Jorge Abelardo Ramos escribía sobre Rufino Blanco Fombona, ese “gran bolivariano”, que “su vida de conspirador, prisionero, gobernador en América y España, duelista y polemista, era más extraordinaria que la más intensa de las novelas“. Aquí en Venezuela, algún escritor lo juzgaba en los siguientes términos: “fue un excelente novelista, pero su vida personal, su condición de aventurero… lo frustraron” y eso evitó que fuera “considerado un verdadero maestro de la novela“. Y agregaba: “es el típico caso de promesa que finalmente no se pudo cumplir“.
¿A qué obedece semejante contraste de opiniones? Pienso que es una cuestión de temperamento, de carácter. Y se trata de una cuestión que determina la relación entre intelectuales y política en la América nuestra. Algún día tendríamos que hacer esa genealogía.
Me parece que Jorge Abelardo Ramos encarna una forma de ejercer el oficio de intelectual que comienza por sospechar de los intelectuales mismos, y concretamente de la intelligentzia cipaya, formada en el desprecio de lo propio y la adoración de la “civilización occidental”.
Esta sospecha raizal se expresa simultáneamente en una inclinación por participar en la lucha política, entendida ésta como la posibilidad de saldar cuentas con unas elites que lo mismo traicionan los más altos intereses nacionales como rechazan, por “bárbara”, cualquier manifestación de lo popular.
Esta forma de concebir tanto el trabajo intelectual como la política define un determinado carácter, el mismo que identificamos en Arturo Juaretche cuando nos dice: “mi conciencia sobre la clave de los problemas de nuestro país… tuvo que hacerse por propia experiencia, en correcciones constantes y en modestos aprendizajes de todos los días; y es cierto, además, que hemos aprendido de los simples y humildes más que de los infatuados y poderosos. Esa conciencia me puso al servicio de la liberación de mi país, causa que no he abandonado nunca, y a la que serví en el libro, en la prensa, en la acción política y con las armas en la mano, con muchos más exilios y prisiones que momentos fáciles en los 35 años que llevo de militancia. De tal manera mi actuación en la política militante no ha estado regida por la adhesión a hombre alguno ni a ninguna estructura partidaria, sino en la medida que éstos han sido instrumentos de esa causa. Eso sí, no he tenido el prurito de la perfección, ese narcisismo de los teorizadores que los inhibe de la acción por no contaminarse con los errores de los partidos: el deber político de un luchador es servir las grandes líneas de su pensamiento, despreciando lo incidental y aceptando las consecuencias inevitables de toda acción constructiva”.
En contraste, el escritor que juzga a Blanco Fombona como una suerte de “promesa” incumplida representa otro tipo de carácter, más bien enclenque, que prefiere un ejercicio intelectual incontaminado por la política. Otro argentino, Juan José Hernández Arregui, de la misma raza que Ramos y Jauretche, los retrató fielmente en La formación de la conciencia nacional.
Rara vez leídos en nuestras universidades, prácticamente desconocidos por las nuevas y no tan nuevas generaciones de venezolanos y venezolanas, Ramos, Jauretche y Hernández Arregui (entre otros) tienen mucho que enseñarnos en materia de ética de trabajo intelectual: contra los perfeccionistas y “teorizadores”, militar decididamente en la causa popular, aprendiendo “de los simples y humildes más que de los infatuados y poderosos”.
Respecto de esto último, y si de historia se trata, tendríamos que tomar nota de lo planteado por Hernández Arregui: “El historiador que en las épocas aurorales de la liberación nacional es inepto para concebir la historia como un vasto escenario, donde el actor principal no es el personaje que está en primer plano, sino las muchedumbres arraigadas en la tierra, y que son, en tanto masas políticas, las que verdaderamente mueven y hacen la historia, podrá ser un retratista, un decorador, cualquier cosa, pero no un historiador”.
¿Se leerá a estos autores en siquiera uno de los cientos o miles de talleres de “formación política” que, según escuchamos a cada tanto, estarían siendo impartidos a lo largo y ancho del territorio nacional? El problema con nosotros, los que hemos sido formados en la Iglesia del marxismo-leninismo, y a diferencia de quienes defienden la idea de una intelectualidad incontaminada de política, es que somos fanáticos de la política incontaminada de la realidad. La calle, los simples y humildes nos dicen poco o nada. Ellos serían, en todo caso, la razón de ser de tantos talleres de “formación política”.
Unos y otros “puristas” son tan inútiles como quienes se imaginan una política incontaminada de intelectualidad. En este caso extremo lo que se nos plantea es comenzar cada día desde cero, lo que resulta particularmente impráctico si se trata de Venezuela, donde sin duda hemos logrado avanzar en algunos terrenos.
Es cierto que el tema da para mucho, y está de más decir que no se agota en una exposición tan esquemática como apresurada. Pero no es menos cierto que allí donde sobra política o intelecto, a veces lo que falta es carácter.
Recuerdo mis tiempos de universitario, y el ejercicio es grato cuando vienen a mi memoria Vladimir Acosta, Javier Biardeau, Edgardo Lander, Miguel Ángel Contreras, Elías Jaua, entre otros, por lo que fueron y por lo que siguen siendo. Pero también recuerdo al profesor que me “enseñó” que en ningún país latinoamericano se había producido jamás nada digno de ser llamado filosofía. No por casualidad el chavismo ha significado para él una horrenda pesadilla, un fraude, “el típico caso de promesa que finalmente no se pudo cumplir”. Se entiende: le sobra intelecto, le falta carácter.