(viene de la edición de ayer)
¿De qué intervención hablamos? De la aparición con voz y voto de representantes estatales en las asambleas de accionistas de 42 grandes empresas, gracias a la participación que tenían las AFJP por haber invertido sus fondos en ellas. Compañías como Telecom, Siderar (Techint), Petrobras Argentina, Metrogas, TGS, Pampa (Edenor), Consultatio, Gas Natural BAN; bancos como el Galicia, Patagonia, Francés y el Macro; incluso Metrovías y hasta Clarín debieron tolerar algo inédito: que los jóvenes enviados del nuevo enfant terrible de la economía fueran a sus reuniones anuales a exigir el nombramiento de directores propios y a intentar torcer algunas de sus decisiones.
Ninguna de las participaciones estatales heredadas de las AFJP excede el 25% del capital de esas mega empresas. Bajo la coordinación de Kicillof, sin embargo, los delegados del Gobierno forzaron a la mayoría de esas firmas a reinvertir una porción mayor de sus ganancias en el país y a recortar simétricamente el reparto de dividendos entre los accionistas, muchos de ellos extranjeros.
¿Cómo lo lograron siendo minoría? Con balas de cebita: amenazando con votar en contra de los balances, lo cual habría sido leído en el mercado como una especie de veto gubernamental o una señal de crisis en la relación. Lo confiesan entre susurros varios gerentes de esas firmas consultados por crisis: a ninguna empresa regulada –como las de servicios públicos o los bancos– le sirve reñir con el Gobierno. Tampoco a las que dependen de contratos de obra pública, o de regímenes impositivos especiales o barreras de protección aduaneras, como Techint.
Pero paradójicamente, la tendencia política interna que ungió a Kicillof en el pedestal de consultor estrella que otrora ocuparon Lavagna, Peirano, Lousteau y Boudou también constituye la principal amenaza para el afianzamiento del Estado en ese rol protagónico que está llamado a ocupar, si lo que se pretende es trascender mínimamente la “salida del infierno” que propugnaba Néstor Kirchner en los primeros años 2000. Sí, tanto el combustible como el lastre para el avance están en esa aglomeración denominada La Cámpora, cuya marca de origen fue el funeral público del líder fallecido, que sorprendió a todo el mapa partidario por su crecimiento tumultuoso y que terminó asumiendo el contradictorio papel de juventud conservadora, guardiana de lo logrado y rara vez exigente de cambios más radicales.
En general, hasta ahora, la oposición ha cuestionado a La Cámpora con argumentos más de forma que de fondo. Criticó su ostentación de riqueza, su arribismo y una indefinida “prepotencia juvenil”, con descalificativos que evocan el discurso de Perón contra los “imberbes” en Plaza de Mayo. Pocos reparan en su verdadero talón de Aquiles, que es también el del actual proceso de recuperación del rol del Estado en la economía: la lógica mayoritaria dentro de la agrupación, bien voluntarista y muy poco materialista, basada en “ocupar espacios” y “usar los recursos”, dos adagios reiterados en cualquier conversación con alguno de sus referentes.
Esa lógica interna podría sintetizarse en lo que dijo a este cronista un recientemente incorporado periodista de la agencia Télam, dirigente de esa fuerza: “El partido que gana legítimamente las elecciones se apropia de recursos del Estado, que luego tiene que usar para llevar adelante su programa”. La tesis procuraba justificar la censura y el pensamiento único imperantes en la agencia de noticias del Estado que, para el redactor de las huestes de Máximo Kirchner, “tiene que ser el brazo comunicacional del Gobierno”. Que un camporista se permita semejante audacia teórica respecto de la agencia estatal de noticias no es especialmente grave, porque el periodismo no deja de ser una actividad económica intrascendente, más allá de la relevancia que pueda llegar a tener en los planos simbólico y político. Bastante más nocivo fue el choque frontal entre los padres peregrinos del camporismo de Aerolíneas (entre los cuales también militaba Kicillof, justo es decirlo) y los gremios aeronáuticos, porque le sirvió a la derecha para machacar contra el Estado –soslayando que con Marsans el fisco también perdía dinero a raudales– y porque desnudó la incapacidad de los funcionarios de la nueva guardia para incorporar a los trabajadores a la gestión estatal de un servicio público clave, que sea eficiente y no por eso atropelle sus derechos.
Para retomar la posta como orientador de la inversión y factor de peso en la economía y para avanzar plantando mojones que no puedan revertirse tan fácilmente, el Estado debe mirarse al revés: trascendiendo en todo al grupo gobernante de turno. Tiene que ceñirse al cumplimiento de objetivos y probar nuevas hipótesis de gestión eficientes, capaces y transformadoras. Lo cual no implica dejar todo en manos de tecnócratas con credenciales importadas sino muy por el contrario, construir nuevas formas de participación popular en la economía y aprovechar el potencial que aún guarda en su seno una sociedad relativamente más educada y productiva y con una inteligencia social históricamente menos fracturada que la de otros países. Eso exigiría a la vez buscar el modo mediante el cual los trabajadores puedan convertirse en sujetos políticos y superen la traba que representa para su desarrollo individual y colectivo la sujeción a los designios de un empresariado impotente y menos nacionalista que los del resto de la región. La clase privilegiada sabe que le va la vida en revertir los índices de confianza en la intervención estatal que revela la encuesta de la Universidad Di Tella. O al menos en asegurarse que el Estado siga siendo lo que hasta ahora: un mero garante de sus negocios. Por eso se preocupará crecientemente por atacar de forma cada vez más virulenta los flancos débiles de la por ahora tímida contraofensiva estatal: la “politización”, la ausencia de meritocracia, la ineficiencia y el criterio de “ocupar espacios” a puro voluntarismo militante, con una ética y una épica más propias de soldados que de políticos.
Si insiste en esos vicios, La Cámpora no hará más que allanar el camino a la restauración de lo que empezó a cambiar dentro del Estado con la llegada al centro del poder de su primer hijo pródigo.