La miniserie es británica, se llama Secret State, tiene cuatro episodios de 45 minutos, se emite los miércoles por el canal Film & Arts. El cronista no hará una reseña convencional sobre ella ni juzgará sobre su totalidad, que desconoce aún. Sugiere, apenas, pegarle un vistazo por su mensaje político, que le resulta fascinante y asombrosamente aplicable a estas pampas. Por eso no la vuelve a mirar y la citará de memoria: porque habla a los lectores “de espectador a espectador”.
El principal personaje es Tom Dawkins, interpretado por el formidable actor Gabriel Byrne, el terapeuta de In Treatment. Al comenzar el relato, Dawkins es viceprimer ministro de un gobierno inglés que está de salida y que va de cabeza a perder las elecciones. Se produce entonces una catástrofe ecológica que causa muchas muertes en un pueblo donde está instalada una petrolera norteamericana, PetroFex. Pronto se devela que hubo grave responsabilidad de la petrolera. Y, ahí no más, fallece el primer ministro en un accidente aéreo hiper sospechoso que se ahorra en esta síntesis. Lo que importa para ella, es que Dawkins, un político poco estimado por su propio partido, asume imprevistamente, se dirige al pueblo con un discurso no escrito lleno de franqueza y autocrítica... Gana popularidad, se convierte en inesperado candidato de cajón, triunfa en las elecciones.
En campaña Dawkins arremete contra PetroFex, cuyos directivos le explican off the record que le hicieron un favor invirtiendo en Gran Bretaña, que podrían haber ido a Polonia. En la primera reunión de Gabinete, el primer ministro flamante recibe una advertencia de sus compañeros de gestión y de partido. “Está muy bien criticar a las corporaciones en campaña, pero cuando se gobierna, hay que hacerlo con los amigos”, le dice uno de sus ministros. Dawkins no responde que no dejará sus convicciones en la puerta de su nueva residencia, Downing Street, pero le pasa cerca. Le dice que él se debe a los votantes y no a las corporaciones. Y persevera en la pelea, contra los consejos de la propia “clase política”. Exige a la multinacional que repare los daños causados, indemnice a las víctimas, se haga cargo. La disputa escala, PetroFex le advierte que el mundo no es como él lo ve. Rompe las tratativas y se relocaliza en Polonia.
Dawkins, a su turno, dobla la apuesta. Ordena a un Banco inglés que congele los fondos de PetroFex, para que pueda responder. En su propio equipo de gobierno lo traicionan, el Banco desacata la orden y remesa la plata al exterior. El Banco es un 88 por ciento de capital estatal. El primer ministro le reclama a un CEO del Banco que respete al pueblo, el principal inversor. El financista le replica ninguneándolo y aleccionándolo: “la política es parroquial y la economía global”, jerarquiza. Dawkins le recuerda que están manejando un platal del erario británico, una millonada de libras esterlinas... Como en una payada, su enemigo le explica que el valor de las libras depende de los manejos del Banco. Que éste puede hacer caer el valor de la moneda y con ella poner en jaque a la economía británica, por no hablar del gobierno. ¿Le suena, lectora o lector?
Una mañana, Londres amanece con “caos” en los subtes. Los usuarios putean como si fuesen porteños, culpan al gobierno cuya popularidad zozobra. Ocurre que el Banco ya mencionado maneja el equivalente londinense de las tarjetas SUBE: las hace funcionar mal adrede durante todas las horas pico y enloquece a los pasajeros, que se la toman con las autoridades públicas.
El primer ministro no se arredra, aunque sí se enfurece. Acusa al Banco en un discurso televisado ¡lo estatiza el muy gamberro! Rompe con el Fondo Monetario Internacional, pone en la picota al sistema financiero todo. Y recuerda que, cuando la quiebra de Lehman Brothers, el Estado lo salvó de la catástrofe poniendo un container de dinero. La contrapartida prometida fue otorgar créditos para trabajadores y medianas empresas. ¿Cuánto crédito otorgaron en años? interroga, socráticamente. Y se contesta: “A fucking shit” (o algo así, tanto da).
La trama anda por ahí, con popes del establishment que le explican al primer ministro que su poder es pequeño y que su influencia sólo vale si no la usa. O si la usa como manda.
Al cronista le parece que la saga es el mejor ejercicio de ficción pro kirchnerista que ha visto. Es más, si fuera conspirativo, bucearía para ver si hay un oscuro subsidio del Incaa bancándola. Pero el escriba es populista y su impresión es que la miniserie aborda, en clave de fantasía parcial, un debate que recorre el mundo. El de la dura puja de los regímenes democráticos contra la brutal dictadura de los poderes fácticos. La cancerígena lógica de “los mercados” y las corporaciones no son un complemento de la democracia, sino un riesgo para ella.
Desde ya, se entiende que se habla de ficción política. Pero ésta trajina con un estatuto de verosimilitud. Y, por lo visto, en otras comarcas es verosímil que las corporaciones desestabilicen, den “golpes de mercado” contra la moneda y los gobiernos, lastimen a mandatarios hostiles pegándoles donde duele. Incluso en nodos de la vida cotidiana, como es el transporte público. En la aldea global, un dirigente que se enfrente a ese orden de cosas es un héroe posible para los espectadores.
Por eso, se promueve dedicarla a este primer ministro inglés, bastante K él, salvando todas las distancias, que las hay. Porque, tal vez, el relato kirchnerista no es una superchería criolla, sino una visión más aguda que la de sus adversarios políticos y sus enemigos fácticos.
El nuevo libro del novelista griego Petros Markaris nutre esa convicción.
Ahora, si usted prefiere la realidad a esas invenciones (que son costumbristas, que son eficaces porque tienen su tranche de vie) vea a la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, negándose a una visita de Estado a la Casa Blanca en defensa de la dignidad de su país. E imagine, por un minuto, qué no se hubiera dicho en estas pampas si esa noble y soberana decisión la hubiera adoptado su par argentina, Cristina Fernández de Kirchner.