En el trayecto positivo del ciclo económico, el viento de cola por el alza de las materias primas es el principal motivo del crecimiento del Producto Bruto Interno. La economía avanza sólo por la suerte de un contexto externo favorable, especialmente por la soja. No aparece ningún factor interno para interpretar el proceso de crecimiento. Cuando se transita una fase de desaceleración de la actividad, la explicación de esa etapa se concentra en cuestiones locales ignorando por completo el desquicio europeo, el estancamiento que arrastra hace casi cinco años la primera economía mundial, la mediocre performance de Brasil y el menor crecimiento de China. Esta forma de abordar la evolución de la economía argentina por parte de analistas y economistas del establishment es tan rústica que sólo la complicidad y fanatismo de sus interlocutores facilita su amplificación. Desafían el sentido común al afirmar que la economía sube sólo por la soja o baja sólo por una extensa lista de errores propios de la política doméstica. Es un análisis tan básico que provoca pudor escuchar el coro afinado de economistas, que reúne a ortodoxos y a no pocos considerados heterodoxos, desconocer lo que está pasando en el mundo desarrollado. De ese modo resulta complicado tratar de entender la dinámica de los ciclos económicos. Provoca igual sensación escuchar a empresarios de peso que han contabilizado ganancias como nunca en el frente productivo repetir como loros lo que dicen esos economistas cuya mayor virtud es pronunciar pronósticos fallidos.
Ese mismo tipo de análisis se reitera en varios temas económicos sensibles, que adquieren categoría de indiscutible en el espacio público, pero que se desmoronan con un poco de información. Exponentes del pensamiento conservador y también de lo que se denomina progresismo, ofrecen dos sentencias que consideran innegables. La primera, que en los últimos años y con más intensidad en estos meses, el deseo de atesorar dólares fue provocado para protegerse de la inflación, y la segunda, vinculada con la anterior, que el aumento de precios ha vuelto a la Argentina un país caro en dólares. Apelan al gaseoso concepto de la confianza al referirse al vínculo de la moneda doméstica y el dólar.
El Trastorno Obsesivo Compulsivo con el dólar obtura la posibilidad de hacer una simple cuenta. Desde 2007 a fines de 2011, el tipo de cambio oficial subió 40 por ciento (pasó de 3,10 a 4,32 pesos por dólar), mientras que el índice de inflación oficial o de las consultoras de la city fue en números redondos del 50 o 100-120 por ciento, respectivamente. Ese resultado muestra que más que defensa contra la inflación fueron goles en contra. Se sabe que en períodos de suba de precios el instinto de supervivencia de comerciantes o industriales es comprar insumos o productos que estiman van a aumentar, para proteger su capital de trabajo. No se refugian en un activo, como el dólar, que les permitiría comprar menos mercadería más adelante porque su cotización subió menos que los precios. Por su parte, quienes tienen excedentes, la mejor opción que tuvieron fue comprar bienes muebles o inmuebles para ganarle a la inflación, o incluso el plazo fijo para perder menos, pero ganar más que con el dólar.
Otros pueden haber sido los motivos de haber querido comprar dólares en los últimos años (por ejemplo, encontrar un destino a fondos no declarados al fisco), pero si fue para defenderse de la inflación, influenciados por análisis de economistas del establishment, el resultado no fue muy alentador. No hay sanción social por mala praxis para ese tipo de profesionales dedicados a la información económica.
La insistencia de vincular la compra de dólares con la inflación sólo se entiende como definición política de la ortodoxia para generar consenso social a sus tradicionales medidas de ajuste recesivas, con saldo y víctimas conocidos. Además para orientar hacia la necesidad de aplicar una fuerte devaluación que sólo beneficiaría al núcleo de grandes empresas exportadoras, al campo y a quienes acumularon dólares. Esa medida abrupta sólo provocaría una importante transferencia de ingresos hacia esos sectores, generando conmoción social y pérdida de legitimidad política del Gobierno.
A diferencia de otros países de la región, el tipo de cambio se fue depreciando en estos años, como arriba se señaló, en el marco de una política de administración cambiaria definida por el Banco Central. Es tema de debate si el ritmo de ajuste podía haber sido un poco más acelerado, pero no se puede ocultar que esa estrategia de devaluación de la moneda se mantuvo pese a una fuga de capitales persistente y a que constituyó una base de tensión sobre los precios. El ancla cambiaria atrasando el tipo de cambio no fue implementado como política antiinflacionaria, como sí lo utilizó Brasil junto a tasas de interés altísimas.
Con este recorrido cambiario resulta admirable la capacidad que tienen muchos de afirmar que el aumento de precios convirtió a la Argentina en un país caro en dólares, que se desmienten con información básica. Es obvio que aquí subieron los precios, pero las variables en el resto de los países también se movieron. Esa afirmación pronunciada por algunos analistas y periodistas se puede llegar a entender porque se consideran el ombligo del mundo, y que nada pasa fuera de ese diámetro. Pero en profesionales que dicen que saben de economía se requiere de un esfuerzo importante justificarlos. No es necesario viajar al exterior para hacer comparaciones de precios. Existen fuentes internacionales de raíz ideológica conservadora que brindan esa información.
El Worldwide Cost of Living (Costo de Vida Mundial) es una encuesta realizada por Economist Intelligence Unit, del grupo editorial The Economist, cuyo propósito es recopilar los precios de 160 servicios y productos en 131 países. Es un trabajo mucho más amplio que el popular índice Big Mac, que también realizan. En esa encuesta incluyen alimento, bebida, ropa, artículos para el hogar y de cuidado personal, vivienda, transporte, servicios públicos, educación privada, servicio doméstico y entretenimiento. El estudio, utilizado como referencia por multinacionales, tiene como base de referencia Nueva York. Recopilan más de 50.000 precios individuales en cada encuesta, la cual se realiza en marzo y septiembre y se publica en junio y diciembre. Los investigadores de EIU explican que encuestan una amplia gama de tiendas, supermercados, comercios de precios medios y también los de precios más altos. No son valores de venta publicitados, sino que son lo que se le cobra al cliente. Esos precios se convierten a dólares a una tasa de cambio vigente a fin de lograr los índices comparativos.
El estudio más reciente brindó el siguiente resultado: Buenos Aires se ubica en el puesto 102º sobre un total de 131 países. Es una de las ciudades más baratas del mundo según The Economist. En ese ranking, San Pablo se instaló en el puesto 28º, Montevideo 66º y Nueva York 47º. Otros destinos preferidos por argentinos para viajar para luego regresar y decir que los precios son iguales o más baratos, como países europeos, Tokio o Australia, todos son más caros que Buenos Aires.
Otra compañía internacional ofrece el mismo servicio que el de EIU, con una encuesta más amplia y más detalles de precios por producto: Mercer, subsidiaria de Marsh & McLennan Companies, que cotiza en la Bolsa de Nueva York y Chicago. Se presenta como líder mundial en servicios de consultoría de recursos humanos, outsourcing e inversiones para multinacionales. Explica que su información es utilizada por gobiernos y grandes empresas para proteger el poder adquisitivo de sus empleados enviados al exterior. Dice que su Encuesta Costo de Vida es la más completa del mundo al abarcar 214 ciudades en cinco continentes, con Nueva York como base de comparación. Mide los costos comparativos de más de 200 rubros en cada ciudad, incluyendo vivienda, transporte, alimento, ropa, artículos para el hogar y entretenimiento.
Para el estudio de 2011, Buenos Aires se ubica en el puesto 159 de 214. Esto significa que es una de las ciudades más baratas del mundo. La más cara es Luanda, capital de Angola, seguida por Tokio, Yamena (Chad), Moscú, Ginebra. San Pablo se ubica en el 10º lugar y Río de Janeiro, 12º.
Brinda algunos ejemplos: dos entradas para el cine cuestan 6,47 dólares en Buenos Aires, mientras que en Santiago de Chile, 19,37; en Nueva York, 12,75; en San Pablo, 23,97 dólares. Una taza de café, incluyendo el servicio, cuesta 4,11 dólares en Buenos Aires, según Mercer, mientras que en Tokio, 7,63; Moscú, 8,54. La lista incluye el alquiler de dos ambientes, un CD de música, un diario, un combo de hamburguesa, un litro de nafta sin plomo (95 octanos), un litro de leche y un kilo de fideos, entre otros productos. En todos esos casos Buenos Aires es la más barata, y lo más notable es que sólo el costo del paquete de fideos es el que se ubica más cerca de las ciudades más caras (Caracas, 11,73 dólares; Tokio, 9,66), al cotizar a 9,51 dólares.
La información proporcionada por compañías internacionales vinculadas con el mundo económico conservador es contundente: Buenos Aires no es cara en dólares.
Esos datos sirven para quienes buscan intervenir con rigurosidad en el debate sobre el nivel del tipo de cambio y pretenden no quedar atrapado de afirmaciones categóricas de economistas del establishment que dicen que la compra de dólares es para protegerse de la inflación o que hay que devaluar porque el alza de precios convirtió a la Argentina en un país caro en dólares. Si logran eludirlos, al menos así no devaluarán la palabra.
(Diario Página 12, domingo 10 de junio de 2012)