MENDOZA / Género y violencia: otro cambio de modelo / Escribe: Nilda Giménez






Repasar, hoy por hoy, muchos titulares de medios de comunicación, no sólo de nuestro país sino de todo el mundo, implica necesariamente encontrar un gran número de situaciones de violencia de género, o machista. Se hace necesario entonces lanzarse al agua fría de la reflexión en la temática, y bucear en los roles que como sujetos de género masculino o femenino interpretamos en nuestra vida cotidiana. Esto nos remonta a la infancia, a la conformación de nuestra subjetividad, y la influencia sobre ella, primero de la familia, luego de la escuela, y finalmente de la moral.


Una noción de género refiere de manera simplificada a una construcción simbólica que estereotipa, reglamenta y condiciona la conducta. En el caso de las mujeres, ella se da a través de un tratamiento desigual, que desalienta elecciones no convencionales, amenazantes para la construcción de una familia tipo, de un mundo feliz. Encasilla a las nenas en mujeres y los nenes en hombres y su estereotipo social en cada caso, sin darles la oportunidad de representar roles diferentes a los que nuestra sociedad marca para ellos.
“Bourdieu plantea que ser hombre es encontrarse con el poder. De allí a lo varonil inexcusable hay un solo paso. No sólo hay que ser hombre sino parecerlo, y el ejercicio de las herramientas de privilegio que dota el género facilitan entonces el pasaje a distintas formas de violencia, contra los demás y contra sí mismo si fuera necesario. Se suele decir que el hombre llega a la violencia para sostener su primacía frente a las mujeres y frente a los hombres por mandato competitivo. Un poco menos dicho, pero no menos evidente, es el pacto entre hombres para invisibilizar la violencia contra la mujer, o a la mujer misma.
“En el imaginario colectivo siguen estando divididas las tareas, de producción para el hombre y de reproducción para la mujer, y en ellas se reproducen los juegos de la infancia, los permitidos y alentados por padres y maestros. El Patriarcado entonces, funda modelos de mujer, de hombre y de la relación entre ellos que actúan referencialmente con tanta fuerza que la desobediencia genera la sensación de ajenidad y activa el grueso de los temores que se esconden detrás de la construcción de la masculinidad clásica o hegemónica” (Las Vestiduras de la Masculinidad, de Jorge Garaventa).
El hombre macho desconfía de lo que no es sinónimo de masculinidad: la mujer, el niño, el homosexual, pues no representan diversidad, sino el fracaso de la masculinidad. De allí a responder violentamente frente a dicho fracaso hay un trecho muy corto. Esta podría ser una primera instancia hacia la identificación de las causas profundas de la violencia que se cobra diariamente la vida de miles de mujeres.
Aunque consideremos imperioso acabar con este modelo patriarcal, la tarea sin dudas no es fácil. Desde hace muy poco tenemos una ley contra la violencia de género, impulsada por el Gobierno Nacional, que tipifica ámbitos y formas de violencia, buscando erradicarlas. Del mismo modo, el código penal introdujo, hace unas semanas, el femicidio como agravante al homicidio doloso, contemplando la máxima pena para el matador.



La condena no es sin embargo el único camino. El Estado en tanto ejecutor de políticas educativas, propiciador de actividades deportivas, culturales y sociales; las organizaciones de la sociedad civil, los medios de comunicación, entre muchos otros, y cada uno en el ámbito que le es propio, debemos contribuir a la urgente transformación que, surgiendo de la intimidad de nuestras conciencias y nuestras familias, termine con esta dolorosa crónica de muerte y dolor.

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