ARGENTINA / Preparados para la impunidad / Escribe: Victoria Ginzberg







A mediados de 1983, los militares se preparaban para dejar el poder y buscaban garantizarse la impunidad. De esa preocupación salió la ley de autoamnistía (para ellos, de “Pacificación Nacional”). En un informe secreto, señalaban que esa norma era “el único instrumento válido que se opondría al cumplimiento del objetivo” de los organismos de derechos humanos, a los que ellos llamaban “organizaciones subversivas”. Sacaban sus conclusiones del análisis de la coyuntura política y social y de datos recolectados por los servicios de inteligencia. Un informante clave fue el entonces juez José Nicasio Dibur. Este magistrado tenía a su cargo una causa vinculada con el testimonio del policía Rodolfo Peregrino Fernández, quien había roto el pacto de silencio a principios de 1983. Dibur informaba en detalle a los represores del “avance” de la investigación y advertía a los mensajeros que debían frenar el proceso o se vería “obligado” a citar a los acusados. En este contexto, los militares trataban de blindar a la tropa para que no hubiera nuevas “filtraciones”. La posibilidad era real: el policía Luis Patti, que estaba involucrado en el asesinato de los militantes peronistas Osvaldo Cambiasso y Eduardo Pereyra Rossi, amenazaba con hacer públicas las matrículas de los aviones que habían participado en los vuelos de la muerte si no recibía ayuda.

Esta información surge de los documentos hallados en el edificio Cóndor, sede de la Fuerza Aérea, a fines del año pasado y dados a conocer por el ministro de Defensa, Agustín Rossi. En el material que analizó un equipo encabezado por la directora de Derechos Humanos del ministerio, Stella Segado, están las actas de las juntas militares y el seguimiento de algunas leyes promovidas por la dictadura, entre ellas la de autoamnistía. Patti y Dibur están mencionados en una carpeta caratulada como secreta y elaborada por la Fuerza Aérea para el asesoramiento sobre la “ley de Pacificación”. “En los contactos extraoficiales establecidos por la secretaría general con el juez mencionado, éste manifestó su preocupación por el caso ante la posibilidad de verse obligado, por razones procesales, a iniciar las citaciones indicadas, por lo cual sugirió la necesidad de la urgente sanción de la ley, único medio de cerrar ese proceso que se tramita ante su juzgado”, dice el informe.

El “juez mencionado” era Dibur, quien tenía en su juzgado la causa sobre la Triple A, a la que se había agregado el testimonio de Rodolfo Peregrino Fernández, un policía que había trabajado en el Ministerio de Interior con Albano Harguindeguy y que en marzo de 1983 había aportado información sobre el terrorismo de Estado y la Triple A, ante la Ca-dhu (Comisión Argentina de Derechos Humanos), que integraban argentinos exiliados en Europa.


“La Doctrina comprendía la eliminación física de la llamada ‘subversión apátrida’ y una orientación ideológica dentro de los principios de ‘la defensa de la Tradición, la Familia y la Propiedad’. La Doctrina, además, tenía como propósito implantar el terror generalizado en la población para evitar que la guerrilla ‘se moviera como pez en el agua’. Son estos conceptos los que fundamentan la política de ‘desapariciones’ que desde antes, pero en forma especial a partir del golpe militar de 1976, comienza a ejecutarse en forma sistemática”, dice el testimonio de Fernández, que fue llevado ante la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. En su extensa declaración, habló del funcionamiento de la Triple A, la división de las Fuerzas Armadas y de Seguridad en Grupos de Tareas, la existencia de centros clandestinos de detención, el asesinato de Rodolfo Ortega Peña y el secuestro y desaparición de Lucía Cullen, entre muchas otras cosas. Fernández reveló ya en ese momento que escuchó “al teniente de navío Norberto Ulises Pereyro afirmar que se utilizaban aviones de la Prefectura Naval Nacional para el transporte y el lanzamiento en alta mar de prisioneros políticos secuestrados” y que supo que “algunos prisioneros, luego de ser adormecidos mediante la aplicación de una inyección, eran introducidos en bolsas especiales, en las cuales se les arrojaba”.

En su informe secreto, los militares contaban en 108 los involucrados por Fernández en la declaración: 35 miembros del Ejército, 6 marinos, 3 integrantes de la Fuerza Aérea, 45 policías, 4 jueces, 2 capellanes y 11 personas que figuran en el rubro “otros”. No sólo tenían en su poder todos los nombres, sino también un punteo de quiénes podrían ser imputados o procesados, datos que parecen provenir directamente del magistrado, que como queda claro manifestaba estar tan compungido como los involucrados por tener que avanzar con la causa y pedía a gritos que se impulsara la norma que podría acabar con ese penoso trabajo.

Los vínculos de Dibur con los militares ya estaban claros en esa época. Se sabía que junto con su colega Martín Anzoategui se había reunido con las “autoridades militares” interesado en que se impulsara una ley especial de jubilación para los jueces que cesaran en sus cargos cuando llegara el gobierno constitucional. A mediados de 1983, además, ordenó allanar las oficinas del diario La Voz, de Vicente Saadi, por una denuncia de la Junta sobre un “rebrote subversivo”. Con la llegada de la democracia, Dibur no resistió en el Poder Judicial. El gobierno de Alfonsín quiso ascenderlo a camarista pero, por sus vínculos con la dictadura, no pasó el filtro de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado, a la sazón controlada por Saadi. Dibur dejó de ser juez y en ejercicio privado de la abogacía tuvo, entre otros clientes, a militares acusados de violaciones a los derechos humanos. Durante el menemismo, en 1992, entró en el Ministerio de Justicia como asesor y allí se quedó hasta que en 2008 Aníbal Fernández lo expulsó. Pero Dibur no era la única fuente jurídica de consulta y preocupación para los militares. Según se desprende del informe secreto y de las actas, para asegurarse la aplicación de la ley, la última Junta Militar llegó hasta la Corte Suprema. Su presidente, Adolfo Gabrielli, los dejó tranquilos. Les informó que la norma era aplicable y que no parecía tener “vicios de inconstitucionalidad”.

La amenaza

En el mismo momento en que se discutía la posibilidad de promulgar la “ley de Pacificación”, Emilio Eduardo Massera estaba preso por el asesinato del empresario Fernando Branca. Y un caso acaparaba la atención de los medios: el asesinato de Cambiasso y Pereyra Rossi.

Los dos militantes peronistas conversaban en el bar Magnum, de Rosario, cuando fueron secuestrados por un grupo parapolicial. Tres días después sus cuerpos aparecieron baleados en Zárate. El 17 de mayo, el Ministerio de Interior y la Policía de la Provincia de Buenos Aires informaron que habían sido “abatidos en un enfrentamiento” con efectivos del Comando Radioeléctrico de la Unidad Regional de Tigre. Los policías involucrados eran los suboficiales Rodolfo Diéguez, Juan Amadeo Spataro y el oficial principal Luis Abelardo Patti.


Los peritajes demostraron que ambos fueron golpeados y torturados antes de morir. Había hematomas, rastros del empleo de picana eléctrica y muestras de pólvora sobre el antebrazo izquierdo de Pereyra Rossi originadas por un disparo a quemarropa. En junio, el juez penal de San Nicolás Juan Carlos Marchetti dispuso la prisión preventiva de los tres agentes de la Bonaerense por “homicidio calificado reiterado”. Los policías estuvieron presos cinco meses, hasta noviembre de 1983, cuando se dictó su sobreseimiento provisorio.

A mediados de 1983, cuando la Fuerza Aérea analizaba su posición respecto de la ley de autoamnistía, la situación judicial de Patti todavía era complicada. Por eso, el futuro intendente de Escobar se las arregló para enviar un mensaje.

Bajo una sello que señala que el contenido es “estrictamente secreto y confidencial”, se informa que “se tiene conocimiento que (el comisario Patty sic)” había expresado lo siguiente: considera que la Fuerza Aérea argentina se está oponiendo sistemáticamente a la promulgación de la ley de pacificación. En caso de que su problema salga mal, o que no sea solucionado, ha conseguido y dará a conocer los aviones (matrículas), aeropuertos, destino, fechas y personal que trasladó delincuentes terroristas a disposición final”.

De la lectura integral de la carpeta se desprende que tal vez más que una escalada judicial, los militares temían que se rompiera el “pacto de silencio” entre sus subordinados. De allí –y luego de la experiencia de Rodolfo Peregrino Fernández– la particular atención sobre Patti. Pero hay más. Motivados por esta inquietud, se ordenó un relevamiento y análisis de los casos de los miembros de las Fuerzas Armadas detenidos en el penal de Magdalena y en Caseros, a quienes se describe como “potenciales difusores de denuncias”. En la misma hoja que sirve de carátula a esta lista de militares arrestados, hay una inscripción a mano y en cursiva en donde están los argumentos que debían repetir quienes hacían las visitas para sondear su estado de ánimo y su posible predisposición a abrir la boca: “Todo el que habla se autoincrimina. Endurecimiento por denuncia tardía. Si los otros niegan, quedará solo como responsable. Pueden ser indultados o conmutados sin necesidad de incluirlos en la amnistía”.

“Los documentos muestran la doble cara de la Justicia. Si bien una parte de la Justicia fue cómplice, la mayoría se adaptó a la dictadura. Acá se ve una Justicia que supuestamente empieza a movilizarse por las denuncias pero por otro lado pide la sanción de la ley para no avanzar a fondo”, señala la historiadora Marina Franco, que trabaja sobre los últimos años de la dictadura y los primeros de la democracia. La investigadora del Instituto de Altos Estudios Sociales (Idaes) de la Unsam y del Conicet recuerda que el principal “obstáculo” que tenía la ley de autoamnistía eran las propias Fuerzas Armadas, que estaban divididas respecto de ella. El Ejército era la fuerza que más interesada estaba en que la norma saliera rápido y fuera todo lo abarcadora que fuese posible, sobre todo que dejara tranquilos a aquellos que, como Patti, estaban comprometidos por hechos que eran recientes. La Fuerza Aérea, que era el sector que en general aparecía como “menos comprometido”, decía que no creía en la “oportunidad” de la ley, consideraba mejor esperar a que saliera luego de las elecciones de octubre o incluso que la propiciara el gobierno constitucional. La Marina se oponía a la ley. Junto con un sector del Ejército, consideraba que debían darles las gracias por los crímenes cometidos y no aceptaban ser equiparados a “la subversión”, a la que también alcanzaba la ley, a la que ningún militar de ninguna fuerza decía de “amnistía” porque creían que remitía a la de Héctor Cámpora. En la Armada avisaban, además, que no tenían intención de mover un pelo para salvar al caído en desgracia Massera.

“Los militares querían cubrirse las espaldas y creían que la ley iba a ser respetada, ya que históricamente las decisiones de las dictaduras no habían sido revisadas por los gobiernos constitucionales posteriores. Lo que pasó después habla de la voluntad política de Alfonsín, pero también de la debilidad misma de los militares, que venían de la guerra de Malvinas”, asegura Franco.

Lo que nunca se imaginaron los militares era que lo primero que haría el Congreso luego del regreso de la democracia sería anular esta ley, acción que fue el primer paso para poder llevar a cabo luego –una vez que los militares dejaron claro que la Justicia castrense no lo haría– el Juicio a las Juntas.


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