Los filósofos posmodernistas dicen que ya no hay fundamentos fuertes; es decir, que no hay razones últimas para nuestras tomas de posición. Eso es parte del espíritu de época.
Pero no dicen, con ello, que hayan acabado las justificaciones conceptuales y los argumentos. Solo que nuestras justificaciones son menos pretenciosas ahora que en otros tiempos; pero igual legitimamos nuestras posiciones con razonamientos, como corresponde a toda toma de posición que no sea arbitraria. Parte del respeto a sí mismo y a los otros, es poder justificar racionalmente lo que se dice, estar a la altura de esa necesidad elemental.
La televisión mucho hace para erosionar –cuando no liquidar– esos principios. El vértigo, la apelación a la imagen sensacionalista, la hiperestimulación permanente, llevan una especie de carnavalización de la experiencia que termina en confusión y balbuceo, en la imposibilidad de transformar cualquier vivencia en concepto.
Es nuestra obligación, como seres humanos y como ciudadanos, superar esa tendencia, no irnos convirtiendo cada vez más en seres de tambaleante razonamiento, inertes ante la estimulación permanente, repetidores de consignas que llevamos como sonámbulos o robots.
Si a esto se suma la acción intencionada de quienes pretenden usar la televisión como ariete político constante, podemos afirmar que a menudo desde aquello que algunos han llamado “caja boba”, nos convierten en seres antipensantes.
En esta lógica de lo a-lógico se han dado algunas reacciones ante la enfermedad de la presidenta. Hay quienes dijeron, insólitamente, que era un invento, una ficción. Seguro: los médicos, enfermeros y autoridades de la Fundación Favaloro pueden confabularse todos a la vez para una comedia de ese tipo. Luego, surgió que Boudou no podría gobernar, pues podría no ser leal a la presidenta (pero... ¿no tomaban por bueno, esos opinantes, hacer algo diferente de la presidenta?). Ante los ataques a Boudou, hay quien dijo entonces –dentro de los mismos detractores– que era mejor que la presidenta siguiera a cargo (como si eso fuera posible mientras ella se está recuperando, y como si no fuera contradictorio con lo dicho antes, sobre una presidenta a la que se rechaza por inventarse enferma).
Fue así que un político opositor continuó con estos juegos, diciendo que “así como caen en política, se les cae el helicóptero”, ante un accidente que implicó una diputada muerta y un gobernador grave. Después, ante las críticas, se disculpó. Pero es la lógica a que lleva esta idea de decir cualquier cosa, sin coherencia ni criterios, con tal de hablar mal de quien está gobernando. Hoy se ataca por una cosa, mañana por la contraria, todo el tiempo por las dos razones contrarias a la vez. No hay coherencia, porque no hay concepto, ni hay razonamiento. No se trata de críticas, las cuales son necesarias al sistema democrático, y ojalá las hubiera serias. Se trata de ataques primarios, de chismes de pasillo, de opiniones de ocasión, sin información ni asidero algunos.
Con toda razón, una amiga se sintió avergonzada hace un mes cuando fue a su consulta médica, y la facultativa le habló de las calzas de la presidenta. No le habló de proyectos de país, de inversión pública, de deuda externa, de políticas de producción y redistribución, sino de... ¡la vestimenta de quien gobierna el país! Y esta amiga consideró que, por cierto, su médica la ponía en una situación incómoda, proponiendo una conversación torpe y trivial sobre cuestiones que, como la política, nunca son triviales.
Hemos tenido una educación sólida, los argentinos. La seguimos teniendo hoy, con un presupuesto que ha mejorado salarios y equipamiento en esa área. No podemos tener reversiones que nos conviertan en repetidores de casetes televisivos, en personajes carentes de pensamiento propio, que ya no sepamos diferenciar lo serio de lo que no lo es, la información del chisme, la opinión fundamentada y razonada de la invectiva, el insulto y el juicio sin apelaciones.
¿Será posible superar esto? No lo sabemos; sí podemos afirmar que es penoso el espectáculo de personas que recitan, con suficiencia y desenvoltura, un pálido libreto que le dictan desde los medios. La Argentina de Cortázar y Borges, de Maradona y Del Potro, de Houssay y Mildstein, de las Madres y las fábricas recuperadas, de la alta cultura y la educación de amplia cobertura, de la arquitectura porteña y de la lírica del tango, merece mejor memoria y homenaje que el de un sector social que renuncie metódicamente a la razón y a la letra.