HISTORIA / La revolución ya no huele a pólvora (segunda parte) / Escribe: Hugo Chumbita






(viene de la edición de ayer)

Hay cierta coincidencia en ubicar el comienzo de la nueva era alrededor de la segunda guerra mundial. Si pensamos la sociedad a escala universal, no sería incoherente considerar aquel estallido como una especie de revolución, a tono con la dimensión internacional del presente estadio civilizatorio. Pero lo fundamental sería el factor revolucionario tecnológico, que los primeros análisis centraban en la energía atómica; como decía Darcy Ribeiro, la "revolución termonuclear"4. Sin embargo, mucho menos espectacularmente que la bomba, en 1946 había comenzado a producirse la "primera generación" de ordenadores.5 Era una invención destinada a transformar la producción social no ya a partir de la fuerza motriz –como ocurrió con la máquina de vapor, y como se esperaba de la energía nuclear–, sino incorporando una formidable capacidad de obtener y tratar la información. No ya sustituir la energía física del hombre, sino su capacidad mental. No una herramienta dirigida a aumentar la producción y el consumo material, sino a potenciar la actividad intelectual humana, que sustenta todo lo demás.


En los países desarrollados, estas innovaciones ya han comenzado a operar sobre la realidad. La informatización, combinando la computadora y las técnicas de comunicación, se impone velozmente en la administración pública y privada, posibilita la automatización de las industrias, se introduce en los sistemas educativos. El sector informatizado de la economía se expande con mucho mayor rapidez que los demás. Todo indica que el complejo de actividades vinculado a la comunicación–información–educación pasaría a ser no sólo el que ocupa más personal, sino el más dinámico, en posición dominante o directriz.

Cada país del centro ha producido sus profetas de la nueva revolución: en el hemisferio de influencia que nos toca, ya ha venido Alvin Toffler a explicar su concepción de la Tercera Ola6. Esta imagen de marketing puede sugerir muchas cosas; tal vez un golpe de mar arrollador, tal vez un suave avance de las aguas para sumergir o llevar los detritus del pasado (¿permitirá flotar aún al bergantín de la modernidad?). Los gerentes de empresa, a quienes James Burnham halagó, ofendió o escandalizó hace 40 años pronosticando una "revolución de los managers" que señalaba sutiles coincidencias entre el nazismo, el New Deal y el comunismo soviético7, prefieren la ambigua metáfora de Toffler, suponiendo que les augura una marea favorable sin necesidad de tomar ninguna Bastilla. La seducción de la teoría, no obstante, se apoya en la clásica noción revolucionaria; menos nítida, más compleja en sus alcances, pero revolución al fin. En todo caso, lo único que están dispuestas a aceptar las clases dirigentes occidentales (¿y las otras?), es el poder informatizado, económico y estatal que refuerce su preeminencia.

La fe de Masuda en un desenlace feliz y espiritual, no deja de señalar la amenaza del Estado policial automatizado8. Toffler conjetura que la sociedad posindustrial traerá profundos trastocamientos en el terreno de la organización política, sin atreverse aún a responder sobre los riesgos de la tecnologización del poder9.

Perplejidades

Intentando reflexionar sobre las consecuencias que puede depararnos la ola informática, en los países subdesarrollados o semidesarrollados de la periferia, es inevitable plantear la analogía con el impacto del industrialismo capitalista. En tal experiencia, hace más de un siglo fuimos arrastrados a la dependencia inestable del mercado mundial, y se injertaron en nuestra economía los sectores "modernos" que distorsionaron el sistema productivo en beneficio del capital externo y los intereses de los países centrales. Las contradicciones de un espacio nacional invertebrado se resolvieron en función de la extraversión de sus posibilidades. Se erigió en clase dirigente una oligarquía de privilegiados, intermediarios y clientes de los grandes negocios internacionales.

Ante estas prevenciones, ¿es lógico cerrarnos, negarnos a la adopción del modelo o las innovaciones tecnológicas que nos proponen las economías más avanzadas? ¿Es lo que debíamos haber hecho el siglo pasado en análogas circunstancias? No parece sensato postular el rechazo de la informatización, como no lo era ignorar el reto industrial. Sí lo es convertirnos en receptores pasivos de lo que quieran vendernos o traernos, tanto en tecnología como en ideología. Sí lo es adquirir los hábitos estúpidos de los juegos electrónicos y no asumir la prioridad que ellos otorgan a la investigación y el desarrollo tecnológico –tal como antes nos convertimos en consumidores de sus manufacturas, en lugar de producirlas; en vez de imitarlos, seguimos sus consejos.

Sería otra necedad ignorar las teorías sobre la sociedad posindustrial. Pero más torpe aún traspolar servilmente sus proposiciones a nuestro medio social. Algunas observaciones de los nuevos profetas apuntan a cierta descalificación del sindicalismo, y propugnan la descentralización estatal (es lo que más destacan ciertos divulgadores, que nos recuerdan las manipulaciones de que fueron objeto los clásicos del liberalismo o el marxismo). Sin incurrir en la justificación de las alarmantes insuficiencias de nuestro vapuleado Estado y el no menos castigado sindicalismo, hay que enfrentar la ofensiva que apunta a desarmar al movimiento obrero y las empresas estatales, justamente los pilares desde donde es posible articular la política nacional en un país dependiente. En todo caso, el Estado y nuestros sindicatos afrontan el desafío de romper la esclerosis a que han sido reducidos y actualizar una estrategia de futuro, dando respuesta a las acuciantes oportunidades de este momento histórico10.

Sospechamos que la visible inactualidad de nuestra cultura política, no es ajena a las vertiginosas transiciones de la historia: ella fluye con mayor celeridad que nuestras inercias mentales. La nueva tecnología social de la informatización ¿nos permitirá pensar mejor el destino que buscamos? No es probable que la computadora haga de un imbécil otra cosa que un imbécil con computadora. Pero, quizá, si sabemos cómo defender nuestra libertad, la máquina nos descargue de agobios, nos provea mayores elementos de juicio, nos deje tiempo para pensar lo esencial. Todo dependerá, como siempre, de la propia inteligencia.

Algunos de nosotros nos creímos revolucionarios, intentamos serlo. La revolución se ha desdibujado como un paisaje en la niebla. No sabemos si aquellas ideas que daban sentido a nuestro mundo han pasado a la historia, o son una historia distinta que nos espera a la vuelta de los años. Ser revolucionario sin revolución es como nadar fuera del agua: un error, una ironía grotesca. Sin embargo, el mundo sigue siendo tan injusto y cruel como siempre. ¿Cómo conciliar la moral de la revolución, el sentido heroico de la vida, con las realidades en las que tenemos la sensación de estar empantanados? ¿Cómo conciliar el espíritu de aventura, el reto de vivir una vida plenamente humana, con la miseria política de hoy? ¿Cómo recuperar el derecho a la imaginación en el desencanto de nuestra mediocre convalecencia democrática? En este pueblo que deambula en la confusión de sus contradicciones, hay una esperanza no articulada todavía. No es sólo una intuición poética: la historia enseña que los pueblos no se suicidan. La revolución nos ha abandonado. ¿Ha cambiado, también ella? Quizás ha madurado, como nosotros. Sigamos buscando.


NOTAS

1 J. D. Perón, La hora de los pueblos, Ed. Volver, Bs. Aires 1984, p. 160

2 Salvador Ferla, El drama político de la Argentina contemporánea, Lugar Ed. Bs. Aires 1985, cap. 4, pág. 73–98, realiza una síntesis muy sugerente de la presencia política de las Fuerzas Armadas, señalando cómo Yrigoyen y el partido radical contribuyen a la aparición del poder militar.

3 Juan C. Portantiero, De la crisis del país popular a la reorganización del país burgués, en Cuadernos de Marcha N° 2, México, julio–agosto 1979, p. 11–19 señalaba ya cómo el tema de la democracia aparecía ahora para las izquierdas cargado de "sentido sustancial": "Frente a una realidad trágica que dejó atrás el optimismo de 1970, que no coloca en la agenda de las próximas horas la 'actualidad de la revolución', el pensamiento tiende a hacerse más prudente...."

4 D. Ribeiro, El proceso civilizatorio (ECB, Río de Janeiro 1968; CEAL, Bs. Aires 1971).

5 El primer ordenador de válvulas lo desarrollaron Eckert y Mauchly; Yoneji Masuda, La sociedad informatizada como sociedad post–industrial, Tecnos, Madrid 1984, p. 61–63, resume las etapas de la "revolución de la información".

6 A. Toffler, La Tercera Ola, Plaza & Janes, Barcelona 1980; el autor visitó Buenos Aires en abril y agosto de 1985, exponiendo sus ideas en el IV Congreso Panamericano de Transferencia Electrónica de Fondos y en el I Foro Argentino de Marketing. Los otros "profetas" serían Masuda, en Japón, J. Servan–Schreiber en Francia (El desafío mundial, Plaza & Janes, Barcelona 1981), Z. Brzezinski en EE.UU. (La era tecnotrópica, Paidós, Bs. As. 1979), etc.

7 J. Burnham, La revolución de los directores, Sudamericana, Bs. As. 1967 (The managerial revolution, 1941). Toffler admite la tesis de la nueva elite gerencial o de "integradores", que J. K. Galbraith designa como "tecnoestructura" (Toffler, op. cit. p. 75 y ss.).

8 Y. Masuda, op. cit., p. 175.

9 Toffler comentó en Buenos Aires que ha decidido escribir un libro sobre el tema con su mujer Heidi, pero "aún no tenemos una respuesta precisa" (cfr. El Despertador, N° 1, Bs. As. junio 1985, p. 19).

10 En esta dirección son destacables los ensayos de Alcira Argumedo, Los laberintos de la crisis, Folios, Bs. As. 1984: Gabriel Rodríguez, comp., La era teleinformática, Folios, Bs. As. 1985 y otros trabajos auspiciados por el Instituto Latinoamericano de Estudios Transnacionales ILET).

(Fuente: Revista Unidos N° 11/12, octubre de 1986)

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