Tenemos ahora los “precios cuidados”, establecidos por acuerdo del Gobierno con las grandes cadenas de supermercados. Algunas de esas cadenas, sin embargo, se muestran remisas para cumplir: no dan la lista de los productos, o ponen en pocos casos los carteles que los anuncian, o confunden a propósito el producto con otro de precio más caro, y cuya apariencia y presentación sea parecida. “¿Por qué tengo yo que vigilar los precios, si para eso pago a los del gobierno?”, se dicen algunos, formateados por algún periodista que está al servicio de promover el descontento general. Curioso razonamiento. En primer lugar, que cada ciudadano compre a precios controlados es un beneficio para ese ciudadano; vigilamos por nuestro propio beneficio, y si no lo hacemos, ello redunda en nuestro personal perjuicio. Pero además, quienes propalan esa idea fácil... ¿quieren decir que debiéramos tener ejércitos de inspectores públicos, pagados por el Estado para ir a toda hora a controlar a todos los supermercados del país? No es raro escuchar de los mismos que llaman a boicotear los precios cuidados (por vía de desalentar el control de la ciudadanía sobre su cumplimiento), decir que “hay que disminuir la inflación, disminuyendo el gasto público”. Y si se aumenta fuertemente el número de inspectores, es obvio que se aumenta el gasto público. En fin, contradicciones groseras que no impiden que muchos partidarios del “hablemos sin saber” las expongan a toda hora y en cualquier lugar de nuestro territorio.
Estos acuerdos de precios surgieron porque hay inflación. Y la hay, qué duda cabe. En cambio, hoy España tiene casi 0% de inflación, y le va pésimo. Estamos llenos de españoles (sobre todo profesionales jóvenes) en Ecuador, Perú, México, la misma Argentina. Emigran a buscar trabajo y mejor destino a nuestro continente, y muchos a nuestro país. Porque la inflación cero se liga allí a un desempleo del 26% (más alto aún que el enorme que tuvimos nosotros en el 2001), y a una recesión y caída productiva casi totales. En tiempos de Menem y De la Rúa la inflación era menor que ahora, solo que la concentración del ingreso en pocas manos era alarmante, la desocupación crecía, y la deuda pública llegaba a niveles estratosféricos. Estábamos mucho peor que ahora, y no abundaban los planes sociales para los más pobres, como tampoco la compra de automóviles 0 kilómetro y los viajes a Europa para las clases medias. Y vemos que si los de abajo hoy están más atendidos, no es porque se les haya quitado ninguna cuota a los sectores medios, pues estos tienen muchas más posibilidades de consumo que antes del año 2003. Quien lo niegue, puede darse una vuelta por la calle Arístides por las noches, o soportar la superabundancia de automóviles que impide el tránsito fluido por la ciudad a las horas pico.
Y si bien hay inflación, tenemos paritarias pautadas para los sectores laborales, en las cuales generalmente se han arreglado aumentos salariales por encima de la inflación (incluso por encima del índice que fija la oposición). No estamos en ninguna emergencia de consumo, más bien lo contrario.
Pero la suba del dólar (a medias propiciada por el Gobierno, a medias lograda por la arremetida de los sojaexportadores) puede subir los precios, a pesar de variadas medidas que el Gobierno ha tomado en contrario. Y para contrarrestar esta situación, se requiere que los “precios cuidados” sean respetados por los propietarios de supermercados, y asumidos por la población como una opción de pagar precios razonables, no excedidos.
Es cierto que el tema de fondo tiene que ser resuelto por vía de superación de la intermediación. Crear cadenas que vayan directamente del productor –con acuerdos gubernamentales y municipales– a los almacenes de barrio, o a ferias populares permanentes. Así, tendríamos precios parecidos a los del Mercado Central en Buenos Aires, que son a veces menos de la mitad de lo que se paga en el circuito comercial mayoritario.
Pero intertanto, bienvenidos sean estos precios cuidados. La “astucia opositora” de algún comprador, le hizo pensar que no comprando por este programa, estaba haciendo un mal al Gobierno. Pero los precios no tienen camiseta partidaria, ni color político: es cada comprador el que debe exigir que estén los artículos a su disposición con el precio acordado. De lo contrario, esa torpe astucia lo llevará a repetir lo que me comentaba algún amigo. Mientras compraba en el supermercado, un matrimonio se reía a gritos del programa de precios establecidos, y llevaba los productos en versión convencional, fuera del programa. Este amigo los encaró, y les hizo –con su calculadora– la cuenta de cuánto más estaban pagando al Estado (al cual ellos rechazaban con su conducta), dado que al pagar más por cada producto, estaban pagando más IVA, monto que va a dar a las arcas del Tesoro Nacional.
Mi amigo dice que se le quedaron mirando con cara de desconcierto... Hay pretendidos astutos que se enredan en su propia cerrazón. Mientras, el pueblo argentino tiene una opción, según la decisión y el cuidado de cada uno, para no gastar más de lo debido.