Como si a los argentinos no nos bastara con la mentalidad colonizada de ciertos pensadores vernáculos, a esas fuerzas retrógadas se viene a sumar un politólogo mexicano, doctorado en la Universidad de París y que funge de profesor de Política Contemporánea en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Quien porta tales títulos es Guillermo Almeyra, quien se dice de izquierda y que escribió, en el diario La Jornada de su país, un notable aunque ridículo artículo al que tituló: “La recurrente fiebre malvinera y el antiimperialismo”.
El artículo es notable y ridículo a un tiempo porque, por una extraña alquimia que maneja con la torpeza de un engendro de laboratorio, intenta convertir en vicio lo que en verdad es virtud. Y es tan certero en ese juego especular que hasta resulta risible. El autor de marras comienza su análisis sorprendiéndonos con una “antigua novedad” de perogrullo: las Malvinas son argentinas. Después de la verdad a secas, agrega que este tema sólo estuvo en el primer plano de la política nacional durante dos períodos: en la agonía de la dictadura militar y en la segunda presidencia de Cristina Kirchner. Y señala que la actual presidenta no hizo nada por Malvinas ni durante su primer mandato, ni cuando fue senadora durante los años 90. Lo que no llega a explicar Almeyra es por qué esa supuesta inacción alcanzaría para anular lo que está haciendo ahora. La matriz de pensamiento es idéntica a la que sostiene que Néstor Kirchner no hizo nada por los Derechos Humanos hasta que asumió como presidente.
A continuación, Almeyra agrede al gobierno nacional asegurando que llena los medios de información afines con el tema Malvinas para evitar hablar de aumentos de salarios. Habría que explicarle al politólogo mexicano el sentido del concepto “paritarias”, al que han reinstalado y rendido culto tanto el gobierno de Néstor Kirchner como los dos sucesivos de Cristina Kirchner. También le critica a la presidenta sus lecturas: sostiene que lee demasiado al Colorado Ramos “el último civil que visitó Malvinas cuando la aventura de la dictadura ya demostraba su fracaso”. Es verdad que Ramos visitó Malvinas, junto con Saúl Ubaldini y la mayoría de los dirigentes políticos nacionales, tanto como es verdad que Raúl Alfonsín no lo hizo. También es cierto que, en el transcurso mismo de la guerra y continuado durante los democráticos años ochenta, se inauguró en la Argentina un proceso de desmalvinización –que tuvo al ex presidente radical como principal protagonista– y que tributaba al giro que imponía el centro imperial para nuestro país: basta de dictaduras que luego traicionan a Occidente, que dé comienzo un período “progresista” de centroizquierda socialdemócrata que almacene en el desván del olvido la causa nacional de Malvinas.
Luego, con precisión de cirujano, el politólogo comienza a equivocarse a lo grande: califica de aberrante el hecho de apoyar la guerra porque en el caso de Malvinas no corresponde el punto de vista que indica que, como Inglaterra era (y es) un país imperialista y la Argentina un país semicolonial, dependiente, hay que apoyar la resistencia a la colonización o la sublevación contra el colonialismo de los pueblos que son víctimas de este. El desorientado mexicano sostiene con énfasis que, ya en su momento (1982), escribió contra la guerra en el diario mexicano Unamásuno, sosteniendo la hipótesis que dice que el enemigo principal de la Argentina era la dictadura y no el imperialismo.
Almeyra sostiene que no es aplicable para el caso argentino la teoría de Trotsky que dice que hay que defender a los países semicoloniales de los ataques de los países imperialistas. El ruso argumentaba, por ejemplo, que “ante un ataque de la democrática Inglaterra contra el Brasil gobernado en los años treinta por la dictadura de Vargas, había que defender al país semicolonial agredido, contra su agresor imperialista democrático”.
En relación con este tema, vale la pena recordar que Jorge Abelardo Ramos señalaba en Historia de la Nación Latinoamericana (sí, yo también he leído al Colorado Ramos, Almeyra, ¡qué le va a hacer!!!) que el joven Federico Engels aplaudía “las operaciones de anexión llevadas a cabo por la rapaz burguesía yanqui a costa del territorio mexicano (porque) eran episodios del proceso mundial de expansión del capitalismo”. De este modo, Engels justificaba el saqueo a las minas de oro de California, pertenecientes a México, “por los enérgicos yanquis” más aptos para explotarlas que los “perezosos mexicanos”. Sin palabras.
El poseído politólogo azteca se equivoca tanto como Engels, cuando este aplaudió esa anexión estadounidense de varios estados mexicanos (La Florida, Texas, Arizona, etcétera), y tanto como Marx cuando este entendió que la colonización de la India por parte de Inglaterra era un factor progresista porque llevaría las formas de producción capitalistas a aquel país atrasado. Jamás el colonialismo ha demostrado, a través de toda la historia, ser un factor de progreso para ningún pueblo de la Tierra. Donde había atraso, el colonialismo jamás llevó las llaves que abrieran el progreso, sino que anudó cuantas veces pudo a los pueblos sojuzgados a la más cruel de las miserias. Por eso es progresista el nacionalismo en las naciones periféricas.
A Almeyra le convendría leer el libro de las cinco tesis de Mao Tse Tung: allí, el líder chino pone en el escalón máximo a la contradicción principal que debe observar cualquier pueblo que pretenda seguir el camino de su liberación. Y esa opción de hierro es: Nación versus Imperio. O, como criollamente decía el General Perón: Liberación o Dependencia.
Un joven Federico Engels de 27 años de edad escribía, en 1848, esta parrafada que seguramente Almeyra firmaría al pie: “Hemos presenciado también, con la debida satisfacción, la derrota de México a mano de los Estados Unidos. También esto representa un avance. Pues cuando un país embrollado por guerras civiles y sin salida alguna para su desarrollo, un país cuya perspectiva mejor habría sido la sumisión industrial a Inglaterra, cuando este país se ve arrastrado forzosamente al progreso histórico, no tenemos más remedio que considerarlo como un paso dado hacia adelante. En interés de su propio desarrollo, convenía que México cayese bajo la tutela de los Estados Unidos… ¿Quién saldrá ganando con esto? La respuesta es siempre la misma: la burguesía y sólo la burguesía…” Caramba, este joven Engels se parece mucho en su miopía a aquel Marx que tildó a Bolívar de “cobarde, vulgar, miserable” y, por si todo esto fuera poco, le agregaba la categoría de “pillo” al Libertador. En los errores groseros, en la incomprensión del fenómeno del colonialismo y del imperialismo, Almeyra puede ser comparado con los jóvenes Marx y Engels. Bueno, algo es algo, ¿verdad, Almeyra?
Leamos lo que el mexicano dice sobre la Guerra del Atlántico Sur: “Pero la guerra de las Malvinas fue desatada por la dictadura argentina y no por Inglaterra, y se trataba de una maniobra diversionista realizada por un gobierno que colaboraba con la CIA, que tenía torturadores en Centroamérica y era anticomunista, anticubano y proimperialista en lo internacional y un salvaje opresor de los trabajadores y del pueblo, en nombre de su alianza con la oligarquía y con las trasnacionales. Cuando como muchos exiliados (por ejemplo Juan Gelman) saboteamos el Campeonato Mundial de Fútbol que la dictadura utilizaba para ganar legitimidad y apoyo popular, recurrimos al mismo derrotismo: lo mejor para los trabajadores argentinos era la derrota de la aventura tan costosa en vidas de jóvenes movilizados, porque acortaría la vida de la dictadura y porque la guerra inoculaba nacionalismo en la Argentina y en Inglaterra, en vez de desarrollar las ideas internacionalistas, pacifistas, socialistas”.
Almeyra le deseó la derrota a la Argentina frente a la colonial Inglaterra en 1982, tanto como Engels se la deseó al país de Almeyra cuando al querido México le tocó sufrir la embestida arrasadora de los yanquis que ya relatáramos antes. Y todo por el mismo precio: el supuesto avance de la humanidad hacia una etapa superior.
Afirmar que la Argentina desató la guerra en 1982 cuando, al comienzo del mismo artículo, Almeyra reconoce que “las Malvinas son argentinas pues fueron arrebatadas por la fuerza, pobladas con colonos extranjeros y mantenidas con la ocupación británica desde los primeros años del siglo XIX, en 1833” es por lo menos un acto de irracionalidad intelectual y, mirando las cosas de otro modo diferente, una felonía destinada a herir los conceptos de Patria Grande sudamericana (México incluido, claro está). Las razones del conflicto armado, más allá de tecnicismos, hay que rastrearlas en 1833 y no en 1982. Más allá de quejarse porque la dictadura argentina tenía torturadores destinados en Centroamérica, Almeyra debería ver que la guerra obligó a la dictadura a retirar a esos mismos torturadores. Es decir, la Guerra de Malvinas tuvo un proceso ordenador y purificador porque, a su influjo anticolonial, hasta los diablos debieron vestirse de santos y los dictadores anticomunistas se vieron en la obligación de abrazarse con Fidel Castro.
Cuando el mismo Almeyra asegura que debió recurrir al “derrotismo” para desearle a la Argentina el fracaso bélico, no sólo me obliga a retener en mis labios improperios de grueso calibre, sino que me exime de argumentar: ¿Desde cuándo desearle a un país que pierda una guerra contra el imperialismo puede derivar en frutos virtuosos? A la Guerra de Malvinas, hay que recordarle a Almeyra, sobrevinieron tres décadas de neoliberalismo en la Argentina, producto del soterramiento del espíritu nacional que muriera con nuestros héroes en el Atlántico Sur.
Aquello que sostiene Almeyra acerca de que “la guerra inoculaba nacionalismo en Argentina y en Inglaterra en vez de desarrollar las ideas internacionalistas, pacifistas, socialistas” es de un candor y de una estupidez que casi da pereza contestarlo. Pero, bueno, para eso nos hemos puesto a escribir: es cuando menos un dislate pretender comparar y equiparar el nacionalismo de los países centrales como Inglaterra, con el de los países periféricos, coloniales o semicoloniales. Ya lo explicamos con anterioridad en este mismo artículo, pero ampliamos para que al señor Almeyra no le quede la más mínima duda: el nacionalismo en Inglaterra, por caso, deriva en colonialismo. En una colonia, en cambio, deriva en una saludable revolución antiimperialista.
Otra causa que campea Malvinas: ¿Es o no es una causa popular? ¿Lo fue en 1982? La única respuesta que se nos ocurre es que si es una causa nacional, es una causa popular. Las ideas de Nación y de Pueblo son inescindibles, no existe la una sin la otra. Como trabajo práctico, alcanzará con darse una vuelta por cualquier cancha de fútbol de ahora o recordar aquellas de 1982: el pueblo argentino que colmaba las tribunas no sólo coreaba consignas antiinglesas, sino que, belicistamente, le prometía la muerte a los ejércitos de Su Graciosa Majestad.
Pero el politólogo azteca parece estar a años luz de una cancha de fútbol argentina. Es evidente que no entendería esos cantos guerreros y hasta me animo a decir que tildaría de retrógrado al pueblo que entonara esos gritos de Marte.
Dudo mucho que Almeyra pueda entender la cuestión nacional argentina y sudamericana, y de hecho se tropieza con la cuestión de los Derechos Humanos, al mejor estilo “progre” argentino. Por ejemplo, de haber vivido durante la segunda invasión inglesa al Río de la Plata, en 1807, Almeyra no habría entendido a los simples indios Quilmes, arrancados de su Tucumán natal por los españoles para llevarlos a mal vivir en la reservación al sur del actual Gran Buenos Aires. Está claro que esos indios eran prisioneros; está claro que una reservación no era un SPA de la época. Sin embargo, cuando vieron las fragatas inglesas en el río, cuando vieron desembarcar a los doce mil hijos de Albión que tenían como misión someter a Buenos Aires, los Quilmes se olvidaron de las cuestiones domésticas a las que los tenían esclavizados y se ofrecieron a Francisco Javier Elío, quien luego sería nombrado virrey, para luchar juntos contra el agresor imperialista.
Puede que esos indígenas no tuvieran los estudios del politólogo mexicano, pero se adelantaron un siglo y medio nada menos que a Juan Perón para gritar a los cuatro vientos que, antes que nada y siempre en primer lugar, y aun por encima de las propias penurias, la Patria es lo primero y, la cuestión nacional, la única revolución posible en una colonia.
(Hugo Barcia es escritor, poeta y periodista. Subgerente de Relaciones Institucionales y Prensa de Canal 7 -Radio y Televisión Argentina-. En el año 2005 fue distinguido por el Fondo Nacional de las Artes por ser el autor de la letra del candombe-milonga “La Murga”. De larga militancia en el peronismo, movimiento al que pertenece desde el año 1971, Barcia fue uno de los fundadores de la revista-libro Unidos, en el año 1983, en tanto que a partir de 1997 se desempeño como Jefe de Redacción e integrante del Consejo Editorial de la revista Línea)