
Relatos, versiones, memorias del horror del genocidio y vidas que, tras el ataque mortal a la generación militante de la década de 1970; resurgieron como una generación que es, a la vez, víctima de esa dictadura, y protagonista de los nuevos relatos del bicentenario.
Cuatro años después, cuando era trasladada con los ojos vendados en el asiento trasero de un Falcon, Mecha, mi mamá, iba a recordar -quizás- aquel día luminoso en que salió del Registro Civil de la mano de Carlos, su amor.
La ceremonia respetó cada una de las convenciones sociales de la época: las fotos con la familia, los padrinos y los amigos; la vestimenta adecuada para la ocasión -ella, un largo vestido blanco y un sombrero; él, un saco marrón rojizo-; el rito del arroz y el auto ornamentado.
Entonces todo lo bueno estaba por venir. Iban a compartir una vida llena de proyectos, y un proyecto lleno de vida. La escena de la celebración incluía una inquietante marca de su tiempo: sobre la fachada del edificio, a la derecha de la puerta principal, se podía leer la leyenda “Perón o muerte”.
“Carlos está muerto, cayó en un enfrentamiento”; “Carlos no murió, lo trajeron vivo desde Tucumán y está secuestrado”. Mecha salió en su búsqueda impulsada por una desesperación ciega, de esas que fluyen por los poros abiertos de una pérdida masiva. Será por eso que se expuso sin medida, se mostró sin reservas y se despojó –al fin- del sentido vital de la preservación.
Había hablado con él unos días antes del golpe: el 3 de marzo, Carlos se comunicó desde alguna parte para saludar a mi hermano en su primer cumpleaños y prometió que esa sería la última vez que estaría lejos de sus hijos. Fue, sí fue, la última vez que escuchamos su voz. Fue, también fue, el comienzo de una incertidumbre que se instaló con una presencia asfixiante.
Ahora venían por ella. Ahora la trasladaban hacia algún lugar. El auto avanzaba en la madrugada fría por las calles desiertas de la ciudad vieja. ¿La llevaban con él? Quizás, en ese momento, Mecha sólo sintió alivio: la esperanza de un último encuentro con su compañero, aunque fuera en las siniestras profundidades del cautiverio, podrían terminar con esa angustia infinita que supera el umbral del dolor y desborda los límites de la tristeza.
Quizás ese alivio que pudo sentir mi mamá no sea otra cosa que la versión –mi versión- de un desenlace final que me alivie, que cubra hasta tapar con su lógica balsámica las insoportables imágenes de torturas, vejámenes y violaciones que se alojan en el centro de mis tormentos.
El motor del Ford no se detenía, aún. Mecha se llevó esa noche las caricias de su madre, la mirada profunda de su hermano y el olor del café que, juntos, compartían minutos antes de que los milicos tiraran la puerta abajo. Se llevó, también, la carencia y desconcierto que descubrió en mis gestos, y en los de mi hermano, cuando nos tapó con una manta para protegernos con amor de madre de todo lo malo, del horror que se anunciaba con los golpes en la puerta. Se llevó, tal vez, la absurda ilusión de encontrar a mi papá vestido con su saco marrón rojizo y la sonrisa de los años felices.







