HISTORIA / Tras cinco años de ausencia, San Martín intenta volver (tercera parte) / Escribe: Felipe Pigna






VIENE DE LA EDICION DE AYER

El general leía por las mañanas, antes de partir a su habitual recorrida por la ciudad, las noticias de Buenos Aires. Así pudo enterarse de que, acusados de encabezar un intento de golpe contra Lavalle, habían sido deportados algunos miembros del federalismo porteño como Juan José y Tomás de Anchorena y Tomás de Iriarte, entre otros. Al llegar a Montevideo todos ellos quisieron ver al Libertador y contarle su versión de los hechos, pero el general no olvidaba el desprecio de Anchorena por el plan del Inca y su desinterés absoluto por la ayuda requerida por su enviado Gutiérrez de la Fuente; ni la colaboración activa de Iriarte en las campañas difamatorias de Alvear. Uno de los recién llegados, el coronel Garzón, pensaba proponerle que se pusiera a la cabeza de una invasión a Buenos Aires para deponer a Lavalle y fusilarlo.11



En una carta a O’Higgins fechada 13 de abril de 1829, San Martín le contaba que Lavalle había enviado a dos delegados, el coronel Trolé y Juan Andrés Gelly, para ofrecerle el mando de la provincia y dejaba muy en claro por qué no había aceptado el ofrecimiento del asesino de Dorrego: “El objeto de Lavalle era el que yo me encargase del mando del ejército y provincia de Buenos Aires y transase con las demás provincias a fin de garantir, por mi parte y por la de los demás gobernadores, a los autores del movimiento del 1° de diciembre; pero usted conocerá que en el estado de exaltación a que han llegado los partidos en cuestión, sin que quede otro arbitrio que el exterminio de uno de ellos. Por otra parte, los autores del movimiento del 1° son Rivadavia y sus satélites, a usted le consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no solo a este país, sino al resto de la América, con su infernal conducta; si mi alma fuese tan despreciable como las suyas, yo aprovecharía esta ocasión para vengarme de las persecuciones que mi honor ha sufrido de estos hombres; pero es necesario enseñarles la diferencia que hay de un hombre de bien a un malvado”.

A quienes les pueda parecer parcial la inculpación a Rivadavia que hace San Martín por el asesinato de Dorrego, les va a ayudar leer este oficio reservado, dirigido al Foreign Office por el representante británico en Buenos Aires, Mr. Woodbine Parish, insospechable de ser partidario de Dorrego, donde señalaba: “He oído decir, sin embargo, que no hay duda de que el general Lavalle fue instigado a realizar ese acto por los partidos de Buenos Aires y me han asegurado que su muerte fue bien conocida en la ciudad por el señor Agüero, antiguo principal ministro de Rivadavia, la misma noche de su ejecución. Es difícil al presente hablar positivamente sobre este tema, pero está muy generalizada la creencia que muchos de los miembros del viejo gobierno de Rivadavia y sus íntimos partidarios tuvieron una reunión secreta no bien recibieron las primeras nuevas de que el gobernador había sido hecho prisionero y despacharon un mensajero a Lavalle con el resultado de sus opiniones para que supiese qué debía hacer. Muchas circunstancias prueban este hecho de un modo indudable y lo hace aún más creíble el que los hombres de ese partido eran conocidos como los primeros autores de la revolución”.12

En diálogo franco con el capitán Manuel Pueyrredón, San Martín ratificó su decisión de rechazar la propuesta de Lavalle de descargar sobre sus espaldas el desastre armado por él mismo y sus “asesores” rivadavianos: “Yo no podía aceptar sus ofertas porque José de San Martín poco importa, pero el general San Martín da mucho peso a la balanza y tú sabes que he sido el enemigo de las revoluciones, que no podía ir a ponerme el servicio de una de ellas. Cuando Bolívar fue al Perú, yo tenía ocho mil hombres, podía sostenerme, arrojarlo; pero era preciso dar el escándalo de una guerra civil entre dos hombres que trabajaban por la misma causa y preferí resignar el mando”.

Finalmente, dada la importancia de la oferta y del contexto en que se hacía, San Martín se dirige directamente a Lavalle, pasando por encima de los intermediarios, y aprovecha para darle un consejo que su ex subordinado lamentablemente no escuchará: “Sin otro derecho que el de haber sido su compañero de armas, permítame usted, General, le haga una sola reflexión, a saber: que aunque los hombres en general juzguen de lo pasado según su verdadera justicia, y de lo presente, según sus intereses, en la situación en que usted se halla, una sola víctima que pueda economizar a su país le servirá de un consuelo inalterable, sea cual fuere el resultado de la contienda en que se halle usted empeñado; porque esta situación no depende de los demás sino de uno mismo”.13

El camino hacia el exilio definitivo

Habían pasado tres meses desde su llegada a Montevideo, días intensos de ofertas de poder, de ataques furibundos, de galantes recepciones y profundas meditaciones antes de emprender el regreso, que el general intuía definitivo, a Europa. El día de su partida del Río de la Plata, le escribía al oriental Fructuoso Rivera: “Dos son las principales causas que me han decidido a privarme del consuelo de por ahora estar en mi patria: la primera, no mandar; la segunda, la convicción de no poder habitar mi país, como particular, en tiempos de convulsión, sin mezclarme en divisiones […]. Mi carácter no es propio para el desempeño de ningún mando político […] y habiendo figurado en nuestra revolución, siempre seré un foco en que los partidos creerán encontrar un apoyo […]. Firme e inalterable en mi resolución de no mandar jamás, mi presencia en el país es embarazosa. Si este cree, algún día, que como soldado le puedo ser útil en una guerra extranjera (nunca contra mis compatriotas), yo le serviré con la lealtad que siempre lo he hecho”14.



Una carta para la historia

San Martín se tomó su tiempo para contestar a su “lancero amado” con esta carta memorable fechada en Montevideo el 3 de abril de 1829, cuya completa lectura es más que aconsejable: “El estado de mis intereses, es decir la depresión del papel moneda en Buenos Aires no me permitían vivir por más tiempo en Europa; con los réditos de mi finca, los que alcanzaban a cerca de seis mil pesos, pero que puestos en el Continente quedaban reducidos a menos de mil quinientos, me resolví a regresar al país con el objeto de pasar en Mendoza los dos años que juzgaba necesarios para la conclusión de la educación de mi hija y a agitar por la mayor inmediación el cobro no del todo, pero sí de alguna parte de mi pensión del Perú, pues yo no contaba ni podía contar con sueldo alguno de mi país, y al mismo tiempo haciendo el ensayo de si con los cinco años de ausencia y una vida retirada podía desimpresionar a lo general de mis conciudadanos que toda mi ambición estaba reducida a vivir y morir tranquilamente en el seno de mi patria. Todos estos planes han sido frustrados por las ocurrencias del día. Pasemos ahora al punto capital, es decir, el de mi regreso a Europa. Las agitaciones de 19 años de ensayos en busca de una libertad que no ha existido y más que todo, las difíciles circunstancias en que se halla en el día nuestro país, hacen clamar a lo general de los hombres que ven sus fortunas al borde del precipicio, y su futura suerte cubierta de una funesta incertidumbre, no por un cambio en los principios que nos rigen y que en mi opinión es donde está el mal, sino por un gobierno vigoroso, en una palabra militar; porque el que se ahoga no repara en lo que se agarra […]. Ahora bien, partiendo del principio que es absolutamente necesario el que desaparezca uno de los partidos contendientes, por ser incompatible la presencia de ambos con la tranquilidad pública, ¿será posible, sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos, y cual otro Sila,15 cubra mi patria de proscripciones? No, jamás, jamás, mil veces preferiría correr y envolverme en los males que la amenazan que ser yo instrumento de tamaños horrores; por otra parte, después del carácter sanguinario con que se han pronunciado los partidos, no me sería permitido por el que quedase victorioso, usar de una clemencia necesaria y me vería obligado a ser agente del furor de pasiones exaltadas que no consultan otro principio que el de la venganza. Mi amigo, veamos claro, la situación de nuestro país es tal, que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de apoyarse sobre una fracción o renunciar al mando; esto último es lo que hago. Muchos años hace que usted me conoce con inmediación, y le consta que nunca he suscrito a ningún partido, y que mis operaciones y resultados de estas han sido hijas de mi escasa razón y del consejo amistoso de mis amigos; no faltará quien diga que la patria tiene derecho a exigir de sus hijos todo género de sacrificios, esto tiene sus límites; a ella, se le debe sacrificar la vida e intereses, pero no el honor. […] Si sentimientos menos nobles que los que poseo a favor de nuestro suelo fuesen el Norte que me dirigiesen, yo aprovecharía de esta coyuntura para engañar a ese heroico, pero desgraciado pueblo, como lo han hecho unos cuantos demagogos que, con sus locas teorías, lo han precipitado en los males que lo afligen y dándole el pernicioso ejemplo de perseguir a los hombres de bien, sin reparar a los medios. Después de lo que llevo expuesto, ¿cuál será el partido que me resta? Es preciso convenir que mi presencia en el país en estas circunstancias, lejos de ser útil no haría otra cosa que ser embarazosa, para los unos y objeto de continua desconfianza para los otros, de esperanzas que deben ser frustradas; para mí, de disgustos continuados”16.

SIGUE EN LA EDICION DE MAÑANA

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