HISTORIA / Jesús anuncia que la diferencia es contraria a su voluntad (primera parte) / Escribe: Padre Carlos Mugica






Por eso no resulta demasiado sorprendente que Oscar Cullmann, uno de los más importantes teólogos del protestantismo actual, considerado por los católicos, protestantes y judíos sin distinción como el mejor exegeta tal vez, que hay hoy del Nuevo Testamento, se ocupe de la relación que existió entre el Jesús histórico y los revolucionarios de su tiempo.

Nadie ignora que a partir del Concilio Vaticano II, que con su históricaConstitución Pastoral Gaudium et Spes (La Iglesia en el Mundo Contemporáneo, 1964) y, sobre todo, con la Encíclica Populorum Progressio (1966) de Pablo VI, el tema de la relación entre la fe y el compromiso político es el que ha absorbido la atención de los teólogos y pensadores cristianos.

El proceso se ha ido acentuando cada vez más.


Basta hojear la revista Concilium, que reúne a los más importante teólogos renovadores europeos y comienza a darle amplia cabida al tema en sus páginas.

Es cierto que en los países llamados desarrollados, que con más precisión desde el Tercer Mundo son señalados como subdesarrollantes, la problemática teológica es mucho más conflictiva ya que se cuestiona la esencia misma del mensaje revelado.

Como decía un gran teólogo, -allí la mordedura llegó hasta el hueso.

Se cuestiona no sólo la legítima pretensión de la Iglesia de ser la sucesora de los apóstoles, sino la misma divinidad de Cristo, a quien se pretende presentar como el prototipo del hombre para los demás, pero no necesariamente como el Hijo de Dios.

Al reducir a Cristo a una dimensión meramente humana, presentándolo como el hombre que llegó al fondo en la capacidad de amar, en la entrega a los hombres a través de su máxima manifestación, dando la vida por ellos, se dinamita el dogma básico de la fe cristiana: la Resurrección.

San Pablo enseña: -Si Cristo no resucitó, los cristianos somos los hombres más estúpidos de la tierra.

Y tiene razón.

Si Cristo no resucitó, no hay salida para los ciegos, paralíticos y esquizofrénicos de este mundo, por más revoluciones sociales que se propugnen.

El marxismo, pienso yo, encuentra su límite más terrible en el pasado.

No hay salida trascendente para los que ya murieron.

Para el cristianismo no hay más que una sola vida, pero que tiene tres instancias: la histórica, que podemos llamar vida uterina, luego viene el parto que es la muerte, para acceder finalmente a la vida plenamente creadora: la vida eterna, que supone entrar a compartir la existencia tremendamente fecunda y gozosa de Dios.

Es entrar, por decir así, a crear desde Dios, nuevos mundos.

Y precisamente, por ser totalmente creadora, la existencia se vuelve totalmente dichosa.

No obstante esta preocupación constante por salvar el basamento mismo de la fe cristiana los teólogos europeos comienzan a reflexionar sobre el tema de la religión y la política porque muchos jóvenes, hoy, en Europa, entran en crisis de la fe al sentir que el modo de presentación del mensaje cristiano y el rol que desempeña la Iglesia aparecen como sustentadores de una sociedad que agoniza, del orden establecido, al que Hélder Câmara llama el desorden establecido.

Sin duda a nivel cristiano fue decisiva en este punto la toma de posición del Magisterio de la Iglesia y, sobre todo, de Pablo VI.

En la Constitución Pastoral La Iglesia en el Mundo Contemporáneo, el Concilio exhorta a los cristianos a comprometerse en la creación de una sociedad nueva y a ampliar el campo del compromiso solidario al mundo entero.

La encíclica Populorum Progressio precisa más el campo de atención y de acción.

Es la Carta fundamental del Tercer Mundo desde la perspectiva católica.

No basta ya luchar para que desaparezcan los individuos ricos y pobres, sino que se trata de acabar con los países ricos y los países pobres.

No se trata de que los pueblos ricos ayuden a los pueblos pobres sino de que los pobres dejen de ser pobres.

Realizar una acción que signifique a nivel de pueblos lo que Hélder Câmara quiere para el campesino miserable del Nordeste brasileño: -ayudar al hombre a ponerse de pie.

No se trata de pararlo paternalísticamente sino de ayudarlo a ayudarse.

Aceptar el surgimiento original e inédito de los pueblos del Tercer Mundo.

Claro que este planteo de Pablo VI parece ingenuo.

Porque para que surjan pueblos nuevos los países dominantes deben renunciar a sus apetitos imperiales.

Esta necesidad de atender a las crisis internas de las iglesias que corrían el riesgo de desaparecer con el cambio generacional es la que en última instancia ha obligado a los teólogos europeos a mirar más allá de sus narices y advertir que existe un Tercer Mundo.

No hay duda de que Pablo VI, con su ejemplo, ha contribuido a empujarlos.

Por eso no sorprende demasiado hoy que Cullmann, el gran exegeta protestante contemporáneo, amigo personal de Pablo VI y observador en el Concilio Vaticano II, se ocupe de la relación entre fe y militancia política.

Es la primera vez que lo hace, ya que hasta ahora sólo le preocupó la relación entre fe e historia desde una perspectiva más distante.

Pero es indudable que él mismo ha contribuido a este aterrizaje de la teología católica y protestante actual.


Con su Cristo y el tiempo, Cullmann fue uno de los pioneros de este siglo en señalar el sentido evolutivo de la formación de la fe y la relación entre revelación e historia humana, mostrando que Dios no sólo se revela a través del mensaje bíblico sino también a través de la historia humana, a través de lo que Juan XXIII llamará después -los signos de los tiempos.

Por eso es que hoy son muchos los teólogos que afirman que Dios se revela ante todo y principalmente a través de la Biblia pero que también lo hace, a otro nivel ciertamente, a través del Corán, Marx, Freud o Einstein.

El Cardenal Bea, hablando a cristianos, protestantes y musulmanes, les decía: -Tenemos que compartir la porción de verdad que hay en cada una de nuestras religiones para acercarnos más al Dios que todos amamos.

Y Pablo VI, en su discurso a los observadores del Concilio (Cullmann, entre ellos), dirá: -Ustedes (protestantes, ortodoxos) y nosotros (católicos) estamos en un mismo camino, y vamos hacia una novedad que debe ser engendrada.

Esto no significa que la Iglesia Católica renuncie a nada de lo que construye su esencia, sino al contrario, que explicite todas las virtualidades que contiene en su seno.

El acto académico de la inauguración de los cursos de 1969 de la Facultad libre de Teología protestante de París fue la ocasión para que Cullmann, a través de su trabajo Jesús y los revolucionarios de su tiempo incursionara por primera vez en el campo de la teología política.

Es una obra breve, concisa, de 87 páginas, en la que Cullmann nos propone desde el Evangelio, y con el rigor histórico que el tema exige, las bases para reflexionar sobre la relación entre la fe y el compromiso político.

Lo que le preocupa a Cullmann en primero lugar es cuál fue la actitud concreta de Jesús, qué fue lo que Él hizo y dijo en relación al poder de su tiempo, cómo se situó el Jesús histórico frente a los factores de poder que hoy tiene que encarar un cristiano.

Ciertamente que, en el mundo en que se movía Jesús -la sociedad teocrática de Israel, donde lo religioso y lo político aparecían íntimamente fusionados- el problema era más grave y difícil.

Cullmann demuestra que Jesús de Nazareth no puede ser encuadrado en ninguno de los principales movimientos de su tiempo.

Su obediencia radical a la voluntad divina, que se asienta en su íntima comunión con Dios y en la espera de su Reino y su justicia, no se acomoda ni a la perspectiva de los grupos que defendían el orden establecido en Palestina, ni a la de los que combatían por la violencia.

Al analizar el comportamiento histórico de Jesús, Cullmann no niega la necesidad que hoy experimenta un cristiano acerca de cómo situarse frente a las distintas manifestaciones del poder; crear en el cristiano la base que le permita plantear correctamente el problema, eludiendo simplificaciones reducidoras, fruto de posiciones ideológicas dogmáticas que conducen a un Cristo pacifista a ultranza, o a un Cristo guerrillero.

Es importante señalar que, para un cristiano, el Jesús histórico es un punto de referencia fundamental para reflexionar sobre la validez de su compromiso, pero sin olvidar nunca que Cristo sigue hoy vivo y actuante a través de la historia, a través de su Espíritu, que se expresa particularmente -para los católicos- por el Magisterio de la Iglesia.

Planteo del problema

Ubicando a Jesús en su tiempo, lo encontramos enfrentado a un movimiento de resistencia religiosa y política: el movimiento zelota.

Los zelotes luchan por medio de la violencia contra la autoridad establecida, en la que ven la expresión del paganismo e imperialismo romanos, opuestos a su religión monoteísta y a su libertad como pueblo.

Cuando Jesús entra en la vida pública, el problema número uno de Palestina es la resistencia al invasor romano, problema religioso y político a la vez.

Hoy en día, en que tanto se habla de teología de la revolución, se corre el riesgo de hacer de Jesús pura y simplemente un rebelde zelota.

Cullman afirma que esto se explica, dado que la condenación jurídica de Jesús no es decretada por los judíos sino por los romanos, que sólo se preocupaban de la actitud política de la gente.

Esto es demostrado por Cullmann de manera indudable, sobre todo cuando señala que Jesús fue ejecutado al modo romano, es decir, mediante la crucifixión, y no con la pena de muerte judía, que era la lapidación.

Además, la inscripción sobre la cruz, Jesús rey de los judíos, aludía claramente a la razón política de la ejecución: éste pretende ser Rey, por lo tanto sustituir al César.

Para poder ubicar bien a Jesús en su contexto histórico y percibir la originalidad de su vida y su mensaje, es indispensable advertir -como lo muestra Cullmann- que en los evangelios hay dos categorías de textos, que aluden a palabras y gestos de Jesús:

1) por un lado, los que aproximan a Jesús al zelotismo:

a) los que se refieren a la aproximación creciente de Jesús a las masas,

b) sus crueles ironías hacia los gobernantes,

c) el tener entre sus discípulos a tres antiguos zelotas: Simón el Zelota, Simón Pedro, y Judas Iscariote;

d) su condenación por los romanos que lo creían agitador zelota, etcétera.

2) Por otro lado, están los textos en que Jesús aparece como adversario de toda violencia y de toda resistencia política

a) las parábolas de la no-violencia

b) el amor a los enemigos

c) orden de no usar la espalda para defenderlo

d) rechazo enérgico de todo elemento político en su misión divina, etc.

En esta línea se puede afirmar que la gran tentación que Jesús rechazó como satánica fue la de erigirse en líder político, en jefe revolucionario.


La raíz común de las dos series de textos contrapuestos está en la esperanza central de Jesús: la espera del Reino que va a venir.

Para Jesús, el Reino que va a venir, viene por obra de Dios antes que por obra del hombre.

Por eso, todos los fenómenos de este mundo deben ser relativizados, lo que no quiere decir minimizados, sino orientados al Reino definitivo.

Así, Jesús, al sacramentalizar el amor humano, lo relativiza, es decir, muestra que tiene relación a una instancia más profunda en que realiza el amor pleno y total.

Esa instancia es el amor en Dios.

El temor a la afirmación de Marx, -la religión es el opio del pueblo -que históricamente ha tenido validez en muchos casos- no debe impedir el percibir originalidad del mensaje de Cristo, que es evidentemente escatológico (es decir, que mira el fin de los tiempos).

Hélder Câmara, Luther King, y Camilo Torres, que son su solo testimonio invalidan la objeción de Marx, si se le quiere dar un alcance universal, nunca perdieron de vista que la revolución no significa la instalación del Reino de Dios en la tierra, y que debe ser permanentemente revolucionada y criticada desde la fe, hasta que el Señor vuelva.

Ciertamente, esa crítica sólo se podrá ejercer honestamente, a los ojos de los hombres de nuestro tiempo, desde adentro del proceso, participando de la acción revolucionaria, aunque se la relativice en el sentido antes expuesto.

Por eso Cullmann señala que la esperanza del Reino futuro (que no es de este mundo), que totaliza la perspectiva de Jesús, no lo aleja a Él de la acción en este mundo que pasa, y para este mundo que pasa.

Jesús y el culto

Es evidente que Jesús se sitúa en una actitud crítica frente a todas las instituciones existentes en su tiempo.

Forman parte del mundo pervertido que pasará y no tienen, por lo tanto, ningún valor eterno.

Jesús es el revolucionario más ambicioso de todos los tiempos, ya que no pretende acabar la explotación del hombre por el hombre, no apunta a una sociedad nueva sin injusticias, sino que pretende crear una nueva vida, un nuevo modo de existir absolutamente impensable para el hombre, e imposible de alcanzar con sus solas fuerzas: la vida divida.

Es cierto que comenzar a vivir esta nueva vida traerá, como consecuencia, cambios profundos en las relaciones humanas y posibilitará la creación de una nueva sociedad.

Pero Jesús no pierde el tiempo participando en una acción que encare la destrucción de las estructuras corruptoras mediante la violencia.

Él no quiere desviar los corazones de su predicación, que es el Reino de Dios, que no es de este mundo.

Se trata de un nuevo modo de existir, insospechable para el hombre.

Fue necesaria la Encarnación del Hijo de Dios para que el hombre pudiera aceptarla.

Así como el mono jamás soñó en convertirse en hombre, la vida divina que Cristo trae al hombre resulta tan desproporcionada a sus apetencias terrenas, que Theilhard llama el salto mortal en la línea de la evolución: el paso del hombre a la vida transhumana, a la vida cristificada.

Jesús cambia en el culto todo lo que se opone a su radicalismo escatológico, todo lo que atenta ya, entonces, contra la nueva vida que anuncia, vida que supone el sano desarrollo en libertad de la interioridad del hombre.

Cristo acaba con el culto alienante y exige un culto a Dios que se traduzca en la liberación real del hombre.

Por eso Pablo VI dice en su discurso de clausura del Concilio del 7-12-71: -Nosotros, los cristianos, más que nadie, tenemos el culto del hombre.

Y dice verdad.

Porque en la enseñanza de Cristo, el modo no ilusorio, no tramposo de glorificar a Dios, es el amor real y comprometido al hombre: -Ustedes son mis discípulos, si se aman unos a otros.

Jesús no reniega de la tradición.

Elimina de ella los elementos que impiden captar con pureza la radicalidad de su mensaje.

Hoy sucede algo parecido con las corrientes renovadoras de la Iglesia, que postulan la socialización de los medios de producción y el advenimiento del socialismo.

Buscan su apoyo en la auténtica tradición de la Iglesia, desvirtuada en los últimos siglos por el individualismo capitalista.

Y esta auténtica tradición se refleja ante todo en el Nuevo Testamento, que asienta por escrito las vivencias de las primeras comunidades cristianas.

Y allí se ve, desde el vamos, los primeros cristianos vivieron en comunidad de bienes.

Mientras resonaban con fuerza en sus oídos las enseñanzas del Maestro, prescindieron de la propiedad privada individualista.

A medida que se fueron alejando de su origen, este rigor hacia la propiedad individual fue desapareciendo, aunque siempre en la historia de la Iglesia existieron comunidades de hombres que mantuvieron una distancia radical frente a la posesión de los bienes.

Basta recordar a San Francisco de Asís.

La actitud profundamente trascendente de Jesús lo lleva a descartar todo lo que se oponga al mundo directo de su mensaje escatológico, y lo llevó a enfrentarse con los defensores de la letra de la ley y con los zelotes nacionalistas sectarios.

(sigue en la edición de mañana)

Image Hosted by ImageShack.us