La década última marcó un cambio sustancial en el manejo de la economía nacional, si es cierto aquello de que la política es economía concentrada.
El sostenimiento de un buen nivel de sueldos mediante las paritarias y de un razonable ingreso básico para los jubilados, vía un doble aumento anual de los haberes, marcó el punto central de la política económica kirchnerista: el ensanchamiento del mercado interno, base para sostener el consumo y por esta vía la producción y el empleo, y de generar recursos impositivos que, sumados a los superávits del comercio exterior, permitieron obtener los recursos necesarios para impulsar la salud, la educación, las obras públicas imprescindibles y los planes sociales, además de solventar el funcionamiento del estado.
Este círculo virtuoso ha sido atacado sistemáticamente por el establishment y sus voceros, los grandes medios corporativos de comunicación, por ser favorables a la mayoría de la población, aunque “perjudicial” para sus intereses, extremo este último que podría ser largamente discutido.
Basta ver las ganancias anuales después de impuestos del campo mediano y grande y de los bancos para estar en desacuerdo.
Por ejemplo, en los primeros nueve meses de 2014 la banca ganó un 82,7 por ciento más que en el año anterior.
Ocurre que el establishment no soporta que se le arrebate el poder político, aunque esta pérdida no se traduzca en una disminución de sus ganancias.
Hay dos siglos de experiencia histórica detrás de esta afirmación.
Desde 2003 el kirchnerismo le discute al establishment la hegemonía política y cultural.
Eso es lo intolerable.
Como fuere, las políticas kirchneristas recuperaron la producción, el consumo y el empleo, redujeron severamente la deuda externa, cancelaron sus compromisos con el FMI y acordaron el pago al Club de París (una vieja deuda de la dictadura), amén de sostener un aceptable nivel de salud y educación, realizar obras públicas como nunca antes en los 30 últimos años, construir viviendas, desarrollar la ciencia y la tecnología nacionales, recuperar las grandes empresas públicas que habían sido privatizadas durante el período liberal inmediatamente anterior, y desplegar subsidios al consumo y planes sociales que cubren a 10,5 millones de ciudadanos, y además pagar 6,5 millones de jubilaciones y pensiones, todo ello para favorecer la inclusión social.
Este diagnóstico es objetivo, no ideológico ni político.
Otro asunto es que el grueso de la población comprenda las razones por las cuales debería sostener firmemente, en defensa de sus propios intereses, la continuidad de este modelo.
Esta sí es una cuestión política, y de primer orden, en un país donde la opinión de la clase media decide la orientación de la opinión pública.