El lunfardo como evasión / Escribe: Jorge Abelardo Ramos







Soy Alfredo Caferatta y quiero invitarte a compartir un texto de este gran pensador de la política argentina. Son muchos los artículos escritos por Jorge Abelardo Ramos como crítica literaria, en su juventud. Estos textos en realidad movilizaban su pasión: la política. Por eso podrás observar en este artículo un análisis crítico a lo que era y es la Ciudad de Buenos Aires




Gobello se ha propuesto dar al lector un paseo por los bajos fondos del idioma, indagando los orígenes y significados probables del “lunfardo”. Sus propósitos filológicos no pasan de ahí, pero el mero planteo de la cuestión de un lenguaje particular de Buenos Aires reviste una importancia que nuestro autor se ha resistido a medir.




Es a este problema que quisiéramos aludir, prescindiendo de seguir a Gobello en su divertido itinerario donde se entrecruzan la cárcel, la orilla, la milonga –y los distintos géneros de delincuencia ornados con un lenguaje propio. El pueblo de la ciudad de Buenos Aires no habla el “lunfardo”, sino que utiliza con carácter provisional algunas de las palabras que los especialistas consideran lunfardas –palabras que reemplaza constantemente- y que a veces llegan a incorporarse circunstancialmente al hablar de las personas llamadas cultas. Esto no necesita demostración. Los únicos que se llenan la boca con el lunfardo de manera sistemática son los personajes de la crónica policial, como una técnica suplementaria del secreto profesional y de su aislamiento social. Las grandes masas se expresan corrientemente en un castellano que no extasiaría a Menéndez Pidal, pero que tampoco está corrompido con el lunfardo. Por supuesto Gobello no llega a sostener lo contrario en “Lunfardía”, pero deja en el ánimo del lector la sensación de que el lunfardo es el idioma porteño. Creo que esta idea debe ser rechazada, no por una defensa académica de un lenguaje puro que no existe en parte alguna del mundo –y menos en Madrid- sino por implicaciones histórico-políticas más serias que el tema mismo.




¿Qué es Buenos Aires? La capital de la Argentina sufrió a partir de 1870 una transformación profunda derivada del proceso inmigratorio. El océano de razas que hervía en las orillas porteñas a fines de siglo y que le otorgó durante muchas décadas su verdadera fisonomía está reflejado en las páginas de Fray Mocho. El elemento más importante de esta inmigración fue proporcionado por las familias italianas, que, a pesar de volcarse en gran parte en el litoral cultivable para colonizar lo que luego se llamaría la “pampa gringa”, dejó en la capital una parte considerable de nuevos ciudadanos. El tango como expresión popular asimiló parcialmente esta revolución del habla, la psicología y la composición nacional de la ciudad. Las tendencias fuertemente asimilacionistas de la inmigración italiana fueron borrando con el tiempo los aportes lingüísticos para fundirse finalmente con el resto de la población argentina.
Pero la ciudad de Buenos Aires desempeñaba un papel especial en el país y éste es probablemente el núcleo de la cuestión. La federalización de 1880 arrancó de manos de la oligarquía de la provincia de Buenos Aires el control de la ciudad-puerto y entregó sus rentas a la Nación entera. Esta medida coincidía sin embargo con la expansión mundial del imperialismo, que en el caso de Buenos Aires concentró todas sus fuerzas para hacer de ella su plaza fuerte (Bombay en la India, en China, Shangai). Aquí se concentró el poder financiero del capital extranjero, el punto terminal de los ferrocarriles que transportaban la producción agropecuaria a los puertos ultramarinos y también se fijó aquí el centro de una cultura europeizante tendiente a justificar en el plano ideológico nuestra condición de factoría. Por esas y otras razones Buenos Aires fue una ciudad antinacional, o dicho de otro modo, una ciudad que no poesía una conciencia nacional. Como pivote imperialista, aquí se reproducían más o menos las condiciones económicas, sociales y culturales de las metrópolis imperialistas, pero era a costa de la miseria, el atraso y la parálisis del resto del país.

Aquí venían a hablar Keyserling, Ortega y Gaset (sic) o el gran brujo Tagore, importados por Victoria Ocampo, pero en La Rioja y en todas las provincias mediterráneas se morían de hambre ocho millones de argentinos, uniéndose en silencio al osario común de las viejas montoneras exterminadas por las fuerzas apoyadas en Buenos Aires. La tremenda diferencia que aún subsiste entre esta Capital y el resto del país y del continente – no solo diferencias de lenguaje, que son las menos- sino otras más serias, constituirían el tema para una digresión que escapa ya a los límites de estas observaciones. En el plano de una cultura nacional todo está por hacerse en nuestro país. Me refiero a la crítica consciente, a la generalización del material elaborado; sin embargo, Gobello no ha encontrado asunto mejor que ocuparse en puntualizar las “lunfardías” usadas por los porteños. Esto revela por sí solo que Gobello aún está de espaldas al país, pese a las reiteradas y excelentes observaciones que formula habitualmente desde su trinchera de crítico. No, los hombres de “lunfardía” constituyen una parte tan pequeña, tan insignificante de la República y de Buenos Aires, que debemos exigir al autor empresas mayores para su talento. No es incidental que aparezcan libros como “Lunfardía”, representativos de esa falta de conciencia nacional a que aludíamos antes y que encuentra en Buenos Aires su punto de sustentación. Lo notable es que este libro sea firmado por Gobello, de quien cabría esperar otro libro más comprometido (valga el “galicismo”). Dejemos que Borges se ocupe del lunfardo. Lo hará mejor que Gobello, porque lo desprecia y el desprecio da una vibración que el amor ignora. Gobello ama el lunfardo, su prosa nocturna e infame, oblicua y portuaria. Son los restos del cosmopolitismo que arrastra todavía consigo un escritor argentino. Que levante la mirada hacia el Norte, que abrace los problemas genuinos del país y su próximo libro será creador. Muere ante nuestros ojos toda una época; si los escritores no son capaces de aprehenderla en su conjunto morirán con ella.

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