(viene de la edición de ayer)
Ya en su Crítica a la filosofía del derecho de Hegel, Marx, sobre reflexiones del mismo Hegel y de Feuerbach, había investigado el carácter ideológico de la religión: “La base del criticismo religioso es: el hombre hace la religión y no la religión hace al hombre. La lucha contra la religión es, por tanto, la lucha contra este mundo cuyo aroma espiritual es la religión”. La religión, por tanto, es entendida como una forma alterada de la conciencia humana, presentada como revelación divina y como evidencia necesaria tanto del dominio de las clases altas como de la resignación de las bajas. De este modo, Dios, a través de una inversión de la conciencia alienada, es la suma de los sufrimientos humanos separados de su base social, y proyectados al trasmundo fantástico de la esperanza. Por eso Marx, en lugar de ver los asuntos de la tierra a través de la teología, traducía los asuntos teológicos en terrenales.
Otro ejemplo de ideología es el llamado “moralismo” de las clases medias. Sus individuos, al fracasar en la lucha social, o al mantenerse estancados dentro de los cuadros rígidos de la sociedad, son particularmente proclives a la protesta moral, o en otros casos, en sus miembros más decididos, a la actividad revolucionaria. Pero es la ubicación misma de la clase media, la que conduce a la mayoría de sus miembros, en especial intelectuales, a conceptuaciones ambiguas de la realidad. R. K. Merton ha resumido —sobre las huellas de Marx— la cuestión de este modo: “Las exigencias culturales que se le imponen a las personas que se hallan en esta situación son incompatibles. Por una parte, se les pide que orienten su conducta con vistas a las perspectivas de amasar una fortuna y, por otra parte, se les niega de hecho las oportunidades de conseguirla por medios institucionales. Las consecuencias de tal contradicción estructural adopta la forma de aberraciones psicopatológicas de la personalidad o conductas antisociales o actividades revolucionarias”.
Aparecen así los componentes compensatorios de la ideología de los estratos medios, como sentimiento de distancia frente al proletariado, enlazados a creencias de superioridad, que les permiten a sus individuos autoengañarse ante el temor del descenso social. El caso de sujetos de los niveles inferiores de las clases medias norteamericanas frente a los negros, es aleccionador: “El blanco de la clase baja —escriben Mac Iver y Page y aquí deben incluirse también ciertas capas obreras— económicamente inseguro, menos educado, no muy bien integrado en la vida comunitaria y con una posición de clase no tan alta como algunos de los negros, es a menudo el más extremo y abierto defensor de la “supremacía del blanco”.
La ideología, por ende, es un equipo mental y emocional contra toda amenaza a la existencia de un grupo socialmente encuadrado en las divisiones de la sociedad de clases. Tales ideologías, por lo general, son aceptadas como representaciones del sentido común. Y el individuo las experimenta como verdaderas. De una manera inconsciente, o poco consciente, se atrinchera tras un cerco de prejuicios sin saber que son tales. Un pensador ya citado, Schumpeter, juzga favorablemente a las ideologías: “Pues tales ideologías no son simples mentiras. Son afirmaciones verídicas acerca de lo que un hombre cree ver. Así como el caballero medieval se veía como quería verse, así como el burócrata moderno hace lo mismo, y así como ambos son incapaces de ver lo que podría aducirse contra esta visión de sí mismo como defensores del débil y el inocente, y propulsores del bien común, así todo grupo social desarrolla una ideología protectora que es sincera realmente. Ex-hypothesus no somos conscientes de nuestras racionalizaciones”. Con lo que Schumpeter no hace más que repetir suavizadas las reflexiones de Marx sobre el contenido real del Don Quijote, de Cervantes. Schumpeter, aunque desnaturalizándola en parte, toma sus tesis sobre las ideologías del marxismo. Y aquí vuelve la pregunta: ¿Es el marxismo una ideología? El marxismo, a nuestro juicio, es una ideología. Pero con la característica que sus críticos callan capciosamente, de ser una ideología que ha desenmascarado a todas las ideologías y sus contenidos de clase. En tal sentido —y sólo en ése— es la ideología de la clase trabajadora “que no puede lograr su emancipación sin emancipar a todas las otras esferas de la sociedad y sin emanciparse a su vez” (Marx). Federico Engels ha expuesto este carácter crítico del marxismo frente a las ideologías:
“La ideología es un proceso que se opera por el llamado pensador concientemente, en efecto, pero con una conciencia falsa. Las verdaderas fuerzas propulsoras que la mueven, permanecen ignoradas por él; de otro modo no sería posible tal proceso ideológico. Se imagina pues fuerzas propulsoras falsas o aparentes. Como se trata de un proceso discursivo deduce su contenido y su forma de pensar puro, o sea el suyo propio o el de sus predecesores. Trabaja exclusivamente con material discursivo que adopta sin mirarlo, como creación del pensamiento, sin someterlo a otro proceso de investigación, sin buscar otra fuente más alejada o independiente del pensamiento. Para él, esto es la evidencia misma, puesto que todos los actos, en cuanto les sirvan de mediadores del pensamiento, tienen también en éste su fundamento último”.
Este pensamiento de Engels estaba ya incubado en el joven Marx de los Manuscritos: “El filósofo, forma abstracta del hombre que se ha vuelto extraño a sí mismo, se considera la medida del mundo alienado”.
El marxismo es, junto a una concepción del mundo, una critica a toda la filosofía anterior. Pero el eje de esta concepción, no es específicamente filosófico. El nodulo es la historificación del capitalismo, de sus orígenes y acabamiento final. Es indudable que las grandes transformaciones económicas acoplan otras en el pensar y sentir de los hombres.
Asi las cruzadas, fueron, en un sentido, una aventura religiosa, pero simultáneamente, una empresa comercial: “La nueva nobleza —hija como era de su tiempo— veía en el dinero la potencia de las potencias” (Marx). Del mismo modo, el Renacimiento, es un complejo fenómeno cultural que no puede desligarse del desarrollo mercantil de las ciudades italianas, del amanecer de un intercambio comercial limitado, pero muy activo, en el cual había de afirmarse una más o menos activa clase social, la burguesía, cuya opulencia monetaria adjuntaba una revolución de las ideas, en la ciencia, en la filosofía, en el arte, y como cúspide, una nueva valoración individualista del hombre. Más tarde, con la Revolución Industrial, toda la vida inglesa se trastocó. Los campesinos fueron expropiados y arrojados a las fábricas, las ideas políticas se modificaron, la producción multiplicada de mercaderías exigía colocación en el -mercado, mano de obra barata, expansión hacia afuera, reforma del sistema impositivo, de las relaciones de cambio, etc., seguido todo de graves convulsiones dentro de la misma Inglaterra. Para evitar las consecuencias internas de tal transformación violenta, Inglaterra debió avanzar sangrientamente fuera de sus fronteras. El capitalismo como progreso —y efectivamente lo fue— “aunque no en el sentido de la leyenda liberal, nació entre agitaciones sin cuento”. El economista liberal Rodbertus observó atentamente el hecho:
“La crisis de 1818-1824, a pesar de haber despertado ya el espanto del comercio y las preocupaciones de la ciencia fue relativamente insignificante comparada con la de 1825-1826. La última infirió tales daños al patrimonio de Inglaterra que los más famosos economistas dudaban de que pudiese restablecerse totalmente. A pesar de esto fue sobrepujada aún por la crisis de 1836-37. A su vez, la crisis de 1839-40 y 1846-47 produjeron más estragos que las precedentes”.
La Guerra de Secesión de los EE.UU. provocó el hambre del algodón en Inglaterra necesitada del producto para su industria textil, la más poderosa del mundo. Se buscaron fuera de los EE.UU. nuevas tierras aptas: Egipto, Paraguay, la India. También la Argentina. Fue, como se la ha llamado, “la fiebre del algodón”. Enormes plantaciones afloraron en diversas partes del globo. La vida egipcia asistió a expropiaciones en masa, cambios de cultivo, etc., y sufrió un reordenamiento radical. Ya la penetración colonialista está en marcha, sobre el antecedente de Irlanda. Este expansionismo ofrece rasgos comunes. El mundo colonial se abría como algo inédito y magnífico para la acumulación del capital. En el Parlamento británico, se sostuvo que era voluntad de Dios arrancarle el cuero cabelludo a los habitantes que resistieran la ofensiva inglesa. “Era —como escribiera Marx— el “dios extraño” que venía a entronizarse en el altar junto a los viejos dioses de Europa, y que un buen día los echarían a empujones. Este dios proclamaba la acumulación de la plusvalía como el fin único y último de la humanidad”. Inglaterra apoyaba su libertad sobre la opresión de millones de seres alejados de la islita. Pronto le tocó el turno a China. Las delicadas artesanías del país milenario sucumbieron a la competencia de las máquinas inglesas. Una tremenda agitación social recorrió toda la China. Miles de propietarios, pequeños comerciantes, artesanos, se precipitaron en la ruina. Tan explosivo fue el impacto, que Engels pudo pronosticar: “El mismo fanatismo de los chinos del sur en su lucha contra los extranjeros, parece indicar una conciencia del supremo peligro en que encuentra la vieja China, y antes de que pasen muchos años seremos testigos de la agonía del más antiguo imperio del mundo y del amanecer de una nueva era para el Asia”. ¿Cómo logró Inglaterra su dominio mundial? La hegemonía es alcanzada entre 1845 y 1885.
“La libertad de comercio significaba la total transformación de la política financiera y comercial inglesa, de acuerdo con los intereses de los capitalistas e industriales, clase que habla ahora en nombre de la nación. Y esta clase emprendió seriamente la tarea. Todo obstáculo a la producción industrial fue eliminado sin piedad. Se efectuó una revolución en las tarifas aduaneras y en todo el sistema impositivo. Todo quedó subordinado a un objeto único, pero de máxima importancia para los capitalistas industriales: abaratar las materias primas sin excepción y en particular, todos los medios de subsistencia de la clase obrera —reducir los costos de las materias primas y mantener a un bajo nivel, sino rebajarlos aún más— los salarios. Inglaterra decía convertirse en el “taller del mundo”; todos los demás países tenían que ser para ella lo que ya era Irlanda; mercados de ventas para sus productos industriales, fuentes de productos crudos y comestibles. Inglaterra sería el gran centro industrial del mundo agrícola, el sol industrial en torno al cual giraría un número cada vez mayor de Irlandas productoras de granos y algodón. ¡Qué grandiosa perspectiva! (F. Engels)”.
Mientras protegía sus industrias, Gran Bretaña exigía el librecambio en el plano internacional. Y en las primeras décadas del siglo pasado era ya la dueña del comercio mundial. Ahora, de las colonias, retornaba el trabajo esclavizado bajo la forma acumulada de capital civilizador. A esta política se asoció la técnica financiera de los empréstitos. Los nuevos pueblos coloniales, caían así bajo la ilusión de alcanzar la autonomía nacional, en un grado más severo de dependencia, en el orden aduanero, político, militar. En 1825, en la América ex Española, se habían concertado empréstitos por valor de 30 millones de libras esterlinas, que a su vez, mediante un círculo vicioso, servían para pagar las mercaderías inglesas. Del mismo modo que la burguesía había derribado en Europa al feudalismo, ahora aplastaba a los países no industrializados por la máquina. América emancipada no eludió esta ley económica: “Todos los estados de América —escribió Sismondi— tomaron de Inglaterra sumas prestadas, con el objeto de fortalecer sus gobiernos, y pese a que tales sumas representaban un capital, lo dilapidaron como renta comprando mercaderías y adquiriendo, mediante el Estado, mercancías inglesas o para saldar las enviadas a cuenta de comerciantes particulares”.
El capital volvía multiplicado a Inglaterra. El capitalismo, nace pues, de la producción en masa de mercancías y su colocación a través del comercio internacional, con el consiguiente aumento de la circulación monetaria en manos de la nueva clase capitalista que, además, acompañó su penetración económica, con la administración política, directa o indirecta, de las nuevas áreas ocupadas. Pero la ofensiva expansionista llevaba en su seno la contradicción mortal que la enfrentaría ya en pleno siglo XX a la más grande crisis de su historia. Que es la crisis del presente.
XI
Hijo del historicismo, del inigualado hasta entonces desarrollo de las ciencias de la naturaleza y de la cultura, operado durante el siglo XIX, heredero de la filosofía clásica alemana, el marxismo, como ya se ha visto, se transformó además en un método científico, en el cual la idea de cambio, de transformación permanente de todo lo existente, naturaleza e historia, se asoció al pensamiento central de que la razón humana misma se mueve entre oposiciones lógicas, en tanto el pensamiento no es más que un caso especial, un coronamiento del devenir universal, tanto natural como histórico. Nada más difícil que pensar mediante oposiciones, y ver la aparente regularidad de las cosas como un complejo en movimiento. Por eso Marx pudo afirmar: “Si las manifestaciones de las cosas coincidiera con su esencia toda ciencia resultaría inútil”. Esta consideración acerca de que nada hay de eterno en la naturaleza, está reflejada en las palabras que Goethe pone en boca de Fausto: “Todo lo que existe es digno de perecer”.
(sigue en la edición de ayer)








