El eslabón débil de la cadena eléctrica es la distribución, como queda en evidencia en los períodos de máximo consumo, en invierno y en verano. Existe generación de energía suficiente y una red de transmisión, ampliada por inversiones fundamentalmente estatales y un poco privadas, por casi 90 mil millones de pesos en los últimos diez años. Quienes hablan de crisis energética son los mismos que destruyeron el sistema integrado estatal para tupacamarizarlo para negocios privados. La responsabilidad por los cortes en hogares y comercios es de Edesur y Edenor, las dos empresas que administran la concesión del área metropolitana. Hasta el año pasado, la encargada de la zona norte fue más activa en materia de inversiones, en comparación entre ellas, aunque igualmente insuficiente para atender los momentos de picos de demanda. Edesur tuvo más empuje este año para recuperar un atraso relativo, de todos modos bastante limitado, para mejorar su red desatendida.
Si la interrupción del servicio se ha ido reiterando en los últimos años, esa inicial responsabilidad empresaria se extiende al gobierno nacional y también al de la Ciudad y municipios del área de la concesión. Estos últimos se hacen los desentendidos para no quedar involucrados y evitar costos políticos cuando los afectados son los vecinos que viven en sus territorios. Es incomprensible la nula ayuda a los vecinos sin luz (agua, alquiler de grupos electrógenos o asistencia de emergencia a personas de edad avanzada), como si no fuesen su responsabilidad los padecimientos de los habitantes de sus distritos. Otra vez fue exhibida la concepción empresaria de la política que tiene el gobierno de Macri, cuando su principal propuesta fue que los edificios compren grupos electrógenos, iniciativa inmediatamente rechazada por la cámara de consorcios.
El gobierno de CFK ha reparado legados de los noventa en otras situaciones similares de urgencia en la prestación de servicios públicos esenciales, decidiendo la estatización de Aguas Argentinas (Aysa, agua y cloacas), Correo, Aerolíneas Argentina e YPF (la petrolera tomó el control de Metrogas en agosto pasado). En cada uno de estos casos mejoró y amplió el servicio con beneficio a los usuarios, a partir de inversión pública cuyo retorno se mide en términos sociales. En la distribución de electricidad, en cambio, no lo ha hecho con la misma intensidad, al mantener un régimen de administración privada con planificación e inversión estatal de resultado poco satisfactorio.
Un aspecto esencial para empezar a entender los problemas de la red de distribución es primero eludir los comentarios apocalípticos de expertos y ex secretarios de energía que chocaron la calesita en más de una ocasión (ver nota aparte). Segundo, lo más importante es saber que las firmas privadas no invirtieron ni lo van hacer para construir una estructura capaz de atender picos de demanda en jornadas de temperaturas extremas, que se reiteran en invierno y en verano y cada vez son más por el cambio climático. En otros países y aquí, en el pasado y en los últimos años, sólo el Estado ha invertido en proyectos de envergadura, porque el objetivo es obtener rentabilidad social y no retorno económico-financiero como legítimamente exigen los privados.
Un ejemplo sirve para ilustrar ese lugar que debe ocupar el Estado: la construcción del gasoducto Comodoro Rivadavia-Buenos Aires, inaugurado en 1949. Tenía una longitud de 1700 kilómetros, dimensión desproporcionada con la entonces demanda existente, pero era una obra estratégica pensada para un proyecto de país en expansión. Nunca hubiera sido realizado por empresas privadas porque la inversión requerida no les garantizaría ganancias inmediatas.
Una cuestión a precisar es que una cosa son los subsidios, suma de dinero vinculada con las cuentas fiscales, y otras son las tarifas, que tienen relevancia en los ingresos de las compañías. Son debates diferentes que quedan confundidos en momentos de cortes y tensión en el sistema de distribución (nos ocupamos del primer tema en “Luz sobre los subsidios” publicado en el Panorama Económico de hace cuatro sábados).
El consenso de especialistas inquietos por el balance de las empresas afirma que las tarifas bajas no incentivan la inversión privada. Dicen entonces que subirlas es la solución para resolver la situación crítica en la distribución eléctrica. Esa política en los ’90, con tarifas dolarizadas en compañías privadas, y en los últimos años elevadas sustancialmente en empresas provinciales (Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Neuquén, interior de Buenos Aires, entre otras) no tuvo ese publicitado resultado. En esos distritos las tarifas son mucho más altas en comparación con el área metropolitana y también hay cortes, además de prestar un servicio inestable. Lo que sucede es que el reclamo de aumentar las tarifas es para brindar un margen de ganancias a las operadoras, objetivo razonable porque ése es el motor de funcionamiento de una compañía privada, pero que colisiona cuando se trata de la prestación de un servicio público básico para la población.
El alza de tarifas no necesariamente se traduce en más inversión privada, como ya se sabe, lo que no significa que se verifique esa relación cuando la firma es manejada por el Estado. El caso YPF sirve como ejemplo de esa disparidad de comportamiento. El precio de las naftas ha aumentado en forma sostenida desde el inicio de la gestión estatal, exigencia de los españoles de Repsol que no recibía favorable respuesta oficial. El argumento es el mismo que tienen ahora las distribuidoras de electricidad. Los españoles afirmaban que no invertían, disminuían la producción y había faltante de naftas (largas colas en las estaciones de servicios) porque no había aumentos de tarifas. Los hechos son diferentes a esa posición corporativa con fuerte eco en medios de comunicación. Repsol, asociada con el grupo argentino Petersen, de la familia Eskenazi, tenía una estrategia de distribución de dividendos de 9 de cada 10 dólares de ganancias. El incremento en las naftas sólo hubiera abultado ese reparto. No invertían porque las utilidades las distribuían entre los accionistas. La rentabilidad privada satisfecha; el retorno social en un área estratégica fuertemente dañado. La YPF estatal, en cambio, ha tenido el sendero abierto para ajustar al alza los combustibles, reflejado en utilidades en uno de los renglones del balance, con la contrapartida de un acelerado incremento en el rubro inversiones (57 por ciento en el primer semestre de este año respecto del segundo de 2012) con el consiguiente aumento de la producción.
Las distribuidoras de electricidad se han limitado a realizar tareas de mantenimiento y a incrementar la potencia de sus redes para hacer frente al crecimiento promedio del consumo. Un eventual aumento de tarifas no implicará inversiones para atender los picos de demanda. En términos técnicos, especialistas del sector explican que las redes de distribución se construyen con “margen de redundancia”. Esto es, tener una capacidad de atención más elevada que la demanda potencial. Brindan el ejemplo del sistema francés, que tiene un margen de redundancia del 50 por ciento, lo que implica que la red no sufre alteraciones aunque tuviera dos episodios críticos en simultáneo. La infraestructura del sistema argentino está diseñada para enfrentar uno solo y además funciona al límite. Cuando los días de mucho calor suman más presión sobre ese sistema, deriva en más cortes del servicio que los habituales y las cuadrillas se multiplican como bomberos ante un incendio.
Como Edesur y Edenor no han destinado fondos suficientes para mejorar el servicio, el Gobierno intervino en el rubro inversiones sin autorizar un aumento de tarifas, como esperaban las empresas. A fines de 2012 constituyó el Fondo para Obras de Consolidación y Expansión de Distribución Eléctrica (Focede), sumando un monto fijo en las boletas de luz (el 72 por ciento de las familias paga un adicional de 10 pesos por bimestre, y el resto un poco más) con el fin de destinar esos recursos extra a un fideicomiso destinado a financiar obras de infraestructura en distribución, definidas por el Estado y ejecutadas por los concesionarios. Son unos mil millones de pesos al año depositados en el Banco Nación, repartido casi en mitades entre Edesur y Edenor. Las distribuidoras debieron elaborar un plan de obras, expresado en términos físicos y monetarios, y cuyos lineamientos fueron determinados en el contrato de ese fideicomiso.
En estos días acalorados, el Gobierno debería precisar si las empresas cumplieron con ese mínimo requisito de presentar un plan de obras y, fundamentalmente, si fue concretado. En algunos despachos oficiales circula un informe que detalla la existencia de esos recursos en las cuentas de Edesur y Edenor sin que se haya verificado su total utilización. Al 28 de noviembre pasado, Edesur tenía sin ejecutar unos 70 millones de pesos, y Edenor, 205 millones de pesos.
Es demasiado sumar esta inacción privada al calor y a los cortes.
(Diario Página 12, domingo 22 de diciembre de 2013)