ARGENTINA / Entre la caridad y el cambio estructural / Escribe: Washington Uranga






Francisco desea “una Iglesia pobre y para los pobres”, pero faltan definiciones para saber si sus propósitos apuntan a una mirada reformista que demande ajustes al sistema o a recuperar la perspectiva liberadora del magisterio episcopal latinoamericano.

Jorge Bergoglio, en su nueva condición de papa Francisco, ha insistido en mandar señales que intentan instalar la imagen de pobreza y austeridad, tanto en lo personal como en lo institucional. Los gestos han sido acompañados de un discurso que subraya el deseo de “una Iglesia pobre y para los pobres”. Y en este mensaje muchos han querido ver la recuperación de la tradición histórica y teológica que la Iglesia Católica en América latina ha construido y cimentado después del Concilio Vaticano II (1962-65) y como relectura y aplicación a la región de ese acontecimiento de la Iglesia universal. Está claro que, a través del pensamiento que se le conoce en sus escritos, pero también por sus prácticas pastorales, Bergoglio no se sitúa en la radical elección planteada por la Teología de la Liberación latinoamericana, que ha sido la perspectiva teórica fundamental de esa opción. Es así porque los argentinos, en general, incluso sus teólogos populares y más importantes como el ya fallecido Lucio Gera, nunca se sintieron cómodos con un pensamiento teológico de la liberación que reconoció aportes del marxismo. Pero también porque el hoy papa Francisco estuvo siempre enrolado en las corrientes cuya preocupación por lo social se puso de manifiesto mediante la acción caritativa, por una parte, y a través de la mediación política solapada y discreta con el poder, por otra. No por el compromiso directo con la lucha de los movimientos populares.


Pese a lo dicho, la llegada de Francisco al pontificado despertó expectativas incluso en los más reconocidos teólogos latinoamericanos de la liberación, como Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Ivonne Guevara y Oscar Beozzo, para mencionar tan sólo algunos.

En estos círculos de la Iglesia Católica se advierte que para traducir en hechos y en orientaciones pastorales lo hasta ahora manifestado en sus discursos, el nuevo Papa debería retomar los grandes lineamientos emanados del Concilio Vaticano II –muchos de ellos desechados por Juan Pablo II y Benedicto XVI– y hacer suya la llamada “opción por los pobres” que los obispos latinoamericanos plantearon en Medellín (1968) y en Puebla (1979).

En un texto publicado por la Universidad Católica de Perú, el peruano Gustavo Gutiérrez acaba de señalar que para hacer carne lo que el Papa dijo, “una Iglesia pobre y para los pobres” se necesita “reconocer que el auténtico poder de la Iglesia consiste en servir a los pobres”.

La mirada latinoamericana

¿En qué consiste la originalidad del pensamiento católico latinoamericano de la liberación? Para el brasileño Clodovis Boff (también teólogo y hermano de Leonardo), “la Iglesia de América latina se caracteriza por ser una ‘Iglesia social’: es una iglesia profética, de los pobres y liberadora” (http://servicioskoinonia.org/relat/203.htm).

La conferencia de los obispos latinoamericanos en Medellín (1968) le dio visibilidad institucional a lo que desde tiempo antes de venía gestando en el trabajo eclesial de base. En el documento final, los obispos afirmaron que “estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente, llena de un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre... Percibimos aquí los preanuncios en la dolorosa gestación de una nueva civilización” (No. 4).

Podría decirse que el Vaticano II había impulsado una mirada “desarrollista” de la sociedad que pretendía reformas del orden capitalista para hacerlo más justo, más equitativo. Denunció las injusticias y pidió cambios. En uno de los documentos conciliares se puede leer: “Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni escribir” (Gaudium et spes, No. 4).

Y lo anterior se completaba con el elogio de la caridad. “La acción caritativa puede y debe llegar hoy a todos los hombres y a todas las necesidades. Donde haya hombres que carecen de comida y bebida, de vestidos, de hogar, de medicinas, de trabajo, de instrucción, de los medios necesarios para llevar una vida verdaderamente humana, que se ven afligidos por las calamidades o por la falta de salud, que sufren en el destierro o en la cárcel, allí debe buscarlos y encontrarlos la caridad cristiana, consolarlos con cuidado diligente y ayudarlos con la prestación de auxilios. Esta obligación se impone, ante todo, a los hombres y a los pueblos que viven en la prosperidad” (Decreto conciliar Apostolicam actuositatem No. 8).

Esta fue, en líneas generales, la propuesta del Concilio. Los latinoamericanos fueron más allá.

En el primer documento de Medellín, los obispos denunciaron la “miseria que margina a grandes grupos humanos” y dijeron que “esa miseria, como hecho colectivo, es una injusticia que clama al cielo” (No. 1). Luego anunciaron que Cristo que vino “a liberar a todos los hombres de todas las esclavitudes” (No. 3); que la “verdadera liberación” envuelve una “profunda conversión”; y afirmaron la “liberación integral” como acción de la “obra divina” (No. 4), asegurando que el amor es “la gran fuerza liberadora de la justicia y la opresión” (No. 5).


Y todavía más. En Medellín también, pero ya en el documento número II, sobre la paz, los obispos hablaron de “dependencia” y sostuvieron entonces que “el subdesarrollo latinoamericano es una injusta situación promotora de tensiones que conspiran contra la paz” (No. 1), equipararon “situación de pecado” con “situación de injusticia” y en otro momento directamente con “violencia institucionalizada” (No. 16). En el mismo texto se afirma que es misión de la Iglesia es favorecer “todos los esfuerzos del pueblo por crear y desarrollar sus propias organizaciones de base” (No. 27).

Cambios estructurales

No hay aquí un planteo reformista, sino claramente el respaldo a cambios estructurales. Allí mismo se piden “transformaciones profundas” (No. 17) y se critica como omisión el pretendido apoliticismo que elude el compromiso por la justicia y se reconoce la legitimidad de la “insurrección revolucionaria”, algo que ya había hecho el papa Pablo VI en su encíclica Populorum Progressio (1967), “en caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y damnificase peligrosamente el bien común del país” (PP No. 31). Sin embargo, en sintonía con el papa, los obispos latinoamericanos se inclinaron por la acción pacífica (No. 19). En medio del clima de represión política y de agitación revolucionaria que se vivía entonces en la región, la Iglesia afirmó que “el cristianismo es pacífico... No es simplemente pacifista, porque es capaz de combatir. Pero prefiere la paz a la guerra.” (No. 15).

En 1973, un libro publicado por el Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam), Liberación: Diálogos en el Celam, incluyó un artículo de Gustavo Gutiérrez, “Praxis de liberación, teología y evangelización”, en el cual el peruano sostiene que “los últimos años de América latina se caracterizan por el descubrimiento real y exigente del mundo del otro: el pobre, el marginado, la clase explotada. En un orden social hecho económica, política e ideológicamente por unos pocos y para beneficio de ellos mismos, el ‘otro’ de esta sociedad –las clases populares explotadas, las culturas oprimidas, las razas discriminadas– comienza a hacer oír su propia voz”.

Esa Iglesia latinoamericana acompañaba los aires de cambio de la región. Por ejemplo: es inevitable ver la influencia de Paulo Freire en el documento sobre educación, donde aparece siete veces de distintas maneras la idea de “liberación”. Y en el que se define la “educación liberadora” como aquella que “convierte al educando en sujeto de su propio desarrollo” y se la propone como “el medio clave para liberar a los pueblos de toda servidumbre” (No. 8).

Tampoco faltó entonces la autocrítica. “Llegan también hasta nosotros –afirmaron los obispos– las quejas de que la jerarquía, el clero, los religiosos, son ricos y aliados de los ricos. (...) Los grandes edificios, las casas de párrocos y de religiosos cuando son superiores a las del barrio en que viven; los vehículos propios, a veces lujosos; la manera de vestir heredada de otras épocas (han contribuido a crear esa imagen de una Iglesia jerárquica rica)” (No. 2).

Mientras todo esto sucedía en América latina, la Iglesia en la Argentina –salvo contadas excepciones como la de los Sacerdotes para el Tercer Mundo– se mantuvo ajena, lejana y hasta desconfiada mirando a las Iglesias del continente. No debería perderse de vista que esos fueron precisamente los años en los que Bergoglio se formó como sacerdote y como teólogo.

Opción por los pobres

A pesar de la reacción conservadora que desató en la Iglesia católica latinoamericana grandes enfrentamientos internos, y de los mártires que arrojó la postura liberacionista en medio del avance de los regímenes de seguridad nacional, en Puebla (1979), ya con Juan Pablo II como papa, los obispos ratificaron el compromiso de Medellín. “Los pobres merecen una atención preferencial, cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren. Hechos a imagen y semejanza de Dios, para ser sus hijos, esta imagen está ensombrecida y aun escarnecida. Por eso Dios toma su defensa y los ama. Es así como los pobres son los primeros destinatarios de la misión y su evangelización es por excelencia señal y prueba de la misión de Jesús”, reafirmaron entonces (Puebla No. 1142). Retomaron el decreto conciliar Apostolicam actuositatem para sostener que es necesario “cumplir antes que nada las exigencias de la justicia para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia; suprimir las causas y no sólo los efectos de los males y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciben se vayan liberando progresivamente de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos” (AA 8, Puebla 1146). Reafirmaron la necesidad de “una convivencia humana digna y fraterna”, llamaron “a construir una sociedad justa y libre” (No. 1154) y a impulsar “el cambio necesario de las estructuras sociales, políticas y económicas injustas” (No. 1155) porque “la economía de mercado libre, en su expresión más rígida, aún vigente como sistema en nuestro continente y legitimada por ciertas ideologías liberales, ha acrecentado la distancia entre ricos y pobres por anteponer el capital al trabajo, lo económico a lo social” (No. 47).


Este posicionamiento de la Iglesia latinoamericana fue duramente contestado y reprimido desde el Vaticano durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Las siguientes asambleas de los obispos latinoamericanos (Santo Domingo, 1992 y Aparecida, 2007), sin negar expresamente todo el magisterio anterior, se dedicaron mucho más a pensar la Iglesia hacia adentro, los temas clásicos de la “evangelización”, de la pérdida de influencia en la sociedad y el retroceso frente a otras religiones. Los obispos argentinos, poco presentes en Medellín y Puebla, sí tuvieron mucha participación en Santo Domingo y Aparecida. Bergoglio fue el principal redactor del documento que surgió en Brasil en el 2007.

¿Cuál es la visión que rescata hoy Francisco cuando dice que sueña “una Iglesia pobre y para los pobres”? ¿Dónde se ubica? ¿En la mirada reformista del Concilio, reflejada en Santo Domingo y Aparecida –lo cual sería coherente con su historia personal– o más bien en la tradición social liberadora de la Iglesia latinoamericana de Medellín y Puebla? ¿Basta con la austeridad personal del Papa, con los signos y con los discursos? No hay todavía respuestas para estas preguntas, pero hay que seguir aportando elementos para la reflexión mientras los hechos comiencen a hablar por sí mismos.

(Diario Página 12, domingo 31 de marzo de 2013)

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