MENDOZA / Entonces fue la infancia / Escribe: Roberto Follari






Nadie nació viejo. Fuimos niños, todos. Si bien las hendijas de la memoria sólo dejan resquicios, guardamos remotos recuerdos de la intensidad. Vivir, entonces, tenía la presencia plena de desconocer futuros y pasados, de no saber de incertidumbres ni de dudas.

No sospechábamos que llegaríamos a adultos; todo sucedía allí, en cada momento y para siempre.



En esa plenitud sin más, también los dolores o las preocupaciones parecían totales. Así, algún mayor me quería enseñar las aparentes ventajas de los años: había que aprender a pelear. Horrible perspectiva: darse puñetazos que eran a ojos cerrados, tirando hacia cualquier parte, hasta que uno de los dos -yo y algún otro, siempre ocasional- lanzaba sangre por la nariz o se dañaba la boca, o quedaba en el suelo tomándose el estómago. Yo no quería, pero la admonición del mayor era irrevocable: a pelear, sí o sí. Sólo quien no mereciera el mote de varón podía salirse del compromiso boxístico. Es más: él prometía irresponsablemente a todos, que yo les ganaría seguro. Nunca entendí esa aparente seguridad, yo no era bueno para esos rings improvisados que se dibujaban con una varilla sobre el piso de alguna vereda no pavimentada, o de algún baldío de los muchos que pululaban en la aldea de provincia. Allí se dibujaba el ring, había que pelear nomás. Enfrente estaba el Toscano, un poco más bajo que yo pero hijo de camionero, robusto a su manera. Uno de los amiguitos del fútbol, pues cualquiera podía ser rival para el momento. Los más grandes asistían al espectáculo como divertimento que rompía monotonías locales: un antídoto contra el tedio. Allí empezamos. Fue todo un vértigo, una marea de golpes lanzados y recibidos sin ton ni son, sin técnica ni espera. De pronto nos abrazamos y trenzamos cuerpo a cuerpo. Y tras forcejeos confusos y empujones diversos en que parecíamos dos bailarines por momentos cadenciosos (y por otros, desparejos y abruptos), quedó él debajo de mí. En la impiedad de ese tiempo de licencias, yo trataba de golpearlo estando él debajo, casi indefenso. Toscano lograba, por suerte para mi recuerdo culposo, mitigar los golpes amortiguando mi puño con su antebrazo. Pero se puede ser cruel cuando se es niño. Y -aprenderíamos con el tiempo-, también después de serlo, por esas marcas sufridas cuando las tropelías de los poderosos y de las dictaduras.

El Toscano jugaba con nosotros al fútbol (o a la pelota, mejor dicho, pues no había dinero para un balón de cuero), a las bochas, a las escondidas, a la “mancha pillayuda”. No era de los más cercanos de la barra, porque acompañaba a menudo a su padre, camionero que iba hasta la remota Buenos Aires. Entonces, el vino se fraccionaba allá, en esa imaginada Sodoma, en ese sitio que concitaba todas las fantasías de lo que concebíamos como “degenerado” y que, calladamente, era el objeto de un deseo que empezaba a insinuarse. Ese que se expresaba en las revistas con mujeres desnudas que el Requejo compraba, y que el diariero le acercaba con aires cómplices y -a la vez- clandestinos. Toscano era uno de nuestro grupo, a quien el Nano gustaba llamar “ex-internacional” cuando ensayaba el fútbol. Toscano, de pocas palabras por venir de una casa humilde, más que las del resto. Porque todos éramos hijos de trabajadores, pero algunos de estos eran a la vez empresarios, y en algún caso exitosos, con apellidos por entonces famosos. Pero no él, con su papá camionero que pedía la jarra del vino en alguna noche entibiada por la fogata de San Juan, frente al frío inmisericorde de la noche.

Un día no volvió el Toscano. Nos dijeron que había muerto en un accidente, en el que falleció también su papá. Misterios de la ruta, ese mundo ancho y ajeno que movía nuestra imaginación.



No dijimos mucho más, no estuvimos en el velatorio. No hablamos ya de él. Se esfumó como un toscano al fumarlo, se perdió evanescente su nombre en lo perentorio de los juegos infantiles. Ni siquiera su espectro acompañó nuestras vivencias posteriores, ensimismadas en la intensidad aldeana de ser completas por sí mismas.

Pero algo de su rostro con lágrimas se me presentó alguna noche, allí debajo de mi cuerpo, defendiéndose como podía. Algo de él era paradójica presencia ausente de nuestros juegos en el barrio. Y, sobre todo, él fue para nosotros el primer nombre de la muerte: la conciencia del tiempo, de que ni la infancia ni la vida son eternas.

Así fuiste para nosotros, Toscano, mucho más de lo que pudiera creerse: la apertura a la dolorosa verdad de que algún día no estaremos. Y es por ello que emerges todavía, remoto y vigente desde los goznes desvencijados de nuestra raída memoria.

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