Después de las PASO estamos asistiendo a un espectáculo político que no por fácilmente previsible deja de resultar impactante: desde el mismo sitio político-intelectual que viene repudiando la supuesta decadencia institucional sufrida por el país en los años del kirchnerismo se lanzan argumentos pragmáticos para justificar una alquimia, la de la “unidad opositora”, que tiene todos los ingredientes de un total vaciamiento de los partidos políticos que la conformarían. “Yo te dejo la presidencia, vos me dejás la gobernación de la provincia de Buenos Aires”, reza la propuesta clave del operativo coordinado por el Grupo Clarín; dos más dos son cuatro y tenemos a Macri como presidente y a Solá gobernador de la provincia. Así es como se defienden las instituciones.
Parece que se necesitaría desconocerlo todo sobre el funcionamiento de las maquinarias políticas y sobre el sentido del voto popular para parir una fórmula semejante. En realidad se trata más bien de reducir la vida política al marketing centrado en la televisión y al votante eventual de la oposición a un sujeto para el cual no hay nada más importante en la vida que la derrota del Frente para la Victoria. No es tanto una descripción de la política signada por la ignorancia sino una construcción propagandística de la realidad destinada a influir en la elección de octubre. El resultado que se espera no es tanto una coalición formal sino una concentración de los votos en uno de los candidatos, que tomaría la forma de un castigo a quien se considere responsable de la desunión. El juego de “unidad o castigo” tiene un antecedente reciente y exitoso sobre el que vale la pena reflexionar. Se trata de las peripecias de la Unión Cívica Radical durante los últimos meses; es decir, el viraje desde una coalición socialdemócrata a otra neoconservadora. ¿Cómo fue posible ese tránsito? En primer lugar fue el resultado de un progresivo deslizamiento del partido hacia su conversión en una de las repetidoras orgánicas más fieles del libreto del establishment, diariamente amplificado por las cadenas comunicativas monopólicas. La UCR enfrentó sistemáticamente las más significativas de las reformas impulsadas desde los gobiernos kirchneristas. Lo hizo aún cuando más de una de ellas formaban parte del programa histórico del radicalismo. Lo hizo, además, del peor de los modos, interpretando cada una de las iniciativas rechazadas a una supuesta intención autoritaria y a sórdidas intenciones de apropiación corrupta de bienes públicos. Es decir, el abecé de la retórica de los golpes de Estado que desde 1930 hasta 1983 impusieron con creciente uso de la violencia el programa de las clases privilegiadas del país.
Bajo la conducción de Sanz, el radicalismo consumó el último acto de la regresión partidaria respecto de los cambios que impulsara Raúl Alfonsín hacia la década del ochenta. El primer presidente de la democracia electoral recuperada formuló en la campaña electoral de 1983 una propuesta de reinterpretación de la historia argentina: los partidarios de la justicia social y de la vigencia de las libertades y el estado de derecho, decía, han actuado divididos y enfrentados y esa desunión permitió el triunfo sistemático de los enemigos de ambos bienes públicos. Un radicalismo triunfante se proponía como el portador de una nueva hegemonía, capaz de agrupar a su alrededor a un amplio campo popular superando sus divisiones históricas. Claro que para alcanzar ese objetivo tenía que depurarse del relato antiperonista que sostuviera desde 1945 y cuya continuidad en el tiempo había signado muchas de las más importantes tensiones internas, entre ellas la división del propio partido entre balbinistas y frondizistas, a mediados de los años cincuenta del siglo pasado.
La gramática ideológica del relato alfonsinista fue provista por la socialdemocracia de la época. Tenía en su interior el horizonte de una recuperación democrática en la región, concebida dentro de una hoja de ruta cuyo punto de llegada era la Europa de la era del Estado social de posguerra, como experiencia de transacción exitosa entre la estabilidad institucional y un creciente bienestar social de las clases populares. Curiosamente la versión criolla de ese Estado social había sido construida por el primer peronismo –acaso la forma de socialdemocracia realmente existente entre nosotros– con la puesta en escena del pacto entre Estado, trabajadores organizados y empresarios alrededor de un proyecto de desarrollo sostenido por la industrialización y el consumo popular ampliado. El tiempo del gobierno de Alfonsín coincidió con una creciente ofensiva cultural y política global contra la fórmula de la alianza de clases socialdemócrata; ya en los años setenta se había instalado en el mainstream intelectual y en las élites políticas globales la cuestión de la “gobernabilidad” bajo la fórmula de Huntington: las crisis del capitalismo son el resultado de una sobrecarga de las demandas populares que llevan al Estado al déficit crónico y, en última instancia, hacen de las sociedades capitalistas, sociedades ingobernables. En nuestra región el régimen pinochetista se había hecho cargo a sangre y fuego de ese problema de la ingobernabilidad en una versión temprana de lo que después sería la plena hegemonía mundial del neoliberalismo. Entre nosotros la dictadura instalada en 1976 había abierto con feroz eficacia la fase destructiva de la reconfiguración neoliberal de la sociedad: había debilitado al máximo la estructura industrial y la organización sindical de los trabajadores, había promovido el individualismo extremo y, sobre todo, había producido el más salvaje de los escarmientos contra los segmentos más combativos de la sociedad. Sin embargo, la etapa del despojo sistemático por los grupos económicos locales e internacionales de los bienes públicos solamente se consumaría después, durante los años del menemismo y del fugaz gobierno de la Alianza.
La contrarrevolución neoliberal arrastró consigo lo fundamental del impulso socialdemócrata de los años ochenta. Lo que fue el intento de un camino intermedio de convivencia entre el proceso de globalización capitalista y el relativo bienestar popular resultó reemplazado por una plena asunción por los socialdemócratas europeos, y también latinoamericanos, de la inevitabilidad del rumbo neoliberal, a lo sumo atenuado por políticas reparadoras sectoriales y específicas. La contestación al neoliberalismo no vino por el lado de las viejas izquierdas –ni en Sudamérica ni en Europa–, sino por nuevas expresiones de fusión entre lo mejor de esas tradiciones y el impulso popular, nacional y democrático sólidamente anclado en la memoria de nuestros pueblos.
El radicalismo vivió su crisis orgánica más poderosa con la experiencia de De la Rúa y su catastrófico final. Desde entonces ha ensayado lo que podría llamarse la busca de una posición política viable en el contexto de un país que vive un proceso de transformaciones, incluida la mutación de sus representaciones políticas. Entre los ensayos que se sucedieron está la malograda experiencia de la “concertación”, una fórmula de coalición construida sobre la base de la composición orgánica del poder estatal en la Argentina, es decir entre el peronismo conducido por Néstor Kirchner y el radicalismo gobernante en un puñado de provincias. No puede ignorarse que la fórmula chocó contra las mezquindades políticas que suelen frustrar los grandes objetivos; pero tampoco hay duda de que el voto del vicepresidente Cobos contra el proyecto de retenciones a las exportaciones agrarias impulsado por el Gobierno fue su acta de defunción. Y se trata de un acta de profunda significación política porque el radicalismo no abandonaba la concertación por razones de falta de espacios en su interior, sino en un gesto de clara sintonía con el frente sojero-financiero-mediático. Desde entonces el radicalismo osciló entre acuerdos vagamente envueltos en la etiqueta del progresismo y otros con los conservadores, pero siempre conservando un lugar jerárquico para sus emblemas nacionales. El viraje actual es un salto en calidad. No parece que sean alcanzables las promesas enarboladas por la conducción nacional respecto de triunfos en elecciones provinciales –hasta ahora solamente se ganó Mendoza y no luce muy probable ninguna de las otras siete u ocho provincias que se anunciaban– y el eventual avance en la representación parlamentaria aparece muy modesto sobre todo porque el radicalismo renueva sus bancas respecto de la ya muy pobre elección de 2011. Todo esto no es el resultado de una mala apuesta circunstancial sino el de un sometimiento voluntario al chantaje del establishment. Es una experiencia factible de aprovechar para toda la política nacional: la experiencia de inmolarse en el altar de la mitología de los poderosos.
La unidad opositora, concebida como fusión electoral de tradiciones y aspiraciones fuertemente heterogéneas, solamente podría prosperar sobre la base de una respuesta a la pregunta ¿para qué? Por eso funciona más o menos bien para los grandes grupos empresarios, los estados mayores de la guerra mediática y algunos intelectuales que supieron ser progresistas en otros tiempos; el para qué de ellos es la derrota del kirchnerismo. Pero no han convencido de su necesidad a los que hacen política de la otra, de la que necesita la simpatía y el voto popular y la que no puede sostenerse sin una forma u otra de militancia. Es muy difícil reunir a todo el continente de la política no oficialista alrededor del programa que periódicamente se les escapa de la boca a lo realmente representativo de la intelectualidad opositora, es decir a los gurúes económicos. Alrededor de ese programa se ganaban elecciones en los años noventa, pero es más difícil ganarlas ahora, cuando hemos experimentado los resultados del proyecto de “vivir felices” sobre la base del endeudamiento, la entrega de nuestro patrimonio, la destrucción del tejido industrial y el sometimiento a las políticas de las potencias rectoras del orden global. Es completamente lógico que ese sea el programa de un partido de derecha; es más problemático que lo sea de una coalición mayoritaria de fuerzas.
(Página 12, domingo 16 de agosto de 2015)