Hugo Moyano tuvo su semana estelar dentro de la incesante sucesión de escenas de tensión que caracteriza la disputa política argentina. Denuncias de corrupción, tragedia ferroviaria, manejo del transporte subterráneo porteño, restricciones a la importación, control del mercado cambiario, internas políticas bonaerenses fueron hasta aquí marcando el pulso de una contienda que converge en el forcejeo entre quienes procuran generar situaciones de indignación y resistencia antigubernamental y el Gobierno, que pugna por mantener la iniciativa en un difícil contexto mundial.
La pregunta sobre el porqué del innegable viraje producido por el líder camionero aparece en el centro de la conversación política. Con frecuencia, el interrogante está asociado a la búsqueda de una causa excluyente de esa conducta, habilita diferentes especulaciones y pone en juego interpretaciones que giran en torno de la relación personal de Moyano con la presidenta Cristina Kirchner. Lejos de invalidar esa exploración político-periodística sobre las raíces del conflicto, este comentario intenta su inscripción en procesos políticos públicamente conocidos que exceden, y a la vez enmarcan, la voluntad subjetiva de los actores. La saga que empezó con un paro gremial en medio de una negociación paritaria, con el corte del suministro de combustible a nivel nacional y desembocó en un levantamiento brusco de la medida y en la convocatoria a un nuevo paro con movilización, puede pensarse en el cruce de varias líneas de tensión política en pleno desarrollo.
La primera de esas líneas es la existencia de un contexto mundial crítico. Ciertamente, la mayoría de los países latinoamericanos –el nuestro entre ellos– vienen enfrentando la situación con un desempeño satisfactorio y visiblemente superior al de otros episodios análogos. De ahí no se infiere ningún cálculo de inmunidad a los efectos de un estremecimiento socioeconómico global cuya intensidad y prolongación temporal están lejos de ser previstos. La incertidumbre es un estado global y no puede haber país ni región por sólida que sea su actual situación que pueda considerarse ajeno a la crisis. Un cuadro tal de situación valoriza la capacidad, por parte de cada gobierno, para conseguir el nivel más alto posible de moderación en las demandas sectoriales; el gobierno argentino tiene, y exhibe sistemáticamente, sólidas credenciales en materia de políticas reparadoras y redistribuidoras de los recursos a favor de los trabajadores y de los sectores más vulnerables de la población. Sin embargo, la memoria de lo actuado solamente puede convertirse en un dique moderador de los reclamos si existen actores que protagonicen esa necesidad de equilibrio en tiempos menos favorables. Con la necesidad que tienen los Estados de moderar la puja distributiva crece la importancia de las organizaciones que están en condiciones de gestionar esa moderación. La forma gráfica de ilustrar el concepto es la escena repetida año tras año durante un largo período en la que las mejoras salariales que obtenía el sindicato de camioneros operaba como una especie de guía para el conjunto de las negociaciones paritarias. Después de la sucesión de enfrentamientos entre el jefe sindical y el Gobierno, la amenaza por parte del primero de complicar el terreno de la negociación salarial y, en general, el clima social entre los trabajadores, pasó a ser una pieza esencial de la disputa. Confiaba el moyanismo en que el Gobierno no podría mantener su intransigencia frente a los propósitos de escalada política de su líder, en tiempos en que una buena relación entre ambos era un insumo estratégico para el control de las principales variables económicas. Los hechos no validaron la apuesta del sector sindical.
La segunda línea que se puede hacer confluir en el análisis es el particular modo en que se organiza la puja política en el país. Habitualmente se habla, en este sentido, de “vacío de oposición”; es decir que el problema del sistema político consistiría en la ausencia de un liderazgo que ocupe el centro de la escena e insinúe la posibilidad de una alternancia. El vacío es, en realidad, la forma de manifestarse de una heteronomia política. La centralidad de la lucha por el poder, la naturaleza de los discursos, el establecimiento de la agenda y los tiempos del conflicto no están en manos de los partidos políticos y coaliciones de oposición. Está en fuerzas externas de la política formal, en los grupos social y económicamente poderosos coordinados por las grandes empresas de la comunicación. En esas condiciones, las formas de la confrontación no permiten la consolidación de grupos o figuras que puedan ostentar grados mínimos de autonomía política. Y así es que asistimos a un curioso fenómeno: cualquier pretensión de establecer una opción crítica al Gobierno de carácter pragmático y realista es simbólicamente absorbida por la maquinaria comunicativa, de modo que al crítico no le queda otra arena desde la cual manifestarse y otro discurso estratégico alrededor del cual girar que no sean los que esa maquinaria pone en escena. Moyano parece haber creído a tal punto en su importancia política y en la gravedad de sus amenazas, que consideró posible poner a la derecha sindical, social, política y comunicativa a su servicio. Por el contrario, el desarrollo de los hechos colocó a su sabotaje a la provisión de combustibles y su movilización callejera en el lugar de un episodio más del modus operandi mediático-político que empezó con el conflicto agrario de 2008. Fue, como se dijo, un conflicto político, pero no fue su principal protagonista quien definió los términos políticos en los que se libró.
La tercera línea de desarrollo es, casi seguramente, la principal, y quedó expuesta en el discurso público del actual líder máximo de la CGT. Es, una vez más, la cuestión del peronismo. Y, en este caso, en las condiciones de lucha por la sucesión. Para muchos de los dirigentes que rodean a Moyano, las diferencias que el sector tenía con la conducción de Cristina Kirchner aconsejaban la apertura de un proceso de construcción política, digamos, “en los límites del kirchnerismo”. Una especie de neolaborismo que compartiría los rumbos principales adoptados desde 2003 hasta aquí, y, a la vez, enfrentaría lo que se consideraba como un viraje proempresario de la Presidenta. Interpretaban la defensa de la autonomía del poder político respecto de los intereses corporativos como un distanciamiento del Gobierno respecto de los trabajadores. Ahora bien, ese neolaborismo tendría, en el mejor de los casos, un duro camino por delante. Hubiera tenido que sortear las fuertes limitaciones de la influencia de su líder fuera del estrecho marco de su sindicato y algunas otras organizaciones que no cuentan entre las más poderosas del movimiento obrero organizado. Hubiera necesitado, además, construir una base de operaciones en el territorio justicialista que pudiera encarnar a la vez el respaldo del proyecto político actual y el designio de su “profundización” a favor de los trabajadores.
El mundo real en el cual se desenvolvió el nonato neolaborismo no podía ser más diferente de esos cálculos. Lo más parecido que había cerca de sus promotores no era un idílico peronismo obrero comprometido con una radicalización redistributiva del rumbo kirchnerista, sino un conjunto de dirigentes de procedencia justicialista, escindidos en diferentes coyunturas del elenco de gobierno y sistemáticamente colocados a su derecha. Para salir del plano de las abstracciones, alcanza con el indiscutible señalamiento de que los principales aliados sindicales del camionero en estos días fueron Barrionuevo y el Momo Venegas, y que el peronismo político que lo acompañó tiene su más alto grado de representación en la figura del ex jefe de Gabinete Alberto Fernández. Es decir, nada que no se supiera antes del conflicto: el “peronismo disidente”, que acaba de redondear hace unos meses un cinco por ciento de los votos nacionales en la figura de Eduardo Duhalde, busca reagruparse en torno de figuras más promisorias.
Todas estas líneas de análisis están abiertas después del acto en Plaza de Mayo. La crisis económica mundial acentuará las tensiones. La saga de episodios sin actores políticos centrales espectacularizados por los grandes medios no se detendrá. Y la lucha por la sucesión se acentuará. La carta que todavía no ha aparecido sobre la mesa se llama Daniel Scioli y los tiempos en los que finalmente aparecerá no están claros. Por ahora el gobernador navega las tempestuosas aguas de las carencias financieras provinciales. Y el balance del ensayo general de su contertulio sindical no estimula nuevas audacias. Pero, claro, la historia recién comienza.
(Diario Página 12, domingo 1 de julio de 2012)