ARGENTINA / Lamentos a la cacerola: el argentino infeliz / Escribe: Daniel Ares





Como abrazado a un rencor:
“Querés cruzar el mar y no podés”
(Cátulo Castillo, Qué desencuentro).

Centenares de porteños salen a las calles con sus cacerolas, y gritan su descontento, la infelicidad y el miedo con el que viven, sufren, viajan, compran dólares y cambian el auto. Misterio sociológico, psicológico o psicótico -no sólo mediático-, hay un argentino que por bien que le vaya, sabe sufrir mejor que nadie, o qué te pensás…



Aquellos que desprecian al actual gobierno, en vez de insultarlo, rebajarlo o sospecharlo, ¿por qué no lo superan? Tienen no sólo a favor el monopolio de los grandes medios, sino también la cúpula eclesiástica, lo más rancio de nuestra oligarquía terrateniente, la disposición absoluta de los fondos buitres y la banca extranjera, el guiño siempre amigo de la embajada norteamericana, y sin embargo… Puede que el amor no siempre gane, pero la impericia del odio es infalible.

El Grupo Clarín-La Nazión, aún al precio de inmolarse abrazado a los restos de su propia credibilidad, consagró los últimos cuatro años de sus fuerzas al descrédito sistemático de este gobierno, al augurio masivo de la hecatombe inminente, a la injuria desenfrenada sobre cada uno de los miembros del poder ejecutivo, comenzando por la presidenta; y al cabo el último octubre todo lo que consiguieron fue un revés técnicamente calamitoso…

De lo que por entonces llamábamos la “oposición política” -que ellos mismos formatearon y lanzaron al mercado-, ya no quedan ni rastros: ellos mismos acabaron de pulverizarlos como niños consentidos defraudados por un juguete inútil.

Hoy todo lo que les queda son esos sectores de la clase media porteña (hayan nacido donde hayan nacido, el puerto se los comió); que por algún motivo que dará mucho trabajo a los sociólogos, aspiran al suicidio colectivo, a la amargura pandémica, al tango perenne de la tristeza que no tiene fin. Nostalgias de otros tiempos cuando los bancos le robaban la guita y ellos lucían sus cacerolas históricos por primera vez…

En el marco de una crisis planetaria inédita desatada sin solución harán ahora cuatro años; la Argentina creció a niveles record sin crédito externo y pese a la fuga de divisas. Pero “está todo mal”.

Podríamos referir así muchos hechos, enumerar datos, citar estadísticas de la CEPAL, de la OIT, de las Naciones Unidas; inventariar episodios, la recuperación de YPF, el presupuesto de educación, la reforma al Banco Central, la ley de medios, la ley de matrimonio igualitario, la muerte asistida, el aborto… pero por no sonar abstractos, preferimos mejor referirnos al vecino, al amigo, al argentino nuestro de cada día que también nos dice que “no da más”, y “que está todo mal”, y nos hablan de “corrupción”, de “inseguridad”, de “crisis”, y de paso nos cuentan que cambiaron el auto, que se pasaron el verano en Pinamar o Punta del Este o en el norte del Brasil; y los vemos cada fin de semana largo desbordar terminales, hoteles, caminos; y lloran, sufren, viajan y gastan, compran y ahorran, y se desgarran las vestiduras por lo mal que les va…

Ninguno de ellos sabe cómo resolver esto, más bien, “esto no tiene solución”, les gusta soñar así el dolor no se va nunca. Les gusta sufrir, bah. Llevan un tango entreverado en las entrañas, y es tal bronca, es tanto el odio por esa herida absurda, que dan ganas de balearse en un rincón…

Avisarles que si les va bien pero se sienten mal es porque los están engañando como a campesinos medievales, que los agitadores del Sanedrín les soplan “Barrabás” al oído así se equivocan para siempre; recordarles que de cada de televisor, de cada diario que anda suelto por la gran ciudad baja la misma sola negra voz deformándoles el día; ya no tiene sentido. Cuidan su dolor como un tesoro ignoto. El odio, hijo del miedo, los envuelve en su penumbra.

Por eso no traen nada a cambio, ningún plan a no ser los que ya fallaron; y evocan melancólicos los días sin justicia, y rezan por la seguridad que no extrañaron cuando el genocidio y su delivery de asesinos, cuando los amos de siempre eran tan felices, que no los asustaban desde sus diarios…

Por el momento, hoy, incapaces de superar lo que tanto desprecian; lloran, protestan, rompen sus propias cacerolas, y cada mañana se levantan ya sin ninguna fe pero con el consuelo mediático de tener a quien culpar por sus fracasos personales, por esa vida que no se atreven a vivir, por esa cobardía escondida, tan parecida a un rencor…



Tal vez al fin de cuentas no haga falta ningún sociólogo ni nada para entender a ese argentino que tanto sufre porque viaja, que no da más de cambiar el auto, que encima le sobra guita para fugarla en dólares ¡y no lo dejan!… quizás es sólo eso: una triste pasión por el fracaso, puro odio, miedo y nada más.

(Daniel Ares es periodista y escritor. Edita el blog El Martiyo)

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