Primero. Las estadísticas no son totalmente confiables. Pero, haciendo una media de las proyecciones se puede decir que en Río de Janeiro, quizá la ciudad más emblemática de mi país, y en esa amplia región a la que llaman Gran Río, existen mil y pico de favelas. En ellas viven más o menos 1.300.000 personas, de una población de 7 millones. Casi un 20 por ciento del total.
De la población de esas favelas, una parte considerable –un 60 por ciento– vive bajo el yugo del narcotráfico. Otra –un 35 por ciento– vive bajo las “milicias”, grupos integrados por policías civiles, o sea, la policía judicial, policía militar y bomberos. La parte que resta, 5 por ciento, vive por cuenta propia, libre de la presión de narcos o milicianos.
O sea: en Río de Janeiro y alrededores, de una población de unos 7 millones de habitantes, poco más de un millón padecen de manera directa, a cada minuto de cada hora de cada día de sus vidas, la opresión de criminales, tanto narcos como paramilitares.
El Estado jamás supo encontrar una solución para semejante escenario. Por décadas, gobernadores intentaron determinar reglas de convivencia entre el morro, o sea las favelas, y el asfalto, o sea la ciudad. Los intentos del Estado de intervenir en esas zonas resultaron intentos y nada más.
Hace unos pocos años, el actual gobernador de Río, Sérgio Cabral, inventó la UPP –o sea, la Unidad de Policía Pacificadora– consistentes en tropas de la policía militarizada que, con previo aviso, invaden las favelas y se quedan. Con eso desaparecen de las callejuelas los tipos armados con ametralladoras y fusiles pesados, se acaba el toque de queda dictado por los narcos y termina el negocio paralelo de la venta ilegal de televisión por cable y de conexiones de luz. Uno puede circular por las callejuelas estrechas, y hasta hay fiestas para las clases medias del asfalto que suben a los morros para divertirse.
O sea, sigue a mil el tráfico, pero sin la guardia de escoltas fuertemente armados. Ya no hay toque de queda, pero los narcos saben los movimientos de cada morador.
Los jefes fueron expulsados, así como sus lugartenientes. Quedaron los gerentes de segunda o tercera línea, que informan, a quien corresponde, cada movimiento en las favelas. Ya casi no hay disputas por los puntos de venta, que antes provocaban verdaderas guerras. Pero mientras el gordinflón y parlanchín gobernador –que, a propósito, tiene los peores índices de aprobación popular entre los 27 gobernadores del país– sigue alardeando maravillas, los moradores de las favelas dicen que, en el fondo, todo sigue igual: sin puestos de salud, sin escuelas, sin atención sanitaria básica. Sin ciudadanía.
Por esos días, en la Rocinha, la mayor favela de Río (los cálculos indican entre 50 y 110 mil habitantes; pongamos 80 mil, cifra razonable), la guerra entre narcos que disputan puestos de venta de drogas volvió a sus niveles de siempre.
El grueso del contingente de los policías militares de la UPP –vale repetir: Unidad de Policía Pacificadora–, empezando por su comandante, fue detenido. La causa: secuestraron y asesinaron, en plena favela, en las mismas instalaciones de la UPP, a un ayudante de albañil llamado Amarildo. Creyeron que era cómplice de los narcos. No era. Fue asfixiado con una bolsa plástica, de esas de supermercado, luego electrocutado. Y la vida sigue, igual. Negros, pobres y favelados siempre han sido sospechosos en mi país. Siempre fueron los más muertos entre los muertos.
En Río, parte de las bandas de los narcos huye tan pronto se anuncia que determinada favela será “pacificada”. La policía entra, con pompa, circunstancia y fanfarrias, y no encuentra resistencia.
A la vez, en las ciudades de la Gran Río, en los suburbios, crece y crece la violencia. Hay una lógica cruel en todo eso: al invadir y “pacificar” una favela, las fuerzas públicas de seguridad dejan una cantidad significativa de delincuentes sin trabajo. Los que huyen de una favela “pacificada” buscan otros parajes para ejercer sus labores.
En las ciudades vecinas, en los suburbios, los índices de violencia urbana crecieron, en promedio, un 30 por ciento. En las otras mil y pico de favelas no “pacificadas”, pasa lo mismo. Y así la vida.
Segundo. En el lenguaje jurídico brasileño hay dos tipos de homicidio. Aquí, una cosa es el homicidio culposo y otra el homicidio doloso. Por culposo se entiende que alguien mató a otro sin intención. En cambio, cuando es doloso se supone que mató con plena intención, sabiendo muy bien lo que hacía. Es un delito mucho más grave.
Bien: en 2012, hubo 47.136 homicidios dolosos en Brasil. Una media de 24,3 por cada cien mil habitantes. Y hubo 50.617 estupros de mujeres: una media de 26,1 por cada cien mil habitantes.
Hay algo raro en un país donde esos datos disputan el ranking del horror. El año pasado, cada día fueron violadas 139 mujeres en mi país. Es decir, casi seis por hora.
¿Qué país es éste? ¿Dónde llegaremos con esa cuenta macabra de las miserias humanas?
Algo raro pasa en este raro país. En mi país.
(Diario Página 12, domingo 10 de noviembre de 2013)