrido si hubiera entregado armas de los arsenales a los obreros decididos a empuñarlas”. En ese entonces, se calculaba que las tropas leales y los trabajadores peronistas triplicaban a las fuerzas militares subversivas.
Mucho tiempo más tarde, Cabo recordó en una entrevista periodística: “La mayor parte de la cúpula que había jurado en la Plaza de Mayo dar la vida por Perón, no apoyó los intentos de convocar la huelga general en defensa del pueblo y finalmente cayó sin pena ni gloria”. En 1956, el sindicalista está detenido en un barco y un capitán de navío le dice irónicamente: “La insurrección militar no la ganamos nosotros, sino que la perdieron ustedes”. Cabo reconoció que, en parte, el oficial de marina estaba en lo cierto.
Por esas mismas fechas, Perón le envió una carta a John William Cooke y acusó a dos generales supuestamente leales a él, Franklin Lucero y Horacio Sosa Molina, de haberse opuesto a la entrega de armas a los trabajadores.
Tierra arrasada
La Revolución Libertadora se dedica a desmontar la maquinaria justicialista y a borrar todo lo que recuerde al gobierno derrocado. El Partido Peronista es disuelto. El ejército interviene la CGT y designa como responsable a un capitán de navío de doble apellido, Alberto Patrón Laplacette. Miles de dirigentes obreros son destituidos. Grupos civiles, entre los que se encuentran conservadores, radicales y comunistas, asaltan sindicatos. Se desata la cacería: funcionarios, dirigentes políticos, empleados públicos, gremialistas, militantes y simples simpatizantes son perseguidos y encarcelados; aumentan las denuncias sobre torturas brutales.
El 5 de marzo de 1956, el decreto 4161 decide que “en su existencia política, el Partido Peronista ofende el sentimiento democrático del pueblo argentino”. La medida prohíbe en todo el país “la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o de sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones peronismo, peronista, justicialismo, justicialista, tercera posición”. La prohibición se extiende a “las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las marchas Los muchachos peronistas y Evita capitana, los discursos del presidente depuesto y su esposa”.
El nuevo régimen castiga con cárcel el hecho de nombrar a Juan Domingo Perón y a María Eva Duarte, y de exhibir los símbolos partidarios “creados y por crearse”. Durante años, el periodismo escrito y radial se referirá al general derrocado como “el dictador depuesto” y “el tirano prófugo”.
Se destruyen monumentos y se queman libros escolares. La Ciudad Infantil Evita es arrasada y se clausura la Fundación de Ayuda Social Eva Perón. El militar que asume como interventor elabora un informe en el que menciona el derroche peronista que significaba darles de comer carne y pescado todos los días a los chicos y, además, bañarlos y ponerles agua de colonia. El interventor contrata una cuadrilla para romper a martillazos toda la vajilla con el sello de la institución.
Se crean 50 comisiones investigadoras. Al contrario de las normas del derecho, no son los acusadores quienes tienen que probar el delito sino los acusados quienes deben demostrar su inocencia. Durante el mandato de Aramburu y Rojas se acusa a Perón de 121 delitos, se le inicia un juicio por “traición a la patria” y se le prohíbe el uso del grado militar y el uniforme. En las fuerzas armadas, comienza una depuración que continuará durante varios años.
Los vencedores divulgan públicamente el contenido del guardarropa de Evita y hacen un inventario de sus joyas. El nacionalista Juan Carlos Goyeneche, secretario de Difusión, anuncia que en la residencia presidencial se hallaron “20 millones de dólares dejados por Perón”. El hecho nunca se prueba y luego es olvidado, pero la técnica de las “revelaciones” continúa y se instala en la cabeza de los que no necesitan ver para creer. El nuevo régimen asegura públicamente, aunque nunca presenta pruebas, que el ex presidente de casi 60 años mantenía una relación sentimental con una niña de 14, alumna de secundario.
El cadáver de Evita, que aguardaba en el segundo piso de la CGT, en Azopardo al 800, la construcción de un mausoleo, es vejado por un grupo de militares, escondido en diversos lugares y, finalmente, sacado furtivamente fuera del país. El motivo: evitar que su sepultura se convierta en un lugar de peregrinación peronista. Los profanadores, entre los que se encuentra el capitán de navío Francisco Manrique, mantendrán el cuerpo oculto en Europa durante 16 años. Durante esos largos años, ella también fue una desaparecida, una tumba sin nombre, una N.N.
El diario La Prensa, que en abril de 1951 había sido expropiado y entregado a la CGT, vuelve a manos de sus dueños. El ministerio del Interior reparte los medios de comunicación peronistas y a cada sector ideológico le asigna un órgano de información. La Época pasa a los socialistas; El Mundo, a un grupo demócrata cristiano; La Razón, a los radicales (años después, por una turbia maniobra comenzará a ser controlada por el Servicio de Inteligencia del Ejército). Democracia, conocido como “el diario de Evita”, corre una suerte incierta y, más adelante, desaparece. El escritor Ernesto Sábato es nombrado director de la revista Mundo Argentino.
Lo mismo sucede con las radios; varias emisoras van a manos de la marina o a sectores vinculados a ella. Los vencedores tienen el control total de la prensa. Los vencidos, nada; sólo el resentimiento, el rumor y el comentario boca a boca. Se prohibe la circulación de medios impresos simpatizantes de “la segunda tiranía”. Lo único que se logra es que prolifere una gran cantidad de panfletos clandestinos y que las paredes de la ciudad amanezcan con enormes pintadas de alquitrán negro. En voz baja, mientras tanto, la Revolución Libertadora pasa a ser denominada “la Liberta... dura”.