El Gobierno tiene frente a sí, en estos dos años, dos desafíos principales. Uno es el de recomponer la eficacia de su gestión –incluyendo dentro de ella la comunicación de las políticas públicas—; el otro es el de construir una fórmula política capaz de disputar en 2015 a favor de la continuidad del rumbo político de la última década. Ambos propósitos son claramente interdependientes. Durante la última semana se alteró bruscamente el ritmo político del país. Reasumió Cristina, decidió rápidamente cambios en el gabinete de ministros y de modo inmediato se puso en escena el intenso protagonismo político de dos de los nuevos miembros del equipo de gobierno, Jorge Capitanich y Axel Kicillof. Las dos partes de la ecuación política presidencial –la gestión y la construcción política– aparecen de modo cristalino en este brusco cambio de escenario político.
La marcha de la gestión no es un asunto exclusivamente técnico, como lo pretende cierto liberalismo tendencialmente antipolítico. La mide, ante todo, la capacidad de poner en correspondencia los instrumentos prácticos con los objetivos generales y específicos de un gobierno. En ese sentido, no puede ignorarse la importancia de una adecuada tecnología organizativa en las prácticas de gobierno; pero, en última instancia, es la capacidad política de conducción la que determina en buena medida los resultados de la acción colectiva. La capacidad de conducción incluye destrezas técnicas, pero es mucho más que esas destrezas. Hay algo así como un volumen político de quien detenta formalmente la dirección. Tiene que ver con el carisma como modo de legitimación del poder que estudiara Max Weber, pero no debería ser pensado solamente como los rasgos personales del dirigente, sino como una combinación de esos rasgos con su experiencia, su carrera política y, de modo decisivo, con el peso electoral real o potencial que posea. En ese sentido, no hay duda de que Capitanich ha agregado volumen político al gabinete nacional.
Desde el punto de vista de la disputa política, las designaciones –particularmente la del gobernador chaqueño– tienen también una fuerte significación. Es un gobernador con amplio respaldo popular y un presidenciable. ¿Significa eso que acaba de ser designado como candidato de Cristina para 2015? Claramente que no, puesto que el cargo de jefe de Gabinete no es la garantía de un éxito fácil ni de un lucimiento permanente. Lo cierto, en la política de hoy es que uno de los presidenciables peronistas ha unido la suerte de su futuro político más o menos inmediato a la del éxito del último tramo de gestión de la actual Presidenta. La consecuencia de la apuesta es que el nuevo jefe de Gabinete necesita de la consolidación del liderazgo de Cristina sobre la base del fortalecimiento de su gobierno para llegar a ser candidato; de modo que, de tener éxito, será el candidato de la continuidad de una experiencia política. Ciertamente hay una visión alternativa, que sostienen los editorialistas del establishment mediático, quienes tratan de pintar en estos días a un Capitanich que representaría el aggiornamiento del Gobierno y en tensión con la Presidenta. Haciendo abstracción de cualquier otra consideración, hay que decir que resulta muy difícil concebir que dos experimentados políticos hayan construido laboriosamente un laberinto en el que se extravíen los proyectos políticos de ambos.
A esta altura es innegable que la jugada de la Presidenta parece el reconocimiento de la existencia de ese problema de los presidentes salientes sin reelección que en Estados Unidos llaman el del “pato rengo”. Es la tendencia a la pérdida de centralidad política que aqueja a aquellos líderes que ya no pueden prometer nada hacia el futuro, puesto que el futuro es el regreso a casa. La cuestión política argentina no puede, sin embargo, ser analizada exclusivamente desde la perspectiva teórica institucionalista sobre presidencialismos y reelecciones, sino que necesita incorporar una variable sin la cual es inexplicable. La próxima elección presidencial no discute sola ni principalmente qué partido asumirá el gobierno en 2015; por el contrario, decide la cuestión de la continuidad o no de un proyecto de ruptura política, de un punto de vista estratégico sobre el país y sobre su lugar en el mundo que cuestiona el modo de ejercicio de la democracia vigente entre su nacimiento hace treinta años y el estallido de la crisis de 2001. Esa cuestión política central es la que ignoran o pretenden ignorar quienes reducen las peripecias políticas de la Argentina actual a las tensiones provocadas por un grupo exclusivamente dedicado a la acumulación de poder y a la extracción de plusvalía política.
No puede haber “pato rengo” en la Argentina de hoy, en el sentido en el que se lo conoce en su patria natal, porque la sucesión de Cristina no es una simple pelea de líneas internas dentro de un mismo partido, sino que en el seno del universo político del peronismo coexisten los dos grandes proyectos de país en pugna. Aclarada esta perspectiva puede pensarse la decisión de la Presidenta también en clave de fortalecimiento político del Gobierno en su última etapa bajo su actual liderazgo. Ciertamente el cargo de jefe de Gabinete no equivale al de primer ministro en países semipresidencialistas como Francia. En esos casos, se trata de una división de funciones entre jefe de Estado y jefe de Gobierno cuya legitimidad viene, en ambos casos, del voto popular. El híbrido constitucional argentino de 1994 terminó constituyendo al jefe de Gabinete en el único ministro obligado a rendir cuentas periódicamente ante el Congreso y el único al que ese mismo Congreso puede destituir mediante un voto de censura. A pesar de eso y también del hecho de estar “a tiro de decreto”, el lugar de jefe administrativo del gobierno le da en la vida cotidiana del Gobierno un importante poder formal. Si el tándem con la Presidenta funciona bien, podría hacerse fuerte la percepción de una especie de puente hacia 2015 en el que el elemento de continuidad no sería la Presidenta, sino el jefe de Gabinete devenido en candidato bajo el liderazgo de la Presidenta. Claro que todo esto depende, como todas estas cosas, de la política. Y se sabe de la fluidez y la inasibilidad de la política.
Los cambios en economía apuntan también en la dirección del fortalecimiento político de la gestión. En este caso se trata de la necesidad de lograr simultáneamente la ratificación del rumbo general, la unificación del mando de la gestión y el mejoramiento en la aplicación de determinadas políticas. Kicillof es un economista y un académico, pero, sobre todo, un hombre con perfil y ambiciones políticas. No es, como les gusta describirlo a los comentaristas de los medios dominantes, un obsesivo ideológico ni un fundamentalista. Por el contrario, se muestra abierto a los matices y es, entre quienes han formado parte del staff del ministerio hasta hoy, uno de los más sensibles a los problemas concretos de la aplicación de los instrumentos de la política pública. Cuando se habla, más arriba, del fortalecimiento de la gestión, se habla de múltiples aspectos. Pero en estos dos años, el país seguirá viviendo en un mundo convulsionado e incierto y el principal termómetro de la incidencia de ese cuadro en nuestra vida cotidiana será la cuestión económico-social. Por eso es decisivo el funcionamiento de este sector del Gobierno. Todo indica que más que medidas económicas nuevas –que las habrá seguramente– tendremos el intento de un activismo práctico más intenso y de mayor homogeneidad ejecutiva y, lo que no es poco si se consigue, una explicación más afinada y concertada de lo que se decide.
Los cambios en el gabinete han sido sucedidos por acciones y mensajes dirigidos a un conjunto de actores políticos centrales de la política argentina. Los hubo para el movimiento obrero, los empresarios, los gobernadores, el Congreso y, acaso el más importante, para los propios equipos de gobierno nacional, los nuevos y los viejos. La clave del mensaje parece ser que no hay fin de ciclo ni transición política alguna, abiertos en la Argentina. La Presidenta les ha dicho a propios y ajenos que piensa ejercer con toda energía política los dos años de mandato que le quedan. Y no solamente eso, sino también que se pone al frente de la estrategia para dotar de proyección en el tiempo a esa “cosmovisión” del país y del mundo a la que en el reportaje que le hiciera Rial llamó kirchnerismo. Lo de esta semana fue autocrítica y relanzamiento, aunque esas tan atractivas palabras no hayan sido expresamente utilizadas. Durante todo el tiempo que duró la licencia de la Presidenta, los analistas políticos del establi-shment pusieron toda su menguante credibilidad al servicio de la hipótesis de una Cristina cansada, desanimada y sufriente y, casi como consecuencia necesaria, la del debilitamiento progresivo de su liderazgo político y su gobierno. Los modos de la reasunción presidencial silenciaron bruscamente las especulaciones. Tanto la ausencia como el regreso de la Presidenta mostraron un aspecto de nuestra vida política actual que no siempre es estimado adecuadamente: es la centralidad de su liderazgo y su capacidad de ordenar no solamente el propio campo, sino de influir en el orden de sus adversarios. Es un dato que no hay que perder de vista a la hora de imaginar el futuro político cercano.
(Diario Página 12, domingo 24 de noviembre de 2013)